Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión española)


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a un grupo de kobolds de una alcantarilla, me da para comprar una cubertería de plata —dijo Kal—. Si consiguen hacerse con el botín de una madre de basiliscos, me da para construir una nueva sección en la casa.

      —O para poner un estanque —apuntilló Clay.

      —Una piscina, querrás decir —corrigió el agente al instante.

      —¿Y qué es lo que he dicho?

      —Has dicho un estanque...

      —¿Dónde está mi espada? —interrumpió Gabe.

      Kallorek frunció el ceño.

      —¿A qué viene eso ahora?

      —Vellichor. ¿Dónde está?

      Kal puso cara de póquer. Daba la impresión de ser un padre que intentaba decidir la mejor manera de imponer su disciplina a un hijo revoltoso. Llegaron ante las enormes puertas de bronce, y el agente abrió una para luego indicar a Clay y Gabriel que lo acompañaran al interior.

      —Por aquí —dijo.

      8

      Kallorek los guió por una capilla abovedada y muy iluminada por unos faroles espejados. Habían quitado los bancos, y el suelo de piedra estaba cubierto por unas alfombras sofisticadas. La estancia estaba desordenada, hasta arriba de estanterías, vitrinas, exhibidores de armas, cofres a rebosar y maniquíes con algunas prendas de armadura, todo colocado sin ton ni son.

      —Perdonad el desorden —dijo Kallorek al tiempo que echaba un buen vistazo al lugar—. Aún estoy intentando encontrar la manera de colocarlo todo. Por cierto, mirad esto. —Cogió un yelmo de la cabeza de un maniquí. Tenía una protección en las mejillas que era alargada y que sobresalía como si fuesen un par de fauces envenenadas—. Perteneció a Liac el Arácnido. El pobre Liac fue devorado por un limo de cripta hace unos años. Esto es lo único que quedó de él. —Kallorek volvió a colocar el yelmo en su sitio y pasó la mano por la cota de malla roja que se encontraba debajo—. El Pellejo de la Contienda, la armadura impenetrable de Jack el Despojador. Dicen que no hay espada ni lanza capaz de penetrarla, aunque a la sífilis no le costó demasiado. Pobre Jack.

      Se dirigió al fondo de la estancia y señaló los artefactos a medida que los nombraba.

      —Ese de ahí es el Arco del Aquelarre, y esos de ahí son los Guanteletes de Earl el Manco. —Kallorek señaló una estantería que había contra la pared—. Esos libros de allí se escribieron antes de la caída del Dominio. Y el mismísimo Budika, el Lobo de Mar de Salagad, calzó esas botas. ¡Tengo tesoros muy preciados! —exclamó—. Pero ninguno tanto como este...

      Señaló una tarima elevada que había al fondo de la estancia, en la que una estatua del Vástago del Otoño se erigía en la oscuridad. El rostro de la estatua había sido alterado con torpeza para parecerse a Kallorek, y aunque llevaba la característica antorcha de Vail en una mano, la hoz de la otra había sido reemplazada por...

      “Una espada”, se percató Clay al mismo tiempo que oía cómo Gabe murmuraba detrás de él.

      —Vellichor.

      Desde donde se encontraban, vieron el tenue resplandor turquesa de la hoja de la espada. Una niebla dispersa flotaba a su alrededor y se agitaba en la punta como el humo de una vela apagada.

      Si su amigo había dado la impresión de estar inquieto al ver a su exmujer, ahora parecía totalmente sobrecogido, con una expresión a caballo entre la sorpresa y la vergüenza, como un padre que contempla la cara de un hijo atado que se ha visto obligado a vender por ser pobre. Gabriel habló con voz quebrada y vacilante.

      —Dijiste que podía recuperarla. Dijiste que si llegaba a necesitarla de verdad... —Tragó saliva, y Clay vio que los ojos habían empezado a llenársele de lágrimas—. La necesito, Kal. De verdad.

      Kallorek se quedó un rato en silencio mientras palpaba con gesto distraído uno de los pesados medallones que le colgaban del pecho.

      —¿Te dije eso? —preguntó con una inocencia y un apocamiento conmovedores—. No me suena. Sí que recuerdo haber pagado una buena suma de dinero por esa espada. Lo suficiente como para saldar tu deuda con el gremio de mercenarios. Diría que la merezco. De hecho, diría que ahora es mía de pleno derecho.

      —Dijiste que si...

      El agente hizo un gesto desdeñoso.

      —Sí, sí, ya me lo has dicho. Pero, como también acabo de decir yo, lo cierto es que con el tiempo le he cogido mucho cariño. Las espadas de los druin no crecen en los árboles, ¿sabes? Y esa mocosa tuya me robó un par antes de irse. Dudo que vuelva a verlas.

      —Kal, te prometo que... —empezó a decir Gabe, pero Kallorek volvió a interrumpirlo.

      —Y ahora me pides que te preste la que posiblemente sea una de las armas más codiciadas de todo Grandual para... ¿Para internarte con ella en la puta Tierra Salvaje Primigenia? Pasarán años antes de que alguien encuentre tus huesos y me la devuelva. —Cruzó sus brazos peludos—. No. Creo que será mejor que se quede donde está.

      Gabriel se acercó al agente mientras un ligero atisbo de rabia empezaba a columbrarse en su rostro.

      —Mira, tú...

      Apenas había dicho esto cuando un par de constructos de hombros anchos se abalanzaron desde las sombras de los rincones cercanos. Cada uno de los gólems le sacaba dos cabezas a Clay, aunque eran mucho más pequeños que los que habían visto en el desfile de los Cabalgatormentas. Ambos eran del negro mate del basalto envejecido y tenían unas runas verdes esculpidas en las cuencas de los ojos que titilaban resplandecientes, como si obedeciesen una orden que alguien les hubiese dictado en silencio. El cristal de las vitrinas traqueteó cuando se movieron para interceptar a Gabriel. Estaban a dos zancadas de él cuando Kallorek levantó una mano.

      —Quietos —dijo el agente, y Clay se dio cuenta de que sostenía el medallón con el que había estado jugueteando hacía un momento, donde relucía una runa idéntica a la que los gólems tenían grabadas en las cuencas. Los autómatas se detuvieron de inmediato y se quedaron inertes—. ¿Qué te parece si lo hacemos así, Gabe? Vellichor es tuya si eres capaz de hacerte con ella.

      Gabriel tardó un momento en apartar la vista del gólem que tenía más cerca.

      —¿Lo dices en serio?

      —Muy en serio —respondió Kallorek al tiempo que se apartaba con un ademán ostentoso. Volvió a sonreír, pero en esta ocasión no había júbilo alguno en su gesto. Clay recordó que Kallorek había sido un criminal cualquiera en su juventud. Su naturaleza tosca le había servido bien para trabajar como agente que en ocasiones necesitaba extorsionar para conseguir que le pagaran los que no estaban dispuestos a cumplir los contratos. Esa inclemencia era una característica que en el pasado les había resultado útil, pero que ahora empezaba a resultarle muy desagradable.

      —Venga —insistió Kallorek—. Toda tuya.

      Gabriel avanzó con cautela. Se tropezó con la esquina de un sarcófago bañado en oro y estuvo a punto de caer al suelo.

      El agente rio con disimulo.

      —Cuidado. Dentro de ese sarcófago está Kit el Inmortal. Está muerto como una piedra, pero camina y habla como si nada. De hecho, habla demasiado y me dio una buena razón para encerrarlo ahí.

      Gabriel subió los escalones de la tarima de uno en uno. Al llegar a lo alto, se volvió para mirar atrás. Clay se limitó a asentir porque no se le ocurrieron palabras inspiradoras. Tenía muy claro que Gabe no iba a poder arrancar la espada de las manos de la estatua, y estaba claro que Kallorek pensaba lo mismo.

      Pero Gabriel era una persona que siempre encontraba la manera de sorprender a los demás. Que Clay estuviese allí con él en lugar de con su mujer y su hija era prueba fehaciente de ello.

      Gabe empezó tirando con fuerza de la hoja. Al ver que no