Sharon Kendrick

El anuncio del jeque


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eso es un juego al que te gusta jugar. A lo mejor te excita engañar a las mujeres de ese modo.

      –¿Tú me estás hablando de engaño?

      –No. Te estoy hablando de algo mucho peor –respiró hondo y recordó cómo su engaño le había hecho recordar su pasado. Y la facilidad con la que los hombres engañaban a las mujeres–. Eras un hombre casado, ¿no es así? –lo acusó–. Tenías una esposa en tu palacio de Xulhabi, pero no te molestaste en mencionarla la noche que pasaste conmigo, ¿no es así, Kadir Al Marara? Dime, ¿cuántas veces has roto tus votos acostándote con otras mujeres?

      Capítulo 2

      KADIR miró a la mujer que le había soltado aquellas palabras amargas y apretó los dientes con rabia. ¿Cómo era posible que ella no hubiese aceptado parte de la culpa? Que admitiera que ambos se habían dejado llevar por la pasión, y por una química tan poderosa que, a pesar de sus esfuerzos, resultó ser irresistible.

      No, ella había elegido culparlo y convertirlo en el estereotipo de un hombre. El jeque bronceado y corpulento, como el personaje de las películas en blanco y negro que había visto alguna vez. Y a pesar de que en el pasado lo habían clasificado de esa manera en numerosas ocasiones, nunca le había afectado tanto. Ella le había preguntado ¿cuántas veces? Y la respuesta a su pregunta era: solo una vez, con ella. No obstante, no le daría el placer de decírselo para evitar que ella pensara que significaba algo especial para él.

      –Me suplicaste que me acostara contigo. Me lo suplicaste –repitió con crueldad–. Sabes que lo hiciste. ¿Quieres que te recuerde las palabras que usaste, Caitlin?

      –¡No! No quiero hablar sobre esa noche.

      Él la miró.

      –Bueno, quizá yo sí. Quizá yo quiera revivirla minuto a minuto.

      Caitlin palideció y bajó la mirada hacia sus manos antes de mirarlo a él. Durante un segundo, Kadir se encontró perdido en la mirada de aquellos ojos. ¿Cómo podía haber olvidado su bello color azul? La manera en que parecía adentrarse en su interior, como si pudiera ver su alma atormentada y ofrecerle consuelo temporal. Lo había olvidado porque no tenía elección, porque lo bien que ella lo había hecho sentir era incompatible con su vida y su mundo. Y él necesitaba olvidarlo en ese instante.

      Y por eso continuó mirándola sin decir palabra. El silencio era una táctica que siempre le había funcionado en el pasado. Si se alargaba el tiempo suficiente, la otra persona siempre terminaba rompiéndolo. Porque a las personas no les gusta el silencio. Le tienen miedo. No les gusta escuchar el ruido de sus pensamientos.

      –Dime para qué has venido –preguntó ella al fin.

      Kadir se quedó pensativo. ¿Qué quería? ¿Retroceder en el tiempo? ¿Continuar recorriendo la finca escocesa que había pensado comprar y no distraerse con su llamativo cabello, con la curva de sus caderas, o la manera en que se oscurecían sus ojos cuando lo miraba? ¿Preferiría no haber participado en la noche de pasión? No. No era eso lo que quería. ¿Cómo podía desear que su hijo no hubiera nacido?

      –¿Por qué crees que estoy aquí? –preguntó él–. Porque quiero verlo. Quiero ver a mi hijo.

      Ella se puso tensa, como si le hubiera pedido algo imposible. Después, negó con la cabeza levemente, como alguien que acabase de despertar de una pesadilla.

      –Sí –comentó ella–. Supongo que sí –se agachó para recoger un bolso de piel verde que había dejado sobre la silla.

      Kadir la observó en silencio mientras ella sacaba una foto de una billetera.

      –Toma, mira esto.

      Él no la miró inmediatamente, sino que permaneció mirándola a ella unos instantes.

      –¿Crees que me contentaré con una foto? –preguntó.

      –¿No te vale por el momento?

      Incapaz de aguantar ni un segundo más, Kadir le quitó la foto de la mano con mucho cuidado de no rozar su piel. Era como si no se fiase de sí mismo si volvía a tocarla. Después, trató de mantenerse fuerte y no ceder ante el sentimiento de desesperación que lo invadía por dentro mientras esperaba a ver la foto de su primer hijo. El asistente que había descubierto su existencia le había ofrecido buscar fotografías, pero Kadir aborrecía el trabajo de los paparazis y rechazó a oferta. La edad y el aspecto del niño indicaban que él era el padre, pero sobre todo era su instinto el que le indicaba que era verdad y, en esos días, Kadir confiaba más en su instinto que en cualquier foto tomada desde detrás de un árbol.

      Sin embargo, nada podía prepararlo para las emociones que lo inundaron al mirar aquel par de ojos negros tan parecidos a los suyos. Kadir se acercó a la ventana para poder examinarla mejor a la luz. A juzgar por el fondo de la foto, era una toma profesional, aunque el flequillo del pequeño caía sobre su frente de forma desordenada, como si nadie pudiera domarlo. Kadir entornó los ojos al ver que tenía una pequeña muesca en uno de sus dientes. ¿Se habría caído y hecho daño? ¿Y nadie había estado a su lado para protegerlo?

      Se volvió y vio que Caitlin lo estaba mirando como si esperara que él dijera algo tranquilizador.

      –Quiero conocerlo en persona –soltó Kadir–. Y cuanto antes.

      Caitlin asintió y notó que se le encogía el corazón a pesar de que esperaba oír lo que él había dicho. Por supuesto que sí. ¿Qué más podría decir él dadas las circunstancias? Caitlin experimentaba una mezcla de emociones, aunque se avergonzaba de la que era dominante y no tenía nada que ver con su pequeño, pero sí con ella.

      Celos.

      Intensos y potentes.

      –¿Y qué pasa con tu esposa? ¿Ella también quiere conocerlo?

      Se hizo una pausa y Kadir contestó sin emoción en la voz.

      –Mi esposa ha muerto.

      –Lo siento –contestó Caitlin.

      –No, no lo sientes.

      –Siento la pérdida de cualquier ser humano –se defendió–. ¡Aunque sobre todo siento haberme acostado contigo sin saber que estabas casado!

      –Eso es historia, Caitlin –comentó él–. A mí no me preocupa el pasado. El presente sí. No me marcharé de aquí, ni tú tampoco, hasta que acordemos una fecha para ver a mi hijo.

      –Cameron –le corrigió ella.

      –Cameron –repitió Kadir, y Caitlin reparó en cómo su acento escocés hacía que su nombre pareciera más exótico y distinguido.

      Kadir no solo tenía un aspecto diferente al del hombre al que ella se había entregado, sino que además sonaba de manera diferente también. La túnica y el turbante lo hacían parecer frío y distante. Y al mirarlo, Caitlin supo que, si ella se lo permitía, él tomaría el control de la situación.

      «No lo hagas», se dijo. «Mantén tus condiciones. Demuéstrale que no permitirás que nadie te manipule». Ella no era una de sus posesiones. Era una mujer libre e independiente y, además, estaba en su país.

      –Por supuesto que debéis conoceros, pero me gustaría que fuera en territorio neutral –dijo ella, avergonzada de lo pequeña que era su casa comparada con sus lujosos palacios. ¿O era porque no podía soportar la idea de que Kadir irrumpiera con su poderosa presencia en su territorio? Cuando se marchara, el lugar parecería vacío sin él–. ¿Qué tal aquí, en Edimburgo? Sería tan buen lugar como cualquier otro.

      –Estoy seguro, pero me temo que no encaja en mi agenda. Esta semana estaré en Londres –dijo él con frialdad–. Puedes reunirte conmigo allí.

      –¿En Londres? –repitió Caitlin.

      –No hace falta que hables como si fuera Marte –comentó él–. No está tan lejos. Solo a poco más de una hora en avión. No pasaré mucho