Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión española)


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qué coño quiere esto? —preguntó Clay.

      Gabriel no respondió. Había vuelto a quedarse en silencio, sentado en una silla de mimbre que había junto a la orilla del estanque y atosigado por sus pensamientos. Clay supuso que era lo normal, ya que habían venido a suplicar a Kallorek que le devolviese la espada, lo que ya habría sido incómodo de por sí aunque el antiguo agente no estuviese también en posesión de otra cosa que también había pertenecido a Gabe en el pasado: su mujer, Valery.

      Aún no la habían visto, pero sí que habían oído su voz cuando un sirviente los guio hasta aquel lugar y les dijo que esperasen. Gabriel se quedó de piedra al oírla, como un ratón aterrorizado por el ulular de un búho.

      Una de las muchas cosas buenas que Clay había aprendido de su mujer era la de ver siempre el lado bueno de las cosas, pensar que, por muy mal que fuera todo, siempre había alguien en algún lugar que seguro lo estaba pasando peor. Solo tuvo que mirar los hombros encorvados de Gabe y fijarse en los movimientos breves y cargados de preocupación de los dedos que descansaban sobre su regazo para sentirse el hombre más afortunado de la sala.

      Al menos hasta que llegó el propio Kallorek. El agente estaba envuelto en una túnica añil de una seda tan fina que parecía fluir como el agua sobre su voluminosa panza. Colgadas alrededor del cuello llevaba varias cadenas de oro que parecían muy pesadas. En cada uno de sus dedos relucía un anillo coronado por una llamativa gema, parecida a las que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Clay había visto a reyes con menos adornos encima.

      —¡Chicos! —El anfitrión consiguió obligar a Clay y Gabriel a que le dieran un abrazo incómodo. Su barba gris y recortada, que antaño estaba áspera como un cepillo para caballos, ahora estaba muy suave, trenzada con maestría y untada con aceites aromáticos. Su rubicunda piel desprendía un aroma a sándalo y a lilas que ocultaba el olor agrio de su sudor, que tenía un deje tan desagradable que algunos habían empezado a llamarlo “el orco”. Sin que él se enterase, claro.

      Kallorek los soltó al fin y luego extendió un brazo para tocarlos a ambos sin dejar de sonreír.

      —Gabe el Gualdo y el mismísimo Mano Lenta —dijo con tono melancólico—. ¡Leyendas vivas de las bandas! ¡Los Reyes de la puta Tierra Salvaje, joder! Se te ve fresco como una lechuga, Cooper. Tú pareces algo cansado, Gabe. ¡Y viejo! Por los dioses de Grandual, tío, ¿qué te pasa? ¿La bebida otra vez? ¿La rasca? No me digas que tienes la puta podredumbre.

      Gabriel intentó responder con una sonrisa, pero fracasó estrepitosamente.

      —Solo estoy cansado, Kal. Y viejo. Y... —Se quedó en silencio y el rostro se le ensombreció aún más—. Tengo que hablar con Valery y... pedirte un favor.

      Kallorek lo miró con recelo por un instante, pero luego volvió a sonreír.

      —Claro, todo a su tiempo. ¡Primero será mejor que te quites toda esa mugre que llevas encima! ¿Queréis que abramos un barril y comamos algo? ¿Tenéis hambre?

      —¡Nos morimos de hambre! —exclamó Clay.

      —¡Era de esperar! —Kallorek dio una palmada con sus manazas—. Venga, a la piscina los dos. Os tendré preparada una buena comilona cuando os hayáis refrescado un poco.

      Al ver que los invitados no hacían amago alguno de moverse, Kallorek señaló el estanque que tenían detrás.

      Clay lo miró por encima del hombro y luego volvió a contemplar a su anfitrión. Se encogió de hombros.

      —La piscina —insistió Kallorek sin dejar de señalar—. Esa piscina de ahí.

      —¿Te refieres al estanque?

      —Me refiero a la piscina —gruñó el agente—. Podéis meteros y nadar un poco.

      Acompañó las palabras con unos aspavientos que hicieron tintinear toda la joyería que llevaba encima.

      Clay examinó el estanque.

      —Pero ¿nadar adónde? —preguntó.

      —¿Cómo que “nadar adónde”? —repitió Kallorek con el ceño aún más fruncido.

      —¿Es una fuente de sanación? —preguntó Gabe. Extendió un poco el brazo e hizo un mohín cuando lo abrió del todo—. Porque diría que tengo el codo un poco...

      —Mira, ¡que le den a tu puto codo! —exclamó Kallorek. Clay se había olvidado de la poca paciencia que tenía el agente. Podía estar dedicándote una sonrisa de oreja a oreja en un momento dado, y un segundo después...—. No es una fuente ni un estanque ni la puta bañera de una nereida. Es una piscina, joder. ¡Una piscina! Sirve para nadar y relajarse.

      Clay sabía muy bien que sugerir a Kallorek que la probara él primero para nadar solo serviría para provocarlo más, pero Gabriel no. Por eso, cuando lo vio abrir la boca para comentarlo, lo empujó con fuerza al agua, donde chapoteó y braceó como un perro para volver al borde.

      La rabia de Kallorek desapareció, y empezó a reír a carcajada limpia con tanta fuerza que acabó enjugándose las lágrimas.

      —Tenías razón —dijo Clay—. Ya me siento mucho mejor.

      Una de las características de Kallorek sobre las que no cabía duda es que era tan vil como un sapo de dos cabezas. Pero otra era que aquel gordo cabrón se las apañaba para comer muy bien.

      La comida dejó a Clay en un estado de casi euforia y desconcierto que agradeció doblemente, porque Valery (que también parecía desconcertada) había decidido acompañarlos a la mesa. No dijo gran cosa, pero sí que se dedicó a soltar una gran cantidad de suspiros y a reír entre dientes de vez en cuando al oír alguna ocurrencia que solo ella encontraba divertida, como cuando oyó el ruido que hicieron dos de sus coles con sirope o el del cuchillo al rechinar una y otra y otra y otra vez contra la miel crujiente que cubría la piel de su enrollado de lomo de cerdo.

      Clay era incapaz de apartar la mirada de las cicatrices medio ocultas que se entreveían debajo de las mangas de su camisa. Gabriel le había dicho que Valery había tenido problemas con la rasca, una droga que se fabricaba con el veneno de los gusanos aturdidores y que se introducía en el cuerpo realizando unos pequeños cortes en la piel de la cara interior de los brazos. Por lo visto aún no la había dejado, porque algunos de los cortes estaban rojos como si fuesen recientes.

      Al verla ahora, Clay casi no podía creer que fuese la misma mujer de la que Gabe se había enamorado hacía tantos años, la mujer que muchos decían que había terminado por ser la única responsable de la ruptura de una de las mejores bandas de mercenarios de la historia de Grandual. No lo era, claro. Ese honor correspondía a otra mujer. Pero aunque Valery no hubiese sido responsable del hundimiento del barco, sí que se había encargado de hacer unos buenos agujeros en el casco.

      Gabe y Val se habían conocido en la Feria de la Guerra, un festival trienal que se llevaba a cabo en las ruinas de Kaladar, uno de los lugares más importantes del Dominio. Durante tres días desenfrenados de finales de otoño, todas las bandas, bardos y agentes de cada uno de los cinco reinos se reunían para luchar, follar y beber hasta la extenuación. Pero Valery había acudido a la feria a modo de protesta. En aquella época formaba parte de una facción llamada los Buenrollistas, que tenía la opinión idealista e impopular de que los humanos y los monstruos podían coexistir en paz. Para demostrar sus puntos de vista, decidieron intentar prender fuego a la enorme caravana de Saga, hogar sobre ruedas que la banda usaba como base de operaciones.

      Se consiguió echar del lugar a los Buenrollistas antes de que pudieran hacer daño alguno a la banda, pero Valery fue secuestrada por Gabriel, quien había insistido en que esta acudiera a la fiesta que iban a celebrar en el interior de la caravana. Clay recordó el ridículo aspecto que tenía una mujer así sentada entre tantos mercenarios curtidos y pendencieros: era alta, muy flaca, con la piel de marfil y un cabello que más bien parecía oro con textura de seda. Llevaba un vestido de tubo y una corona de flores sobre la frente. Clay había comentado que parecía una princesa acompañada por orcos, aunque estaba seguro de que nadie lo había llegado a oír.