el Lobo de Mar de Salagad, calzó esas botas. ¡Tengo tesoros muy preciados! —exclamó—. Pero ninguno tanto como este... —dijo señalando una tarima elevada que había al fondo, en la que una estatua del Vástago del Otoño se erigía en la oscuridad. El rostro de la estatua había sido alterado con torpeza para parecerse a Kallorek, y aunque llevaba la característica antorcha de Vail en una mano, la hoz de la otra había sido reemplazada por...
“Una espada”, se percató Clay al mismo tiempo que oía cómo Gabe murmuraba detrás de él.
—Vellichor.
Desde donde se encontraban, vieron el tenue resplandor turquesa de la hoja de la espada. Una niebla dispersa flotaba a su alrededor y se agitaba en la punta como el humo de una vela apagada.
Si su amigo había dado la impresión de estar inquieto al ver a su exmujer, ahora parecía totalmente sobrecogido, su expresión era una mezcla de sorpresa y vergüenza, como un padre que contempla la cara de un hijo que la pobreza lo ha obligado a vender como esclavo. Gabriel habló con voz quebrada y vacilante.
—Dijiste que podía recuperarla. Que si llegaba a necesitarla de verdad... —tragó saliva, y Clay vio que los ojos habían empezado a llenársele de lágrimas—. La necesito, Kal. De verdad.
Kallorek se quedó un rato en silencio mientras palpaba con gesto distraído uno de los pesados medallones que le colgaban del pecho.
—¿Te dije eso? —preguntó con una inocencia conmovedora—. No me suena. Sí que recuerdo haber pagado una buena suma de dinero por esa espada. Lo suficiente como para saldar tu deuda con el gremio de mercenarios. Diría que la merezco. De hecho, diría que ahora es mía de pleno derecho.
—Dijiste que si...
—Sí, sí, ya me lo has dicho —replicó el agente con un gesto desdeñoso—. Pero, como también acabo de decirte, lo cierto es que con el tiempo le he tomado mucho cariño. Las espadas de los druin no crecen en los árboles, ¿sabes? Y esa mocosa tuya me robó un par antes de irse. Dudo que vuelva a verlas.
—Kal, te prometo que... —empezó a decir Gabe, pero Kallorek volvió a interrumpirlo.
—Y ahora me pides que te preste la que posiblemente sea una de las armas más codiciadas de todo Grandual para... ¿internarte en el maldito Corazón de la Tierra Salvaje? Pasarán años antes de que alguien encuentre tus huesos y me la devuelva. —Cruzó sus brazos peludos—. No. Creo que será mejor que se quede donde está.
Gabriel se acercó al agente mientras un ligero atisbo de rabia se dibujaba en su rostro:
—Mira, tú...
No terminó de decir esto cuando dos pares de hombros anchos se abalanzaron desde las sombras de los rincones cercanos. Cada uno de los gólems le sacaba dos cabezas a Clay, aunque eran mucho más pequeños que los que habían visto en el desfile de los Jinetes de la Tormenta. Ambos eran del negro mate del basalto envejecido y tenían unas runas verdes esculpidas en las cuencas de los ojos que titilaban resplandecientes, como si obedeciesen una orden que alguien les hubiera dictado en silencio. El cristal de las vitrinas traqueteó mientras se movían para interceptar a Gabriel. Estaban a dos zancadas de él, cuando Kallorek levantó una mano.
—Quietos —dijo, y Clay se dio cuenta de que sostenía el medallón con el que había estado jugueteando hacía un rato, donde relucía una runa idéntica a la que los gólems tenían grabadas en las cuencas. Los autómatas obedecieron de inmediato y se quedaron inertes—. ¿Qué te parece si lo hacemos así, Gabe? Vellichor es tuya si eres capaz de recuperarla.
Gabriel tardó un momento en apartar la vista del gólem que tenía más cerca.
—¿Lo dices en serio?
—Muy en serio —respondió, mientras se apartaba con un ademán ostentoso. Volvió a sonreír, pero no había alegría en su gesto. Clay recordó que Kallorek había sido un criminal cualquiera en su juventud. Su naturaleza tosca le había servido bien para trabajar como agente que en ocasiones necesitaba extorsionar por un pago a quienes incumplían con los contratos. Esa inclemencia era una característica que en el pasado les había resultado útil, pero que ahora empezaba a ser muy desagradable—. Adelante —insistió—. Toda tuya.
Gabriel avanzó con cautela, pero se tropezó con la esquina de un sarcófago bañado en oro y estuvo a punto de caer al suelo.
—Cuidado —rio el agente con disimulo—. Allí dentro está Kit el Inmortal. Está muerto como una piedra, pero camina y habla como si nada. De hecho, habla demasiado y me dio una buena razón para encerrarlo ahí.
Gabriel subió los escalones de la tarima de uno en uno. Al llegar a lo alto, se volvió para mirar atrás. Clay se limitó a asentir porque no se le ocurrieron palabras inspiradoras. Tenía muy claro que Gabe no iba a poder arrancar la espada de las manos de la estatua, y era obvio que Kallorek pensaba lo mismo.
Pero Gabriel era una persona que siempre encontraba la manera de sorprender a los demás. Que Clay estuviese allí con él en lugar de con su mujer y su hija era prueba fehaciente de ello.
Gabe empezó jalando con fuerza de la hoja. Al ver que no se había movido ni un centímetro, estiró los hombros y carraspeó. Colocó una mano en uno de los codos de la estatua, aferró la empuñadura justo por debajo de la guarda y tiró de ella hacia atrás. Pasaron unos segundos que se les hicieron eternos. Se detuvo, flexionó los dedos y volvió a intentarlo. Kallorek y sus gólems lo miraban en silencio. Sin duda el agente se estaba divirtiendo, pero a los gólems no parecía importarles una mierda lo que ocurría a su alrededor. Clay se dio cuenta de que había aguantado la respiración. Rezó en silencio para que Vellichor se soltara de repente y se oyera el sonido metálico de la espada al caer al suelo.
Pero en lugar de eso lo que oyó fue un tenue gimoteo, tan sutil que parecía venir desde muy lejos. Luego se empezó a oír cada vez más alto, hasta convertirse en un chillido largo y persistente emitido por Gabriel al jalar con todas sus fuerzas de la espada. Terminó por rendirse y se quedó junto a la estatua jadeando y mirándose las manos como si acabaran de traicionarlo.
—Bueno, Mano Lenta. —Kallorek había vuelto a adoptar ese tono conciliador y amable—. Veo que todavía tienes Corazón Oscuro. Cuando regreses a tu casa en el norte, seguro que volverás a colgarlo de una pared, qué desperdicio. ¿Qué te parece si te lo compro?
—No está a la venta —replicó Clay, a quien no le gustaba para nada el giro que acababa de tomar la conversación.
—Oh, vamos. Diría que una reliquia como esa vale unas... ¿Qué te parecen quinientas coronas? Seguro que un hombre como tú aprovecha mejor el dinero que un escudo viejo y deteriorado, ¿verdad?
“¡Quinientas coronas!”. Clay intentó mantener el rostro impertérrito. Kallorek nunca había sido una persona dada a regateos si podía zanjar el negocio de un plumazo. Quinientas monedas de oro serían la puerta a una nueva vida. Podría enviar a su hija a una buena universidad en Oddsford, dejar de trabajar en la guardia de la ciudad y también abrir esa posada de la que Ginny y él tanto habían hablado. Siempre se había imaginado que colocaría a Corazón Oscuro en un lugar de honor sobre la chimenea de esa supuesta posada, pero ya se le ocurriría otra cosa que poner en aquel lugar. Puede que un cuadro. O la cabeza de un venado. ¿A quién no le gusta contemplar la mirada perdida de la cabeza cercenada de un animal mientras disfruta de una buena cena?
Kallorek se dio cuenta del titubeo de Clay y continuó, con tono dulce y embaucador:
—Te has metido en una misión imposible, Mano Lenta. Tendrás suerte si ese escudo es lo único que pierdes. —Cabeceó hacia Gabriel, quien se había subido a la estatua e intentaba desesperado arrancarle los dedos de piedra—. ¿De verdad quieres arriesgarte a cruzar la Tierra Salvaje? Si no te matan los monstruos, lo harán los hombres ferales. O la podredumbre... —Negó con la cabeza—. ¿Y en serio crees que el resto de la banda lo dejará todo para unirse a ustedes? Moog tiene un buen negocio que lo mantiene ocupado. Matrick se ha convertido en rey, así que ni pienses que va a dejar de serlo por ustedes. Y Ganelon... bueno, creo