Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)


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no se molestó en responder, pero volvió a murmurar:

      —Es inútil.

      Clay se pasó un buen rato rumiando su sándwich mientras pensaba en qué decir. Consolarlo parecía un esfuerzo vano, y además nunca había sido una de sus mejores cualidades. Optó por una táctica diferente, una que había usado alguna vez cuando Tally se empeñaba mucho en algo: la distracción.

      —¿Todas esas criaturas de las jaulas tienen la podredumbre? —El mago le respondió con un asentimiento taciturno—. ¿Las has capturado tú?

      Moog se revolvió en el asiento, contempló en silencio las jaulas y luego asintió.

      —La mayoría, sí.

      —¿Y eso es sensato? —preguntó Clay—. La Tierra Salvaje es un lugar peligroso.

      Moog se frotó los ojos con el dorso de la mano. Sí que parecía un niño con ese pijama tan ridículo.

      —Algunas de ellas, como Turing, las compré a unos mercenarios, pero quedan pocos que sean tan valientes como para internarse allí. Los Renegados lo hacen. Y también he oído que los Jinetes de la Tormenta acaban de llegar de una gira muy exitosa. Lo que me recuerda que seguro que mañana hacen un desfile en Conthas.

      —Fue ayer —dijo Gabriel.

      Moog se limitó a parpadear.

      —Ah.

      Clay se sacudió las migas de la camisa.

      —¿Has contratado guardaespaldas, al menos?

      El mago soltó un bufido e hizo un ademán señalando el humilde lugar en el que se encontraban.

      —No podría permitirme pagar matones cada vez que necesito un espécimen —afirmó—. Me temo que la alquimia es una afición muy cara. La filacteria casi no me da para vivir. Por los fríos infiernos, ¡si no fuese por los impotentes de Conthas, estaría en la ruina! Además, cuando voy al bosque tengo mucho cuidado. ¡Soy un mago, por el amor de los dioses! No un vulgar ilusionista callejero que hace trucos de manos para ganarse unas monedas. ¡Puedo enfrentarme a unos pocos monstruos sin problemas!

      La obstinada confianza de Moog estaba volviendo a resurgir, pero la preocupación de Clay empezaba a ir en aumento.

      —No me preocupan los monstruos —dijo—. ¿Qué pasaría si...?

      Fue la mirada de Gabriel lo que lo hizo callar, y Clay se maldijo por haber sido tan imbécil. El mago llevaba toda la noche afligido. Recordarle la muerte de Turing, o la de Fredrick, que venía a ser lo mismo, era contraproducente y cruel.

      Pero Moog rio entre dientes, una risa llena de amargura.

      —¿Si qué, Clay? ¿Si me contagio la podredumbre, quieres decir?

      —Sí, eso mismo.

      —Ya estoy contagiado.

      10

      —Mira, tú no... —A Clay se le quebró la voz—. Si tú... —otra vez—. ¿Qué? No. Mira, es que... no —repitió como un imbécil.

      Gabriel tenía el gesto embobado de alguien que se da cuenta de que un centauro lo acaba de atravesar con el extremo puntiagudo de su lanza.

      El mago se limitó a levantar el pie izquierdo y quitarse la pantufla para que Clay viese la costra negra que le cubría los dos dedos más pequeños.

      —No se preocupen —les aseguró—, no es contagioso. Solo hay una manera de agarrarse el Roce del Hereje: estar lo bastante loco para pasar más tiempo del debido en el bosque.

      Clay pensó varias respuestas a eso, muchas de las cuales consistían en llamar a Moog maldito imbécil de mierda, pero las descartó.

      —¿Por qué? —se limitó a decir.

      —¿Por qué me puse en peligro? —Volvió a calzarse la pantufla y se sentó en el sillón—. Porque necesito especímenes que ya estén contagiados, como Turing. Tenía que probar las cosas que no funcionan y también las que consiguen algunos avances para continuar con mi investigación.

      —¿Y por qué no les preguntas a —estuvo por decir “los podridos”— las personas que ya están contagiadas? Vimos a una en Conthas.

      El mago encogió sus huesudos hombros.

      —No podría alimentarlas. Además, si lo hago con gente... habría muchas emociones de por medio. Las de esas personas y las mías. ¿No ven cómo me puse por lo de Turing? ¡Y solo era un árbol! Que encima había intentado estrangularme mientras dormía —agregó Moog dedicándoles una sonrisa melancólica—. Voy a echar de menos a ese cabrón malhumorado.

      —¿Y si no hay cura? —preguntó Clay—. ¿Y si estás perdiendo el tiempo? ¿Y si has echado tu vida por la borda para nada?

      La sonrisa melancólica del mago no desapareció de su rostro.

      —Bueno, ¿y qué otra cosa podría hacer? He dedicado casi la mitad de mi vida a buscar una cura para esta maldita enfermedad, y no he hecho casi ningún avance. No estoy casado. No tengo hijos. Tú tienes una pequeña, ¿no es cierto?

      —Sí, pero...

      —Ambos tienen hijas —continuó Moog—. ¿Cuántos tendrá Matty a estas alturas? ¿Cinco? ¿Seis? ¡Por las tetas de Glif! Es el puto rey de Agria. Y Ganelon... bueno, Ganelon ya sabemos cómo es. ¿Pero yo? ¿Qué legado voy a dejar yo? No tengo familia y ustedes son mis únicos amigos. ¿He hecho algo en toda mi vida que merezca la pena?

      —Bueno... —Clay miró con desesperación hacia una caja que tenía grabado el rostro de Moog el Mago guiñando el ojo.

      —¡Claro! A la disfunción eréctil sí la tengo bien tomada de... —resopló con tono burlón y cerró los dedos como si sostuviera algo imaginario que Clay prefirió no intentar averiguar qué era—. No —dijo finalmente—. La podredumbre le ha dado sentido a la mayor parte de mi vida. Puede que también sea lo que llegue a darle sentido a mi muerte. A menos que encuentre la cura, claro. Bien, ¿quién quiere una taza de chocolate caliente?

      Clay abrió y cerró la boca. Podrían seguir así durante horas, dándole vueltas y vueltas a las mismas discusiones que arrastraban desde hacía años, pero sabía que no tenía sentido hacerlo. Moog era terco, como un osgo que se empeña en algo el día de su cumpleaños, y siempre había lidiado con los problemas de una manera un tanto peculiar. Lo que le había ocurrido con la podredumbre era la mejor prueba de ello.

      Además... Gabriel levantó la mano.

      —A mí no me importaría beber un poco —dijo.

      Moog se puso de pie de un brinco. Vertió agua de un aguamanil en una tetera de latón y la colgó sobre el fuego. Luego se acercó a la despensa y sacó algo envuelto en una tela que resultó ser una gran porción de chocolate negro.

      —Bueno, díganme. ¿A qué vinieron? —preguntó por encima del hombro—. No me digan que Matty los ha invitado al Concilio de los Reinos y se olvidó de mí.

      —¿Al qué de los qué? —preguntó Clay.

      El mago partió el chocolate y utilizó un mortero para hacerlo polvo.

      —Ah. Creo que tiene algo que ver con que la Horda esté asediando Castia. Han dicho que un druin controla a todos los monstruos. Llegó a Cinco Reinos hace unas semanas y exigió una reunión con su excelentísima majestad de Grandual.

      —¿Un druin?

      —¿Dónde es la reunión? —preguntó Gabriel.

      Moog los miró a ambos.

      —Un druin, sí. Se hace llamar el Duque de los Confines.

      Clay usó la lengua para quitarse una semilla de tomate de entre los dientes y colocársela debajo de las paletas.

      —¿Desde