Isabel Sanfeliu

Hilos que tejen la RED


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como network o retículo, idea retomada por Foulkes para referirse a la estructura del grupo: el individuo forma parte de una trama social, como igualmente recuerda Carlos Sluzki. En este maremágnum arraiga el concepto de red social virtual que marca el arranque de nuestro siglo XXI.

      También se hubiera podido titular esta obra Hilos que tejen la vida. En el fondo, homeostasis y prevalencia1 son motor tanto de la dinámica vital como de la que mantiene a la Red, siempre que contemplemos estos conceptos en toda su complejidad.

      Si no hay pregunta, no puede haber conocimiento, propuso Gaston Bachelard (Le nouvel Esprit Scientifique, 1934); el auténtico espíritu científico se manifiesta sobre todo en la actitud de reconocer y plantear preguntas. Nada está dado. Todo se construye.

      A la hora de adentrarnos en la Red, empezaremos por recordar su función en origen: conectarse para transmitir y recibir información. Esto conduce a evocar el mundo epistolar del siglo pasado, generador de imaginarios a partir de lo que sus líneas permitían entrever. En la actualidad diría que ante los chats —con su despliegue exhibicionista— y la política del miedo (imperio de la vigilancia, etc.) surgen actitudes reactivas de repliegue y rechazo de todo tipo de tecnología. Por eso me parece importante empezar por la comunicación: tanto como elemento necesario para estructurar un lenguaje —por ende, un sujeto— como su evolución hacia un espacio lúdico y placentero.

      Nuestra consulta es un espacio privilegiado para observar cómo las tradiciones no se borran con la facilidad que muchos pretenden; machismo y homofobia, por ejemplo, agitan el subsuelo de las mentes más progresistas. El hecho de que los cambios sociales se precipiten a tanta velocidad superpone generaciones con identidades cuestionadas en muchos ámbitos.

      Un aspecto en el que también nos detendremos es la repercusión de la Red en la identidad corporal, que va de la mano del tipo de vínculo afectivo del que se quejan muchas adolescentes (en mi experiencia, más ellas que ellos).

      Creo, por último, inevitable incorporar formas diferentes de aprehender la globalización para adentrarnos en esta pequeña y desconcertante jungla. Nos preguntamos si la curiosidad que abre el mundo a un sujeto y los ideales que le forjan como tal podrán vencer al escepticismo, el engaño y la impotencia imperantes.

      El panorama es confuso, los resortes que modulan esta dinámica son impredecibles, no hay una mano que gobierne la tramoya, aunque muchos lo pretendan. No todo cambia tanto como parece, me niego a adscribirme a cómodos argumentos alarmistas y creo que vivimos un momento enormemente fructífero para ejercer el muy placentero y vertiginoso juego que nos define como especie.

      Menudearán por estas páginas unos pequeños avatares que imaginé a modo de alter ego con los que establecer monodiálogos, como diría Unamuno…

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      NOTAS

      1 «La prevalencia asegura que la vida se regule dentro de manera que no solo sea compatible con la supervivencia, sino que contribuya también a la prosperidad, a una proyección hacia el futuro de una vida o una especie» (A. Damasio, 2018, p. 44).

      El objetivo de la comunicación es favorecer la supresión de toda certeza.

      M. PERNIOLA, 2004, p. 128

      Antes de articular palabra, antes incluso de percibir su entorno más allá de las primeras miradas que se le dedican, el instinto de supervivencia incita al humano a negociar con el afuera. La comunicación se estrena de la mano de la necesidad, templando piel con piel; ojos que tantean enfoques, omnímodo pezón que vehicula inquietud, sacia y permite su añoranza. Un mundo por estrenar, del que apoderarse y al que temer, y en el que nos construimos sujetos sin conciencia de ello. En esta travesía, «el ojo del otro y el otro parlante son totalmente indispensables para que se dé un lenguaje propio», en el decir de Bonnet (1981, p. 90). Un lenguaje propio traduce reflexión y pulsiones, va más allá de cuestiones prácticas, como incidir en el comportamiento de otros, aunque revierta en última instancia.

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      Pero, si nos adentramos en el terreno virtual, hay un aspecto de la misma que aparece muy relegado: la musicalidad de las palabras, el tono, un elemento básico que matiza y clarifica mensajes que podrían representar opuestos, emitidos con distinto acento.

      Ciertas configuraciones rítmicas acompañan al humano incluso antes de poder ser nominado como tal; «no resulta creíble un pasado prehistórico silencioso», apuntó Steven Mithen (2005, p. 47).

      La música no es algo accesorio, ni mucho menos, en todas las culturas es una actividad de grupo que cumple una función en la comunidad, informa sin palabras de alarmas o triunfos. Los cantos compartidos, acompañados habitualmente de danzas, están al servicio de la paz y de la guerra; algo ancestral sigue vigente tras el tañido de cualquier instrumento.

      El tipo de vida de los neandertales exigía rápida toma de decisiones y cooperación en grupo para poder sobrevivir y conseguir logros culturales sin precedentes; poseían un grado de control respiratorio tan preciso como el requerido para el lenguaje humano moderno, pero faltaban circuitos neuronales para segmentar enunciados holísticos en unidades discretas combinables entre sí —el acceso al pensamiento simbólico y, en última instancia, a la expresión hablada.

      En suma, la comunicación comenzó con gestos y voces referidas a acontecimientos concretos, y la evolución del lenguaje se alcanzó con el segundo momento de expansión del cerebro.

      Podemos imaginar que las primeras tertulias se dieron en torno al fuego tras duras jornadas de caza. Kevin Power (Primordial origins of Group Analysis, 2017) plantea este chismorreo como sustituto del grooming animal, una forma de organizar sociedades dispersas. Fernández-Armesto también recoge esta hipótesis: «Quizá el habla surgió como alternativa al rito de despiojarse unos a otros» (2015, p. 152). El mismo autor apunta que el lenguaje se originó como un sustituto del cortejo al crecer el tamaño de las comunidades de homínidos.

      Arrullo, nana, cántico… voz.

      La voz, la voz que es el signo aéreo del pensamiento y por ello del alma, que instruye, predica, exhorta, ruega, alaba, ama, a través de la cual se manifiesta el ser en la vida, casi palpable para los ciegos, imposible de describir porque es muy ondulante y diversa, demasiado viva, precisamente, y encarnada en demasiadas formas sonoras… Esa voz que no puede tocarse, que no puede verse, la más inmaterial de las cosas terrestres, aquella que más se parece a un espíritu (Marcel Schwob, El terror y la piedad, Libros del Zorzal, 2006, p. 77).

      No puedo expresar mejor la potencialidad de la entonación, que desaparece en el entramado de conexiones virtuales. Cierto que tampoco acompaña a la correspondencia postal, pero en esta hay tiempo para evocarla, no está tan presionada por la inmediatez. Son obvias las muchas ventajas de los nuevos intercambios, pero inevitablemente hay pérdidas en el camino.

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      ¡Es tan habitual que las respuestas se pierdan en el aire para dar paso al torrente de palabras de quien parecía interesado por su pesquisa!

      Pero vayamos a la Red: dejando a un lado indagaciones en solitario para obtener datos o el intercambio con personas de un círculo cercano, uno de los grandes objetivos del internauta es lograr el mayor número posible de visitas, pura propaganda de uno mismo para lucir contactos cual condecoraciones. ¿Dónde queda el sujeto, su voz? En una época en la que el silencio es un bien escaso, menudean los diálogos enmudecidos de mensajes mecanografiados; no son nuestras voces las que nutren la contaminación acústica sino nuestra actividad.