para su época y un flujo de personas importantes llegó a observar esta pequeña comunidad. Abrió una guardería, una de las primeras de Gran Bretaña, y la llamó Instituto para la Formación del Carácter. Disminuyó las horas laborales y alentó a sus empleados a mantenerse ellos mismos y a sus casas limpios y a no beber demasiado. Con el fin de promover buenos hábitos laborales, Owen colgó frente a cada trabajador un «monitor silencioso», un cubo de madera con cada lado pintado de un color diferente. Cada color representaba el comportamiento del obrero: blanco para excelente, amarillo para bueno, azul para regular, negro para malo. Un supervisor giraba el cubo de acuerdo con lo bien que lo estaba haciendo el trabajador ese día y los colores de cada uno se registraban en un «libro de carácter». Cuando los trabajadores eran vagos, en vez de gritarles, el supervisor simplemente ponía el cubo en negro. Al principio los cubos mostraban negro y azul. Con el tiempo hubo menos negros y más amarillos y blancos.
Posteriormente, Owen fundó una comunidad en New Harmony, Indiana. Era aún más ambiciosa que la de New Lanark, un pueblo de granjas, talleres y escuelas que, según creía Owen, ofrecería una alternativa completa al capitalismo. Científicos, maestros y artistas que codiciaban una mejor vida llegaron en manada de todas partes de Estados Unidos y Europa (varios granujas y excéntricos también acudieron). Desafortunadamente, los escritores y los pensadores que llegaron, si bien eran buenos para escribir y pensar, no lo eran tanto para cavar zanjas y cortar madera. Los granujas evitaron el trabajo por completo. Pronto las personas comenzaron a discutir y el experimento fracasó. De viejo, Owen se interesó por el espiritismo, la moda victoriana de comunicarse con los muertos. Habló con William Shakespeare y con el duque de Wellington, y pensó que la nueva sociedad surgiría con la ayuda de los fantasmas de los grandes hombres del pasado. En última instancia, hombres como Owen y Fourier deseaban una economía que elevara la condición espiritual de las personas —y no solo la material—, aun si no sabían exactamente cómo hacer que ocurriera.
Un ambicioso aristócrata francés, de nombre Henri de Saint-Simon, sintió esta añoranza con una intensidad particular. Saint-Simon (1760-1825) tenía grandes ambiciones desde joven y creía ser la reencarnación del mismísimo Sócrates. De niño, cada mañana lo despertaba un sirviente diciéndole: «¡Levántese, monsieur le comte, tiene grandes cosas que hacer hoy!». Su primera obra estuvo dirigida «a la humanidad». Luchó en la Guerra de Independencia de Estados Unidos y pasó un año en la cárcel durante la Revolución Francesa. Tras su liberación logró enriquecerse comprando tierras de la Iglesia, pero en unos cuantos años acabó con todo su dinero. Más tarde intentó suicidarse, profundamente molesto ante lo que percibía como una falta de reconocimiento de sus ideas.
Saint-Simon creía que los seres humanos talentosos, no los príncipes y los duques, debían gobernar la sociedad. Todos debían permitir que los demás humanos florecieran y se desarrollaran lo mejor que pudieran. Habría diferencias entre ellos, pero debido a sus distintas habilidades, no por nacimiento. Ya no se explotarían entre sí, sino que en su lugar explotarían juntos la naturaleza, utilizando principios científicos para enriquecer a la sociedad. En la cima estarían los científicos y empresarios industriales que dirigirían la economía como un solo taller nacional. Bajo ellos, los obreros actuarían en conjunto con espíritu de cooperación. El Estado crearía una sociedad industrial que sería compasiva y estaría libre de pobreza.
Al final de su vida, Saint-Simon publicó Nuevo cristianismo (The New Christianity), que convirtió su visión en una religión para la era industrial. Después de su muerte, sus seguidores establecieron iglesias. Usaban pantalones blancos, una camiseta roja y una túnica azul: blanco para el amor, rojo para el trabajo y azul para la fe. Pensaron en un chaleco hecho de tal manera que solo se pudiera poner con la ayuda de alguien más, que simbolizaría los vínculos de hermandad entre los humanos. No resulta sorprendente que los parisinos curiosos visitaran los retiros de los sansimonianos para observarlos boquiabiertos.
Fourier, Owen y Saint-Simon consideraban que los mercados y la competencia no eran el camino a una buena sociedad. Es por esto por lo que en ocasiones se los considera como los inventores del socialismo, una alternativa al capitalismo que probaron algunos países durante los siglos posteriores. En el socialismo, los individuos no son dueños de recursos en la forma de propiedad privada, sino que en su lugar son compartidos de tal modo que todo el mundo tiene un estándar de vida similar. No obstante, estos pensadores tenían una amalgama de ideas, y no todas ellas eran compatibles con lo que actualmente consideramos parte del socialismo. Por ejemplo, algunos defendían que la propiedad privada estaba bien mientras no provocara grandes diferencias sociales.
Sin embargo, todos ellos creían que un mundo perfecto (una utopía) podía crearse si se apelaba a la razón y la buena voluntad de las personas. Estaban en contra de la revolución y el conflicto entre ricos y pobres. Su esperanza de un cambio pacífico desapareció a causa de una serie de revoluciones que estallaron en toda Europa a mediados del siglo XIX. No solo eso, sino que sus planes parecían ingenuos después de los escritos revolucionarios de Karl Marx, de quien hablaremos en el décimo capítulo y quien fue el crítico más famoso del capitalismo. Si bien lo influyeron, Marx consideraba a Fourier, Owen y Saint-Simon soñadores que imaginaron nuevos mundos pero que no sabían cómo llegar a ellos. Un mejor mundo no aparecería apelando a la buena voluntad de las personas, dijo Marx. El conflicto entre los obreros y sus jefes debería volverse tan feroz como para desencadenar el colapso del capitalismo y una poderosa revolución. La nueva sociedad no surgiría de forma armoniosa, sino con gran alboroto y agitación.
9
DEMASIADAS BOCAS
En el cuento de Charles Dickens Cuento de Navidad (A Christmas Carol) nos encontramos con el avaro más malhumorado: Ebenezer Scrooge. En la víspera de Navidad, está sentado en su oficina contando su dinero y refunfuñándole a su empleado, quien quiere pasar el día de Navidad con su familia. Dos caballeros entran y le piden unos peniques para comprar carne y bebida para los pobres. Scrooge les frunce el ceño y los echa del despacho. Refiriéndose a los pobres, les dice a los visitantes mientras se van: «Si prefieren morirse, que lo hagan; es lo mejor. Así disminuiría el excedente de población».
Previamente hablamos de un genio financiero y gran economista británico, David Ricardo, y de su buen amigo el clérigo Thomas Malthus. A Malthus no se le daba tan bien ganar dinero como a Ricardo, pero resultó ser tremendamente bueno elaborando teorías económicas que hicieran que las personas se replanteasen las cosas. Fue el primer profesor de Economía de la historia, destinado en 1805 al East India College, que preparaba funcionarios para la Compañía Británica de las Indias Orientales, famosa compañía comercial británica. Las ideas de algunos pensadores no son reconocidas mientras están vivos, pero las de Malthus sin duda lo fueron. Poco antes de que Dickens escribiera su cuento, Malthus alcanzó la fama con una doctrina económica que lo hizo ser considerado el Scrooge de la Economía, el promotor de una teoría en verdaderamente cruel y miserable. Malthus temía el crecimiento continuo de la población: más personas significaban más pobreza, según aseveraba. Lo único que provocaría el crecimiento de la población sería condenar a un número cada vez mayor de personas a una existencia precaria. Además, no había ninguna razón para intentar ayudar a los pobres porque solo empeoraría la situación.
Los pensadores económicos previos no habían compartido el pesimismo de Malthus en cuanto a las consecuencias de la superpoblación. Los mercantilistas, en cambio, estaban a su favor. Creían que las grandes poblaciones ayudaban a las naciones a triunfar ante rivales extranjeros, pues una gran fuerza laboral que trabaja a cambio de salarios bajos permite a los fabricantes producir bienes baratos para vender en el extranjero. Además de que un ejército y una marina grandes hacen posible defender las rutas comerciales.
Después de los mercantilistas, los utopistas —Charles Fourier, Robert Owen y Henri de Saint-Simon— defendieron que las personas no estaban condenadas a la pobreza. Ante todo, creían en el progreso. Consideraban que si las personas se ayudan entre sí, la pobreza y la miseria se podrían erradicar. El padre de Malthus, Daniel, admiraba a los utopistas y creía que sus ideas eran la clave para una mejor sociedad. Malthus estaba en profundo desacuerdo,