Jen Wilde

Fuera de guión


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detrás de una freidora, sintiéndome a miles de kilómetros del lugar donde deseaba estar. No habrá más horas escondida en el fondo de un aula mientras cuento en el calendario los días que me quedan hasta ser libre.

      He venido para hacer unas prácticas en mi serie de televisión favorita: Silver Falls, una saga sobre licántropos y los humanos a quienes les encantan. Me sentaré en la sala de guionistas tomando notas, escuchando ideas e intentando no fangirlear delante de todo el mundo. Estoy a punto de dar el primer paso en pos de mi objetivo, que es crear mi propia serie de televisión. Haré prácticas este verano, con un poco de suerte encontraré trabajo como ayudante personal de algún showrunner y, luego, trabajaré duro y haré todo lo que tenga que hacer durante un tiempo. Después de unos años, me ascenderán a guionista, y podré pasarme los días diseñando las tramas y creando los personajes que siempre he querido ver en televisión. Y después, cuando llegue a los treinta y tantos o así, habré demostrado ser capaz de tener mi propia serie. Seré Bex Phillips, la showrunner.

      Al menos, ese es el plan. Mi madre siempre dice: «Las casas necesitan planos y los sueños necesitan un plan».

      Compruebo una vez más el mapa en el móvil. Me queda una manzana. Levanto la vista justo cuando me cruzo con dos personas guapísimas, de piernas largas y pelo de colores. Una de ellas lleva una camiseta que dice BI A TOPE. La otra, una chaqueta vaquera cubierta de botones con la bandera trans. No se dan cuenta de que me he quedado mirando: están demasiado enamoradas. Van de la mano y se ríen, y eso me llena de tanta esperanza y alegría que me quedo embelesada.

      Este es mi hogar.

      Cuando giro por la calle donde vive Parker, sigo sonriendo. Es una calle con palmeras. El cielo es de un azul sin mácula. Siento que me he colado en una postal, pero cuanto más me acerco al edificio que busco, más me estreso.

      He llegado a Los Ángeles, lo que significa que ya no tengo excusas. ¿Puede ser que una parte de mí nunca creyera que llegaría tan lejos? ¿Me sentía más segura cuando soñaba con algo tan enorme que pensaba que no se haría realidad? ¿Qué hago ahora que sí lo es?

      A ver, que no soy la primera persona de dieciocho años en bajarse de un autocar en L.A. con una maleta llena de sueños. Todos hemos oído esas historias de jóvenes llenos de esperanza que llegan a Hollywood en busca de fama y fortuna, pero esta ciudad tiene fama de ser muy dura para los recién llegados. Podría comerme viva. Podría acabar regresando a Westmill con el rabo entre las piernas y los sueños hechos trizas. Dios, a los imbéciles del instituto les encantaría.

      El corazón comienza a disparárseme. Me resbalan gotas de sudor por la espalda, y no estoy segura de si es por el calor de California o porque de repente tengo ansiedad.

      Tener posibilidades infinitas… es mucha presión.

      Caminar por las calles de mis héroes… es mucho para estar a la altura.

      Dejar de soñar y pasar a la acción… es mucha responsabilidad.

      Madre mía. Está sucediendo de verdad. Estoy aquí. Y ahora todo depende de mí.

      No puedo cagarla.

      2

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      —Venga, tía, no me seas —mascullo—. Por favor.

      Estoy hablándole a una puerta. Una puerta naranja con un 16 de color verde desteñido clavado justo encima de la mirilla. Y estoy hablando con ella porque, por mucho que lo intente, no se abre. Meto la llave en la cerradura por quinta vez, la sacudo e intento girarla, pero no cede. Me duelen los dedos de intentar abrir.

      —Hija de… —gruño.

      Me paro e inspiro hondo. Hace demasiado calor para esto. Dejo caer la mochila en el felpudo de bienvenida y me siento en la maleta.

      Saco el móvil de la mochila y le envío un mensaje a Parker:

      Bex: oye, creo que la llave que me dejaste bajo el felpudo no sirve.

      Parker: qué?

      Bex: la puerta no se abre.

      Parker: 1 seg

      Oigo pasos que suben por las escaleras y, un momento después, aparece Parker.

      —¡Holaaa!

      No.

      No, se suponía que aún no iba a estar aquí.

      Yo iba tener tiempo de ducharme y sacar mis cosas primero.

      Él llegaría a casa y yo ya estaría dentro, limpia y descansada y despierta y completamente preparada para decirle: «Soy lesbiana».

      —¿Hoy no tenías clientes todo el día? —le pregunto.

      Viene tirando de su maletín de maquillaje: las ruedas hacen mucho ruido sobre el hormigón.

      —Me he escapado. ¡Quería darte una sorpresa!

      —Ah, ¡qué guay!

      Me olvido de mi decepción para disfrutar de volver a verlo después de tanto tiempo. La última vez que lo vi en persona fue justo antes de que él cogiera un avión de Seattle a Los Ángeles, con la frente brillante de sudor por los nervios. Eso fue hace tres años. Acababa de graduarse del instituto y se mudaba a Hollywood para formarse como maquillador. Ahora se le ve radiante y, por alguna razón, sigue aparentando dieciocho años, aunque ya tiene casi veintidós. Tiene la piel bronceada por el sol de California y los dientes más blancos, pero sigue siendo mi primo, el payasete. Lo veo en sus ojos, húmedos por las lágrimas.

      —Te lo dije —asegura mientras me da un abrazo de oso—. Te dije que un día vendrías tú también. ¡Y aquí estás!

      —Aquí estoy —respondo con una sonrisa emocionada.

      Me aprieta los brazos a cierta distancia para poder mirarme mejor.

      —Cómo me alegra que hayas dejado de alisarte el pelo —comenta, dando un tironcito a las puntas de mis rizos, que me llegan hasta los hombros. Son rojizos, igual que los suyos antes de que se los decolorase y pasaran a ser blancos.

      —No te me acerques demasiado. —Le aparto los mechones de los dedos—. Apesto.

      Pasarse la noche entera en un autocar con el aire acondicionado estropeado no te hace oler a rosas, que digamos. Él hace una mueca de asquete y se saca las llaves del bolsillo.

      —No iba a decir nada, pero telita. —Mete la llave en la cerradura—. Este coso tiene truco, mira.

      Me fijo en que tira del picaporte, mueve la llave y empuja con el pie la esquina inferior de la puerta, que se abre con un ruido sordo y un crujido.

      —Parece muy complicado —digo, echándome la mochila al hombro.

      Parker se encoge de hombros.

      —Bienvenida a Los Ángeles.

      Le sigo al interior de la casa y dejo las maletas en el futón cubierto de cojines que me servirá de cama durante el mes siguiente, como poco. Parker da unas vueltas juguetonas sobre sí mismo en mitad del salón.

      —Y bien, ¿qué piensas de mi nidito de soltero?

      La fachada del edificio es vieja, está pintada de un rosa descolorido y parece sacada de los setenta, pero el interior es moderno, elegante y muy Parker. Fotos enmarcadas de figuras clásicas de Hollywood adornan las paredes grises: Marlon Brando, James Dean, Sidney Poitier… Hay una estantería de metal llena de Polaroids de Parker y sus amigos entre montones de libros de maquilladores como Kevyn Aucoin y Bobbi Brown. Parker trabaja de maquillador y estilista autónomo, sobre todo gracias a la aplicación Glamsquad, pero últimamente