J. I. Packer

En pos de los puritanos y su piedad


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muy rudimentarias; ellos no tenían aspirinas, tranquilizantes, pastillas para dormir, o antidepresivos, y de la misma manera, tampoco tenían seguro social ni seguro de vida; vivían en un mundo en el que más de la mitad de la población adulta moría a una edad joven, y más de la mitad de los niños morían en sus primeros años, un mundo en el que la enfermedad, la angustia, la incomodidad, el dolor, y la muerte eran compañeros constantes. Ellos hubieran estado perdidos si no hubieran mantenido sus ojos en el cielo, y si no se hubieran visto a sí mismos como peregrinos que viajaban a su hogar en la Ciudad Celestial. Al Dr., Johnson se le atribuye la observación de que, cuando un hombre sabe que le quedan dos semanas antes de ser llevado a la horca, su mente tiene una capacidad asombrosa para concentrarse; y en ese mismo sentido, la manera en la que la conciencia puritana reconocía que en medio de la vida nos cruzamos con la muerte, y que estamos a un solo paso de la eternidad, eso les daba una seriedad profunda y apacible, que al mismo tiempo era apasionada, en lo que respecta a los negocios de esta vida; pero eso es algo que rara vez puede ser igualado por los cristianos occidentales de este mundo opulento, sobreprotegido, y ligado a las cosas terrenales. Yo creo que muy pocos de nosotros vivimos al borde de la eternidad, de la manera consciente en la que lo hicieron los puritanos, y como resultado, sufrimos las consecuencias negativas. Porque yo creo que la extraordinaria vivacidad, o incluso la alegría (sí, alegría; como lo podrán notar en la sección de las Fuentes) con la que vivían los puritanos, son cosas que surgieron directamente del realismo inquebrantable y práctico con el cual se preparaban para la muerte, de manera que, por así decirlo, ellos siempre tenían sus maletas listas para partir. Tener en mente la muerte les permitía apreciar cada día de sus vidas, y el conocimiento de que Dios, sin consultar la opinión de ellos, con el tiempo decidiría el momento en el que su obra en esta tierra estaría completa, era algo que les daba energía para continuar con sus labores mientras Dios les siguiera concediendo el tiempo para realizarlas. A medida que me acerco a mi séptima década, con una mejor salud de la que puedo esperar, me siento más alegre de lo que puedo expresar, por causa de lo que puritanos como Bunyan y Baxter me han enseñado acerca de la muerte; era algo que necesitaba, pero los predicadores que escucho en estos días nunca hablan de eso, y pareciera que los escritores cristianos modernos no tienen ni idea acerca del tema — con la excepción de C. S. Lewis y Charles Williams, cuya visión con respecto a este y muchos otros temas es verdaderamente única en el siglo XX.

      (6) Los puritanos moldearon mi identidad eclesiástica, al impartirme su visión de la integridad de la obra de Dios que ellos llamaban Reforma, lo que nosotros hoy en día probablemente llamaríamos Renovación. Actualmente, como en mis días de juventud, algunos anglicanos conservadores (yo hablo como uno de ellos) se preocupan por la ortodoxia, algunos por la liturgia y la vida corporativa, algunos por la conversión individual y la alimentación espiritual, algunos por los aspectos de la santidad personal, algunos por las estructuras centrales y congregacionales, algunos por los estándares morales, algunos por dar un testimonio social compasivo, y algunos por avivar la piedad en medio de nuestro Laodiceanismo. Pero todas esas preocupaciones se desvían, se debilitan, y en última instancia se trivializan si no se ligan unas con otras. Si se abordan de manera separada, se derrumban y se caen por la borda. A lo largo de toda mi vida he visto que eso ocurre en todos los ámbitos, tanto dentro como fuera del Anglicanismo. Los puritanos me enseñaron a tener una preocupación por todas esas cosas al mismo tiempo, como si todas se sostuvieran la una a la otra, y me demostraron que todas ellas conllevan el honor y la gloria de Dios en Su iglesia, y estoy agradecido de poder decir que dentro de mí todas esas cosas siguen juntas.

      Pude haber aprendido este ideal de la renovación evangélica general de los genios reformadores de Inglaterra que siguen siendo poco apreciados tales como Thomas Cranmer o del coloso del siglo XIX, J. C. Ryle (y yo creo que con mucha dificultad lo hubiera aprendido de algún otro anglicano reciente); pero, en realidad, lo aprendí de los puritanos, pero principalmente del casi anglicano e inconformista reacio, Richard Baxter, a quien le debo tanto en otras áreas, como ya lo he mencionado anteriormente. Seguir ese rayo de luz siendo un anglicano reformado, en algunas ocupaciones me ha puesto fuera de sintonía con todo el mundo, y no digo que mi juicio en asuntos específicos siempre haya sido libre de errores, pero cuando miro hacia atrás, estoy seguro de que la dirección amplia y no sectaria que me dio Baxter fue la correcta. Así que, sigo estando agradecido por esa dirección, y espero que esa gratitud perdure hasta la eternidad.

      (7) Los puritanos me hicieron entender que la teología es también espiritualidad, pues en ese sentido, ésta tiene una influencia buena o mala, positiva o negativa, en la relación o la falta de relación con Dios de los que la reciben. Si nuestra teología no aviva nuestra conciencia y ablanda nuestro corazón, endurece tanto la conciencia como el corazón; si no produce una fe comprometida, refuerza una incredulidad indiferente; si no promueve la humildad, definitivamente alimenta el orgullo. De manera que, aquellos que hacen teología en público, ya sea formalmente en un púlpito, en un podio, o por escrito; o ya sea en privado de manera informal desde un sofá, deben pensar seriamente en el efecto que sus pensamientos tendrán sobre las personas —tanto en el pueblo de Dios como en las demás personas. Los teólogos son llamados a ser como ingenieros encargados de la distribución del agua potable y del saneamiento de una ciudad; su trabajo es procurar que la verdad pura de Dios fluya abundantemente cuando se necesita, y a su vez, filtrar y eliminar toda clase de contaminante que pueda ser dañino para la salud espiritual. La lejanía sociológica que separa a los colegios, los seminarios, y las facultades de teología de la verdadera vida de iglesia, es un factor que hace más fácil olvidar esto, y en mi época, el historial de profesores profesionales en estos establecimientos ha sido bastante irregular en lo que respecta a su responsabilidad con la iglesia y con el mundo. De hecho, cualquiera podría aprender la naturaleza de esta responsabilidad a partir de los Padres, o de Lutero, o de Calvino, o incluso del estilo peculiar de Karl Barth, pero en mi caso, yo la aprendí después de observar la manera en la que los puritanos llevaban cada «doctrina» (verdad) que ellos conocían hacia su «uso» (aplicación) apropiado, como un fundamento para la vida. En retrospectiva, me parece que, gracias a esta influencia puritana, desde un inicio, todas mis afirmaciones teológicas acerca de cualquier tema han sido verdaderamente encaminadas hacia la espiritualidad (es decir, hacia la enseñanza para la vida cristiana), y ahora sufro de la incapacidad de escribir o hablar de alguna manera distinta. Y si me preguntan: ¿Eso te alegra? Sinceramente, mi respuesta es sí. Esa incapacidad es algo que puedo sufrir con alegría.

      El primer libro cristiano de C. S. Lewis, que en mi opinión fue el más asombroso de sus libros, es su alegoría bunyanesca, titulada El regreso del peregrino (1933). En esta obra, describe el encanto de lo que él llamaba Dulce Deseo, y Gozo: es decir, esa sensación de trascendencia que está presente en el día a día, la cual se siente como una ráfaga que sacude el corazón, cada vez que uno experimenta y disfruta las cosas de esta vida, y que se revela a sí misma como un anhelo que no puede ser satisfecho por ninguna de las realidades creadas ni por las relaciones interpersonales, sino que sólo puede ser mitigado cuando uno se abandona a sí mismo en el amor del Creador a través de Cristo. Y como bien sabía Lewis, ese deseo brota en diferentes personas por medio de diferentes estímulos; en su caso, él habla del «aroma de una fogata, el sonido de los patos cuando vuelan, el título de la obra The Well at the World’s End[El pozo al final del mundo], el inicio del poema Kubla Khan, las telarañas matutinas a finales del verano, el sonido de las olas del mar».2 En mi caso, ninguna de esas cosas produce plenamente ese mismo efecto, sin embargo entiendo por qué otras personas experimentan esa sensación ante ellas; pero si me preguntan a mí, yo mencionaría los paisajes con árboles, las cascadas, el vapor de las locomotoras, el sabor del curry y el cangrejo, las piezas de Bach, Beethoven, Brahms, Bruckner y Wagner, algunos momentos improvisados y las maravillas arquitectónicas de mis grabaciones de las presentaciones de Wilhelm Furtwängler, Edwin Fischer, y Otto Klemperer, junto con algunas de las excelencias de Jelly–Roll Morton, Bubber Miley, y Louis Armstrong, y finalmente —la razón por la que originalmente comencé a hablar de esto— algunos de los toques retóricos que para mí son recurrentemente fascinantes de los cinco escritores que ya he mencionado: el mismo Lewis, y Williams, y (como ya lo estarán anticipando) el seráfico Baxter, el soñador Bunyan, y el colosal Owen. Aunque la forma y el contenido son distintos, están conectados, y yo los conecto aquí diciendo que al escribir como ellos escribían, pues siempre