con una dieta a base de carne y sangre, o eso era lo que se decía. Clay había conocido a unos pocos caníbales que preferían un buen pollo asado a los carnosos cuartos traseros de un desafortunado aventurero, pero en la Tierra Salvaje era mucho más probable encontrarse desafortunados aventureros que pollos.
La mole estaba envuelta en pieles exóticas y del hombro le colgaba un cuerno que bien podría haber sido un diente de dragón que alguien ahuecó para convertirlo en un instrumento. Se mofó del público con aspavientos frenéticos y luego le dio un soplido largo y profundo al cuerno. A Clay le recordó el ulular del viento en los lugares altos o el sonido de una criatura herida que gime en la oscuridad.
Después del hombre venían los trasgos. Eran dos filas de seis, y todos tenían las manos atadas y estaban unidos los unos a los otros con cadenas que culebreaban por el barro como serpientes metálicas. Tenían el aspecto esquelético de un mendigo, pero aun así no dejaban de moverse. Gritaban y bramaban sandeces a la multitud, y no parecía importarles que la gente les tirase tomates enormes o pescados podridos.
“Seguro que se mueren de hambre —supuso Clay—. Se les caerá la baba cuando huelan las ratas chamuscadas”.
Detrás de ellos iba el jefe de guerra Pulmón Achacoso, cubierto de plumas y con un rostro tan maltratado y magullado que resultaba feo incluso para ser un trasgo.
Las Hermanas del Metal sí que no eran para nada lo que esperaba. Clay había peleado junto a muchas mujeres guerreras en sus tiempos, pero estas tres no se parecían en nada a las demás. El pelo les caía en tirabuzones y lo llevaban recogido con cintas de vivos colores. Estaban maquilladas con lápiz de ojos y tenían los labios pintados de un rojo que recordaba a las rosas. ¡Y su armadura! Parecía frágil como la porcelana, diseñada para presumir en lugar de para protegerlas de la hoja de una espada o de la punta perforante de una flecha. Iban al trote con un trío de yeguas de un blanco prístino cuyas bardas plateadas relucían como espejos.
Uno de los que estaban delante silbó a una de las Hermanas al pasar. Oh, oh. Clay hizo un mohín y se preparó para verlo tragar barro, pero en lugar de eso la mujer sonrió y le lanzó un beso volado.
—Pero ¿qué coño? —preguntó Clay a nadie en particular.
Gabriel agitó los hombros a su lado.
—Sí, así están las cosas ahora, tío. Te lo dije. Mucho espectáculo y poca sustancia —resopló, y cabeceó en dirección a los trasgos—. Seguro que han comprado a esa pobre escoria en una subasta.
El desfile siguió avanzando. Ahora le tocaba el turno al botín cosechado por los Cabalgatormentas durante su gira por la Tierra Salvaje. Un grupo de hombres marchaba portando reliquias del Dominio: espadas melladas y armaduras de escamas oxidadas que habían conseguido recuperar de antiguos campos de batalla.
El desfile continuó con un carro tirado por bueyes y cargado con los restos destrozados de uno de los autómatas rúnicos de Conthas. Habían unido los pedazos para que el público apreciara lo enorme que había sido el gólem cuando estaba con vida.
—Es impresionante —dijo Clay—. Tiene que ser muy difícil acabar con uno de ellos.
Cuatro hombres con una buena armadura escoltaban a un trol desgarbado al que habían reducido con unos grilletes de acero. Le habían cercenado los brazos a la altura de los hombros y luego tapado el muñón con unas cubiertas de plata para evitar que volviese a regenerarlos. Dos de los hombres llevaban antorchas y las usaban para controlar a la bestia cuando sus ojos negros como el carbón se quedaban mirando demasiado tiempo a alguien, como si lo encontrara muy apetitoso.
Después le tocó el turno a un mono enorme con rayas negras como las de un tigre. La mujer que le sostenía la correa sonreía, saludaba y a veces extendía el brazo para acariciar al simio. La criatura también sonreía con las caricias, sin duda enamorado de su cuidadora.
Se hizo un extraño silencio entre la multitud. Clay miró a la derecha y vio que se aproximaba otro carro. Era casi tan ancho como la calle, contaba con diez ruedas y tiraban de él seis bueyes. Las barras de acero de la jaula que llevaba encima eran más gruesas que la pierna de un hombre y se distinguía algo en su interior, parecía un pelaje denso y el destello metálico de unas escamas...
—Por los infiernos de la Madre Escarcha. —Gabe puso una mano firme sobre el hombro de Clay.
Y luego Clay vio por sí mismo lo que los Cabalgatormentas habían traído de la Tierra Salvaje. Era una quimera. Y estaba viva.
Clay tragó saliva a duras penas. Sintió una punzada en las entrañas que bien podría haber sido miedo, emoción o ambas cosas. Fuera lo que fuese, era algo que no sentía desde hacía mucho tiempo. En una ocasión había oído decir a alguien (seguramente a Gabe) que aunque la mayoría de las criaturas nacían solo para vivir, había otras que solo nacían para matar. Y las quimeras pertenecían a ese último grupo.
Estaba claro que la de la jaula estaba drogada. Se movía despacio y con torpeza. Su cola serpentina recorría los barrotes de su estrecha prisión. En la espalda llevaba plegadas unas alas que podían llegar a ensombrecer una casa. De sus tres cabezas, león, dragón y carnero, solo la de dragón parecía interesada en lo que ocurría a su alrededor. Tenía las fauces apresadas bajo un bozal de acero, y las volutas de humo que surgían de sus fosas nasales ocultaban los ojos amarillos y entornados que acechaban entre los barrotes como si fuese ella la que estuviese libre y contemplara a sus presas enjauladas.
—¿Por qué no la han matado? —preguntó Gabriel.
Clay había pensado lo mismo, y se limitó a negar con la cabeza, sorprendido.
—Por el espectáculo —dijo.
Después del enorme carro venían los Cabalgatormentas al fin. Eran cinco y se encontraban sobre una plataforma con cortinas colmada de tesoros. Había cofres abiertos de los que rebosaban joyas y gemas, y las monedas relucían a montones delante de ellos. Por si la banda, que estaba bien armada, no era suficiente para disuadir al público de abalanzarse sobre los tesoros del carro, había toda una escolta de piqueros cuyos ceños fruncidos y largas lanzas servían además para mantenerlos a raya. En el carro también viajaban varias mujeres vestidas como ninfas, que era casi lo mismo que decir que iban desnudas, y que lanzaban puñados de monedas de cobre por el borde hacia el público. Clay se percató de que las monedas de oro y de plata estaban a buen recaudo en el centro de la plataforma.
Al principio, a Clay la banda le resultó bastante joven, hasta que recordó que él mismo tenía poco más de dieciocho años cuando se lanzó a los caminos con Gabe. La armadura de los hombres al menos parecía funcional, aunque era más llamativa de lo que debiera, y reparó en que llevaban más maquillaje que las Hermanas del Metal. También vio a un gran número de jovencitas que se habían abierto paso hasta la primera fila para luego empezar a gritar como histéricas al paso de los miembros de la banda.
Clay sonrió sin querer al recordar la primera vez que sus compañeros de banda y él habían desfilado con el botín de su gira por la Tierra Salvaje Primigenia por esa misma calle. Lo cierto es que tampoco es que pudiera recordar demasiado, ya que todos estaban borrachos hasta la inconsciencia. Moog se había pasado casi todo el desfile durmiendo y Matrick se había caído del carro a la multitud y había desaparecido durante tres días.
—Ya tengo suficiente —dijo Gabriel. De repente parecía molesto, y Clay se cuestionó si la envidia le habría agriado el ánimo—. Salgamos de aquí antes de que la multitud se desmadre. Vamos a hablar con Kallorek.
Clay movió el cuello para aliviar el dolor de haber pasado la última media hora mirando hacia el oeste.
—Claro. ¿Dónde está?
Gabe señaló la colina meridional y el templo en construcción que se encontraba en la cima. Frunció el ceño como alguien que contempla el nudo corredizo con el que están a punto de ahorcarlo.
—Ahí arriba.
7
Nadando con tiburones
En medio de la