Kate Hardy

Amor entre viñedos - Un brote de esperanza


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sido el socio de Harry, tendría que haberte dejado toda la propiedad a ti.

      –Ni mucho menos –declaró él–. Me parece normal que te dejara una parte. A fin de cuentas, eras su familiar más directo… Aunque nadie lo creería, teniendo en cuenta tu comportamiento de estos últimos años.

      Allegra frunció el ceño.

      –Eso es un golpe bajo.

      Xavier se encogió de hombros.

      –No es más que la verdad, chérie. ¿Cuándo lo viste por última vez?

      –Hablaba con él todas las semanas, por teléfono.

      –Hablar por teléfono no es lo mismo.

      Ella suspiró.

      –Seguramente sabes que Harry y yo discutimos cuando me fui a Londres –dijo ella, sin querer añadir que habían discutido por él–. Al final, nos reconciliamos… pero admito que no venir a verlo fue un error por mi parte.

      Allegra tampoco quiso decir que la razón principal por la que no había vuelto era su miedo a encontrarse con él. Si se lo hubiera dicho, Xavier habría sabido que sus antiguos sentimientos no habían muerto; que su deseo había permanecido latente.

      Un deseo que, en ese momento, se había despertado.

      –Si hubiera sabido que se encontraba tan mal de salud, habría vuelto –continuó–. Pero no sabía nada. No me lo dijo.

      –Por supuesto que no. Harry era un hombre orgulloso. Pero, si te hubieras tomado la molestia de pasar a visitarlo de vez en cuando, lo habrías sabido.

      Ella guardó silencio.

      –Ni siquiera viniste cuando supiste que estaba enfermo –siguió él.

      –No vine porque el mensaje me llegó después, cuando ya era demasiado tarde.

      –Pero tampoco estuviste en su entierro.

      –Tenía intención de asistir, pero estaba en Nueva York, de viaje de negocios.

      –Qué inconveniente –ironizó él.

      Allegra respiró hondo.

      –Bueno, ya ha quedado demostrado que soy una mala persona –dijo con frialdad–. Y como nadie puede cambiar el pasado, será mejor que lo olvidemos.

      Él se encogió de hombros.

      Ella pensó que era el hombre más irritante del mundo.

      –¿Qué haces aquí, Xavier? ¿Qué quieres?

      La quería a ella.

      Xavier se dio cuenta en ese momento, y se quedó atónito. ¿Cómo era posible? Allegra lo había abandonado y, además, ya no era la dulce, tímida e insegura petite rose anglaise que había sido a los dieciocho años. Ahora era una mujer impecablemente arreglada y dura como el diamante bajo el traje que se había puesto. Y en sus labios no había nada dulce. Estaban tensos. Ya no le recordaban a las primeras rosas del verano.

      Aquello era una locura. Se suponía que había ido a la casa para hablar con ella y convencerle de que le vendiera su parte de la propiedad, no para admirar su boca y recordar sus besos, sus caricias, el contacto de su piel cuando hacían el amor y el destello de sus ojos azules cuando estaba leyendo un libro y se daba cuenta de que él la miraba.

      Tenía que hacer algo. No debía dejarse llevar por el deseo.

      –¿Y bien? Estoy esperando una respuesta –dijo ella.

      –No quería nada especial. Estaba dando un paseo por los viñedos y he llamado a Hortensia para saber si estabas aquí, sin más intención que saludarte y darte la bienvenida a Francia. Pero, ya que te pones así, hay un asunto que me preocupa.

      –¿De qué se trata?

      Xavier no había sido completamente sincero con Allegra. Era cierto que solo pretendía saludarla, pero también que quería aprovechar la ocasión para observar sus reacciones y valorar su actitud sobre las tierras que había heredado.

      –Hace años que no vienes a Francia –contestó–. Supongo que los viñedos no te interesan demasiado, así que estoy dispuesto a comprar tu parte de la propiedad. Habla con algún especialista y pídele una valoración. Aceptaré el precio que considere oportuno. Incluso estoy dispuesto a pagar sus honorarios.

      –No.

      Xavier arqueó una ceja. No esperaba una negativa tan tajante. Pero existía la posibilidad de que solo fuera una estrategia para aumentar el precio, así que preguntó:

      –¿Cuánto dinero quieres?

      –No te voy a vender mi parte.

      Él frunció el ceño.

      –¿Es que se la vas a vender a otra persona?

      Xavier se empezó a preocupar de verdad. Allegra no sabía nada de viñedos; era capaz de vendérselos a una persona que los descuidara demasiado o que utilizara pesticidas industriales y les hiciera perder el certificado de productos ecológicos.

      –No se lo voy a vender a nadie. Harry me dejó la casa y la mitad de los viñedos por una buena razón… Quería que me quedara aquí.

      Él hizo un gesto de desdén.

      –Creo que te estás dejando llevar por tu sentimiento de culpabilidad, Allegra. Sabes que me deberías vender tu parte. Es lo más lógico.

      Ella sacudió la cabeza.

      –Me voy a quedar.

      Xavier la miró con incredulidad.

      –Pero si no sabes nada de viñas…

      –Aprenderé. Y, entre tanto, dedicaré mis esfuerzos al marketing. A fin de cuentas, es lo que sé hacer.

      Xavier se cruzó de brazos.

      –No me importa lo que sepas hacer. No voy a permitir que juegues con mis viñedos. Te aburrirías enseguida y te marcharías al cabo de una semana.

      –No me iré. Además, te recuerdo que también son míos –dijo ella con firmeza–. Harry me dejó la mitad y me siento obligada a hacer lo que pueda con ellos.

      Xavier clavó la mirada en los ojos de Allegra y supo que estaba diciendo la verdad. Se iba a quedar porque se sentía en deuda con Harry.

      Sería mejor que le diera un poco de cuerda y que retomara el asunto al día siguiente. Con un poco de suerte, Allegra lo consultaría con la almohada y entraría en razón.

      –Muy bien, como quieras. –Xavier se levantó de la silla–. Supongo que Marc te habrá dicho que mañana tenemos una reunión…

      Ella parpadeó.

      –¿Marc? ¿Es que estás en contacto con el abogado de Harry?

      –También es mi abogado –dijo él, sin querer añadir que Marc era amigo suyo–. Pero no te preocupes por eso. Te aseguro que no me ha dicho nada de ti. Es el hombre más profesional que conozco.

      –Pues sí, ya sabía lo de la reunión. Es a la ocho en punto, ¿no?

      Xavier asintió.

      –Sí, aunque podríamos retrasarla un poco. Has hecho un viaje muy largo y sospecho que estarás cansada.

      Ella entrecerró los ojos.

      –¿Es que no me crees capaz de levantarme temprano?

      –Yo no he dicho eso… Prefiero que retrasemos la reunión hasta las doce. En verano, no se puede estar en los viñedos a mediodía; por el calor –le explicó–. Trabajo en los campos a primera hora y, después, me encargo de los asuntos administrativos. ¿Qué te parece si quedamos al mediodía en mi despacho del château? Te invito a comer.

      –De acuerdo. Como tú quieras.

      Xavier dudó un momento. Había estado