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La puerta del autocar se abre con un bufido y me acaricia una ráfaga de aire cálido. Bajo las escaleras con la maleta y entorno los ojos ante el resplandor del asfalto.
Estoy aquí. Estoy de verdad en Los Ángeles. Después de años soñando con este momento, está sucediendo. Y es mejor incluso de lo que imaginaba, porque esta vez es real. El sol me quema la piel pálida, los olores a café recién hecho y a tubo de escape llenan el aire. Y yo me echo la bronca por pensar que mi camisa de leñador favorita era adecuada para este calor. Pero no pasa nada, porque lo he conseguido.
Abro Google Maps en el móvil y echo un vistazo a los nombres de las calles. He mirado el mapa de West Hollywood tantas veces en los últimos meses que probablemente podría encontrar la calle de Parker en sueños, pero mi lado controlador ha de tener el mapa a mano, por si acaso.
—Vale —me digo en voz baja—. Estoy en Santa Monica Boulevard. Perfecto.
Comienzo a caminar, arrastrando la maleta con una rueda rota detrás de mí. Es domingo por la mañana y el ambiente es relajado. Gente con tatuajes, camisas estampadas y gafas de sol inmensas toma cócteles en las terrazas de moda. Los vecinos del barrio pasean por las aceras y yo les sonrío a sus perros. Los bares están pintados de color turquesa y amarillo limón, y hay tantos grafitis impresionantes que no sé cuál de ellos subir antes a Instagram.
Ahora entiendo por qué Parker, mi primo, adora este barrio. Sus letreros de neón vintage al estilo del Hollywood clásico y su orgullosa comunidad LGBT le van al pelo. En comparación con Westmill, nuestro sombrío municipio de Washington, es como estar en otro planeta.
Es pensar en mi casa y recibir un mensaje de mi madre:
Mamá: has llegado ya? Dime que estás bien bsss
Ya responderé más tarde. Hay demasiadas cosas a mi alrededor que no quiero perderme y, si soy sincera, lo último que quiero ahora mismo es pensar en casa.
Ese pueblo me estaba ahogando. Se me hacía más y más pequeño, como las paredes del compactador de basura de la Estrella de la Muerte. Logré irme justo antes de que el peso de la más vulgar normalidad y conformidad me aplastara. Estar aquí es como poder respirar después de haber contenido el aliento toda mi vida. Soy libre. Libre para ser justo la persona que siempre quise ser.
Mientras espero frente al famoso paso de cebra pintado como un arcoíris, arqueo la espalda para estirar los músculos, que todavía están agarrotados después de tirarme dieciocho horas en el autocar. Si estuviera en cualquier otro lugar, intentaría buscar un sitio para ducharme, echar una siesta y recuperarme del viaje, pero aquí no. Lo único que quiero es dejar la maleta y empezar a explorar esta ciudad. El aire huele a posibilidades infinitas, tantas que me emocionan.
Aquí es donde se junta para hacer su magia la gente que adora crear mundos ficticios tanto como yo. Las estrellas más icónicas del mundo nacieron aquí. Mis héroes caminaron por estas calles.
La emoción me embarga y cierro los ojos