Sharon Kendrick

El anuncio del jeque


Скачать книгу

más oscuro gracias a su kufiya de color blanco. Una prenda que al mismo tiempo resaltaba su atractivo rostro de tez bronceada. Iba vestido con una chilaba de seda que cubría su cuerpo musculoso. Ella negó con la cabeza, confundida. ¿Qué había pasado con aquel elegante traje italiano? ¿Y con la camisa de seda y la corbata de color azul cobalto que él había dejado caer al suelo con impaciencia, junto a su ropa interior?

      «Ese era su disfraz», se recordó ella. Ropa moderna y occidental para que ella, y otras mujeres, no pudieran averiguar su verdadera identidad. Si hubiese ido vestido de esa manera cuando ella lo conoció, ¿habría deseado estar entre sus brazos y en su cama? Nunca sabría la respuesta. Al encontrarse sus miradas, surgió una potente atracción entre ambos. Y por ese motivo, la vida de Caitlin había cambiado para siempre.

      Él no le había contado que era un poderoso rey del desierto. Había muchas cosas que él no le había contado. Cosas de las que ella se habría horrorizado en su momento. Las había descubierto después, al intentar localizarlo, cuando descubrió lo idiota que había sido. Y el potente recuerdo le permitió suprimir su temor y la molesta sensación de culpa que sentía por poder haberlo hecho todo de manera diferente.

      –Kadir –dijo ella con calma. De manera muy diferente a la última vez que pronunció su nombre, cuando escapó de sus labios entre los gemidos de pasión. Caitlin se humedeció los labios para contener sus náuseas.

      ¿Y si él lo sabía? ¿Y si había descubierto la verdad que tanto había tratado de ocultar? Pensó en Cameron, que se había quedado en casa con Morag, y se estremeció.

      Sabía que cuando averiguara la verdad nada volvería a ser igual. Trató de mantener la calma y preguntó:

      –¿Qué diablos haces aquí?

      Kadir no respondió inmediatamente, pero claro era rey y podía hacer esperar a la gente. El rey más poderoso de Oriente Medio, o eso decían. Poseía tierras fértiles y palacios de lujo que muchos envidiaban y también tenía innumerables sirvientes y asistentes de confianza, capaces de caminar sobre brasas ardientes para demostrar su fidelidad. Unas semanas atrás, él habría estado de acuerdo con aquellos que lo alababan por sus cualidades. Por estar al tanto de la situación internacional y de haber logrado la paz en algunos países. Para muchos, él tenía todo lo que un rey podía desear.

      Sin embargo…

      Notó calor en su piel.

      Sin embargo, aquella mujer le había ocultado la cosa más preciada que un hombre podía tener. El fruto de su ser y heredero del país que él gobernaba. Ella le había privado de algunos años preciados de la vida de su hijo. Cuatro años que nunca podría recuperar.

      ¡Y jamás había sentido una rabia tan intensa!

      Aunque no la demostraría. Sabía muy bien que ocultar las emociones era la única manera de triunfar en la vida. Las emociones significaban debilidad y dejaban a los hombres tan desvalidos como el deseo sexual. Eran cosas que podían encaminarlo hacia un destino no deseado y él no podía permitírselo. Nunca más. El celibato lo había mantenido fuerte y poderoso, y por eso ignoraría cómo la luz hacía que el cabello de Caitlin Fraser pareciera una cascada de fuego. Trataría de no reparar en su tez pálida ni en las curvas de su cuerpo, y de olvidar el recuerdo de lo que sintió al penetrarla en profundidad. Olvidaría que en su momento ella lo había hecho sentir fuerte e invencible como un león. En cambio, le tendería el anzuelo y ella caería en su propia trampa

      –Pareces sorprendida de verme, Caitlin –comentó con frialdad.

      Ella frunció el ceño.

      –Eso es quedarse corto. Por supuesto que estoy sorprendida. Hace cinco años desapareciste sin más. Te marchaste en mitad de la noche y ahora apareces sin avisar –dijo ella–. ¿Cómo me has encontrado?

      Él se encogió de hombros.

      –Ese tipo de cosas no son un problema.

      –Para alguien como tú, quieres decir –lo acusó ella.

      –¿Para alguien como yo?

      –¡Un rey del desierto! ¡Un jeque! ¡Algo que no te molestaste en contarme en su momento!

      Kadir no hizo ningún comentario y continuó mirándola fijamente.

      «Deja que se condene con sus propias palabras», pensó.

      –No entiendo por qué apareces así, de pronto –continuó ella–. ¿Es una encerrona?

      –¿Una encerrona? –preguntó él con frialdad.

      Ella asintió.

      –He venido pensando que alguien iba a ofrecerme un trabajo.

      –¿Alguien que no conocías?

      –Eso es.

      –Alguien que no conocías –repitió–. Sin embargo, ¿has aceptado la cita?

      –Pues sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?

      –¿Aunque pudiera haber sido cualquiera? Dime, Caitlin, ¿quedas a menudo con desconocidos en una habitación de hotel? –la miró con los ojos entornados–. Bueno, me parece que tienes antecedentes de ese tipo ¿no?

      Caitlin se sonrojó.

      –Podría decir lo mismo de ti –contestó ella–. Aunque esto no era una cita romántica. Se suponía que era un encuentro de trabajo y perfectamente legítimo. Me convocó una agencia de empleo y yo aprovecho todas las oportunidades que me salen porque resulta que necesito dinero –lo miró–. Claro que igual tú no sabes lo que es eso, pero te aseguro que no es un delito.

      –No –soltó él. De pronto, Kadir supo que no podía continuar jugando a ese juego, por mucho que le tentara comprobar hasta dónde podía llegar Caitlin para intentar ocultarle la verdad–. El delito es que te quedaste embarazada y no te molestaste en decírmelo. Que hace cuatro años diste a luz a mi hijo y que yo me he perdido todos esos preciosos años de su vida. Ese es el delito, Caitlin.

      Caitlin sintió que el corazón le latía tan fuerte que parecía que se salía del cuerpo, pero trató de concentrarse en los hechos en lugar de en el sufrimiento que sentía. ¡Él lo sabía! Por supuesto que lo sabía. ¿Por qué iba a estar allí si no? Por supuesto, él no había vuelto a pensar en ella desde la noche en que la sedujo y se marchó sin despedirse, en mitad de la noche y mientras ella dormía. Ella recordaba que se había levantado somnolienta y medio enamorada, hasta que se percató de que no había rastro del hombre a quien se había entregado de lleno, aparte de los restos de su esencia que se había secado en las sábanas. No fue hasta unos días más tarde cuando se dio cuenta de que llevaba a su hijo en el vientre, y cuando comprendió por qué él se había marchado tan rápido.

      La rabia se apoderó de ella.

      Y debía aferrarse al recuerdo de su traición, y de su propia estupidez. Había permitido que la historia se repitiera de nuevo, y que la trataran como a una idiota. Aunque también conocía las consecuencias que podían sufrir las mujeres que vivían una situación así, y ella no permitiría que eso le sucediera. Ni a ella, ni a su hijo. No permitiría que aquel jeque tomara el control de su vida. Ella no necesitaba su aprobación. Necesitaba ser fuerte. Por el bien de Cameron y por el de sí misma

      Y después de la rabia, experimentó temor y preocupación por lo que él podría hacer cuando lo descubriera. Sobre las consecuencias de haberle ocultado el secreto tanto tiempo. Porque nadie más sabía que el Jeque de Xulhabi era el padre de su hijo.

      –Intenté contactar contigo, Kadir. Nada más enterarme de que llevaba a tu hijo en mi vientre, intenté localizarte. Al principio no puede creerlo cuando descubrí tu verdadera identidad, pero cuando lo asimilé continué con mi búsqueda –negó con la cabeza–. Y créeme, para una persona corriente no es fácil contactar con un gobernador poderoso de un país extranjero. Te encuentras obstáculos a cada paso del camino.

      –Pero no llegaste a contactar conmigo, ¿verdad, Caitlin? Podías haberme dejado un mensaje a