y haber vendido su parte de la propiedad al socio de Harry. Se debería haber contentado con ir de visita al cementerio, dejar unas flores en la tumba de su tío abuelo y volver a Londres. Pero había regresado a la vieja mansión de piedra en la que había pasado tantos veranos, durante su infancia.
Ni siquiera sabía por qué estaba allí. Solo sabía que se había arrepentido de haber tomado esa decisión en cuanto llegó a Ardeche. Al ver la casa, al distinguir el aroma de las hierbas que crecían en los tiestos de la cocina, se sintió profundamente culpable.
Culpable por no haber vuelto antes. Culpable por no haber estado cuando la llamaron por teléfono para decirle que Harry había sufrido un infarto. Culpable por no haberse enterado a tiempo del fallecimiento de su tío abuelo. Culpable por no haber podido estar, ni siquiera, en su entierro.
Además, todos los habitantes del pueblo la miraban mal. Había oído sus murmuraciones al cruzar la plaza; y había notado la frialdad de Hortense Bouvier, el ama de llaves de su difunto tío abuelo. En lugar de recibirla con un abrazo cálido y una buena comida, como había hecho tantas veces en otros tiempos, Hortense la había saludado de un modo brusco, sin molestarse en disimular su desaprobación.
Pero, al menos, no había visto a Xavier. Solo le habría faltado que apareciera de repente en la cocina y se sentara a la mesa, junto a ella, con su sonrisa devastadora y sus intensos ojos, de color verde grisáceo.
Allegra echó un vistazo a la cocina, llena de objetos que le recordaban al pasado, y se dijo que había pocas posibilidades de que Xav se presentara en la casa. Diez años antes, le había dicho que su relación estaba acabada y que se marchaba a París a empezar una vida nueva, una vida sin ella.
Ni siquiera sabía si seguía soltero. Quizás se había casado; hasta era posible que tuviera hijos. En cierta ocasión, Allegra intentó cerrar la brecha que se había abierto entre Harry y ella y los dos llegaron al acuerdo tácito de no hablar de Xavier. Ella no preguntaba porque el orgullo se lo impedía; él, por no crear una situación incómoda.
Agarró la taza de café y pensó que, después tantos años, ya debería haberlo superado. Pero, ¿cómo podía superar un amor que había sobrevivido desde la infancia? Se había enamorado de Xavier Lefevre cuando ella tenía ocho años y él, once. Fue amor a primera vista. Le pareció el chico más guapo del mundo.
Cuando llegó a la adolescencia, lo seguía a todas partes como si fuera una perrita. Siempre estaba perdida en sus ensoñaciones de amor; siempre, preguntándose qué sentiría si alguna vez se llegaran a besar. Incluso había llegado a practicar los besos, jugando con el dorso de la mano, para estar preparada cuando Xavier se diera cuenta de que era algo más que la vecina de al lado.
Todos los veranos perseguía al objeto de sus sueños con la esperanza de que se fijara en ella. Y todos los veranos, él se limitaba a responder con la misma amabilidad y el mismo distanciamiento que dedicaba a todos los demás.
Pero, al final, llegó el momento que tanto esperaba. Xavier dejó de tomarla por una niña irritante que lo seguía constantemente y empezó a verla como una mujer.
Desde entonces, se volvieron inseparables. Fue el mejor verano de la vida de Allegra. Estaba convencida de que su amor era recíproco; de que no importaba que ella tuviera que volver a Londres para continuar con sus estudios y él, marcharse a París para empezar a trabajar. Estarían juntos durante las vacaciones, se verían en Londres los fines de semana y, cuando ella saliera de la universidad, vivirían juntos.
Xavier nunca le había dicho que tuviera intención de pedirle matrimonio, pero Allegra sabía que estaba enamorado de ella y que lo quería tanto como ella a él.
Y entonces, todo se hundió.
Al recordarlo, Allegra tragó saliva y se dijo que no debía pensar en esas cosas. Había dejado de ser una adolescente llena de ilusiones absurdas y se había convertido en una mujer adulta. Además, el socio de Harry no era Xavier sino Jean-Paul Lefevre, su padre. Xavier no estaba allí. Por lo que ella sabía, seguía en París. Y tenía el convencimiento de que no se volverían a ver.
Justo entonces, Hortense entró en la cocina y declaró con frialdad:
–El señor Lefevre ha llamado. Estaba en los viñedos y me ha dicho que le gustaría verte. Llegará en un par de minutos.
Allegra frunció el ceño. Habían quedado para el día siguiente, pero supuso que era una visita de cortesía. Jean-Paul tenía fama de ser un hombre de modales impecables; seguramente, solo quería darle la bienvenida a Les Trois Closes.
Minutos después, la puerta se abrió. Pero el hombre que entró en la cocina no fue Jean-Paul, sino Xavier.
Allegra se llevó tal sorpresa que estuvo a punto de derramar el café. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Por qué había entrado sin llamar? ¿Creía que podía entrar en el domicilio de Harry, en la casa que ahora era suya, cuando le apeteciera?
–¡Xavier! Siéntate, por favor –dijo Hortense, dedicándole todo el cariño que le negaba a ella.
Hortense le dio un beso en la mejilla y, cuando Xavier se sentó, le sirvió una taza de café y se la puso en la mesa.
–Bueno, chéri, te dejaré a solas con la señorita Beauchamp.
Hortense se marchó y Allegra se quedó en silencio, demasiado sorprendida para pronunciar una sola palabra.
A sus treinta y un años, Xavier Lefevre era en un hombre hecho y derecho. Algo más alto de lo que ella recordaba, y de hombros más anchos. Su piel morena hacía que sus ojos, entre verdes y grises, parecieran aún más penetrantes.
Allegra se fijó en que llevaba el pelo revuelto y ligeramente largo, con un estilo que le pareció más propio de un músico de rock que de un genio de las finanzas. Además, no se había afeitado. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que se acababa de levantar de la cama.
Pero, fuera como fuera, su presencia bastó para que se sintiera como si la temperatura de la cocina hubiera aumentado diez grados de repente. Y también bastó para que recordara lo que se sentía al quedarse dormida entre sus brazos, después de hacer el amor.
Por lo visto, tenía un problema. ¿Cómo mantener el aplomo y pensar con claridad si lo primero que le venía a la cabeza era el sexo y lo segundo, lo mucho que lo deseaba?
Tenía que sacar fuerzas de flaqueza y refrenar su libido.
–Bonjour, mademoiselle Beauchamp –dijo Xavier con una sonrisa enigmática–. He pensado que debía acercarme a la casa y saludar a mi nueva socia.
Allegra lo miró con desconcierto.
–¿Tú eres el socio de Harry?
Xavier asintió.
–En efecto.
–Pero, ¿cómo es posible? Pensaba que seguías en París.
–Pues no.
–No entiendo nada. El señor Robert me dijo que el socio de Harry era monsieur Lefevre –alegó ella.
–Y lo es… –Xavier le dedicó una reverencia burlona–. Permíteme que me presente. Soy Xavier Lefevre, siempre a tu servicio.
–Ya sé quién eres –replicó ella, irritada con su comportamiento–. Pero eso no responde a mi pregunta. Pensaba que mi socio era tu padre.
–Me temo que llegas cinco años tarde.
Ella soltó un grito ahogado.
–¿Es que tu padre ha… ?
–Sí.
–Lo siento. No tenía ni idea. Harry no me dijo nada –se apresuró a decir–. Si hubiera sabido que había fallecido…
–Oh, vamos, no me digas que habrías asistido a su entierro –la interrumpió–. Ni siquiera estuviste en el de Harry.
Allegra alzó la barbilla, orgullosa.
–Tuve mis motivos