Nicholas Eames

Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana)


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También se había quedado calvo por la parte superior de la cabeza, pero le quedaba un flequillo ralo que llevaba muy largo. Sus ojos eran del mismo azul inquietante y resplandecían debajo de unas pobladas cejas blancas.

      —¡Gabriel! ¡Clay! —El mago soltó una carcajada de júbilo y realizó un pequeño baile que solo consiguió reforzar la imagen de que estaba vestido como un niño. Luego los rodeó a ambos con sus larguiruchos brazos—. Por las tetas y los diosecitos, ¿cuánto tiempo ha pasado? —Miró la aldaba y frunció el ceño—. Steve, ¿no te he dicho mil veces que no hagas esperar fuera a mis amigos?

      —Lo ziento, maeztro, pero eztoz zon los primeroz amigoz que vienen a vizitarlo.

      —¿Los primeros? Bueno, puede que lo sean, pero... —Señaló a la puerta con un solo dedo—. Empezamos mal, Steve. Empezamos mal.

      La aldaba consiguió fruncir los labios a pesar del anillo en su boca.

      —Como uzted diga, maeztro.

      —Bueno, se acabó. ¡Pasen, pasen! —Invitó a sus amigos a que lo siguieran. Como Clay había temido, la parte trasera del pijama solo estaba unida por un botón—. ¡Llegaron en el momento perfecto!

      La casa de Moog era tal cual Clay se la había imaginado. La mayor parte del suelo de la torre estaba atestado de frascos alquímicos y toda una selección de peligrosos decantadores sin etiquetar. En una pared había estanterías repletas de libros y una colección bastante típica de ingredientes mágicos: calaveras sonrientes, manojos de hierbas y recipientes llenos de todo tipo de cosas, desde ojos flotantes hasta lo que bien podía ser tanto el embrión de un dragón, blanco como la leche, como un tubérculo calcificado.

      En la pared de enfrente había apiladas una docena de jaulas de varios tamaños, cada una con una criatura diferente en su interior. Clay reconoció algunas, como un tejón o un zorrillo, pero había otras que le resultaron inquietantemente desconocidas, como un elefante del tamaño de un perro o lo que le pareció una comadreja de ocho patas con sendas cabezas a ambos lados de un cuerpo esbelto.

      También era muy inquietante la alargada mesa de madera, iluminada con un haz de luz oblicuo, sobre la que había algo medio humanoide envuelto en una sábana blanca.

      El mago se acercó a la mesa al tiempo que señalaba un caldero humeante que había en la chimenea.

      —¿Tienen hambre?

      Clay pensó en el humo turquesa que habían visto al acercarse a la torre por el camino. Hubiera lo que hubiese ahí dentro, parecía sopa pero olía a pelo quemado.

      —Acabamos de comer, gracias. ¿Para qué?

      —¿Cómo? —preguntó Moog.

      —Llegamos en el momento perfecto ¿para qué? —apuntilló Clay.

      El mago se volvió de repente y les dedicó a ambos una sonrisa cargada de pena:

      —Para contemplar un milagro —explicó, mientras sujetaba la sábana.

      “Que no sea un cadáver”, rezó Clay. “Por favor, que no sea un cadáver”.

      Moog había sido un enemigo acérrimo de la nigromancia durante toda su vida, pero cuando se deja a un mago viejo solo en una torre durante mucho tiempo, lo normal es que tarde o temprano empiece a juguetear con poderes oscuros e insondables.

      Moog jaló de la sábana con un gesto dramático y, por suerte, lo que había debajo no era una persona muerta. De hecho, no era una persona. Era un ent, como el que Clay había matado y talado para fabricarse su escudo. La diferencia era que Corazón Oscuro era un roble viejo y arrugado diez veces más alto que un hombre y tenía la fuerza suficiente como para partir un toro por la mitad. La criatura que tenían delante era un fresno pequeño y delgaducho. Y más importante aún: no estaba muerto.

      Pero sí estaba muy enfadado. En el momento en el que vio a Moog, empezó a agitarse contra las cuerdas que lo ataban a la mesa. Tenía las ramas demasiado pequeñas como para considerarlas extremidades, pero las extendió hacia el mago para intentar atraparlo. Aunque la criatura parecía demasiado débil como para resultarle amenazadora a un hombre adulto, Clay recordó lo que había visto en Colina Hueca. Los ents del lugar eran enormes, capaces de tragarse personas enteras o incluso de partirlas como si fuesen ramitas, algo muy irónico.

      Este tenía algo raro a pesar de su aspecto. Su piel, corteza o como se llamase la parte exterior de un árbol que en realidad no es un árbol, estaba moteada por un liquen oscuro. El hongo se había extendido por la mayor parte de su tronco y de su cara. Algunas de sus extremidades también parecían afectadas, y las hojas que colgaban de ellas estaban marchitas y eran de un marrón grisáceo, similar al de un pergamino que se ha sacado demasiado tarde de un incendio.

      —¿Por qué...? —empezó a preguntar Gabe, pero se detuvo cuando el árbol giró hacia él con brusquedad lo que suponía que era su cara. La criatura soltó un chillido, una mezcla de gárgara y ronquido.

      Moog le puso una mano tranquilizadora sobre el tronco y volvió a ganarse su atención. Las ramas retorcidas del ent arañaron débilmente su brazo.

      —Shhh. Tranquilo, Turing. No pasa nada. Son mis amigos: Gabriel y Clay. Te he hablado de ellos, ¿recuerdas? Han venido a ver cómo te curo.

      Turing parecía del todo indiferente. Una de sus ramas ennegrecidas rozó con suavidad el ojo de Moog, pero el mago la apartó de un manotazo con desinterés.

      —¿Curarlo de qué? —preguntó Gabriel, y Clay se preguntó en ese momento si Turing había acudido a la torre a disfrutar de los efectos “fortalecedores” de la filacteria de Moog el Mago.

      Moog alzó la vista. El júbilo había desaparecido de sus resplandecientes ojos azules y su mirada se había vuelto tan fría y dura como un charco congelado en pleno invierno.

      —De la podredumbre —respondió.

      Los magos eran personas obsesivas por naturaleza, y Moog no era la excepción. Desde que Clay lo conocía, había estado obsesionado con dos cosas.

      La primera eran los osos lechuza, unas criaturas mitológicas que nadie que estuviese vivo en la actualidad había visto, pero cuya existencia Moog (y un grupo patéticamente pequeño de entusiastas de los osos lechuza) reivindicaba de manera incondicional.

      La segunda era la podredumbre, que se había llevado por delante las vidas de muchísimos compañeros aventureros, entre ellas la del hombre que Moog había amado con todo su corazón: su esposo Fredrick. Moog tenía interés por encontrar la cura del Roce del Hereje incluso antes de que Fredrick se contagiase. Cuando ocurrió, se había preocupado cada vez más por conseguirla, como era de esperar. Al ver que los lazos que unían Saga empezaban a flaquear, el mago aprovechó la oportunidad para dejar la banda y dedicarse en cuerpo y alma a combatir dicha enfermedad.

      Pero la podredumbre había resultado ser un enemigo implacable tanto para Moog como para su marido. Fredrick sucumbió a ella unos meses después de la separación de la banda, pero al parecer el mago no había renunciado a derrotar a su antigua némesis, la enfermedad que le había quitado lo que más amaba y solo le había traído desgracias.

      Turing había muerto.

      Era de noche, y Clay vio las estrellas asomando a través de los destrozados tablones del segundo piso. Gabriel sacó el caldero del fogón y luego encendió un fuego de verdad. Clay empezó a rebuscar en la despensa de la torre y encontró unas rebanadas de pan rancio, una cesta de tomates maduros y un queso curado que parecía un ladrillo. Lo uso todo para preparar unos sándwiches.

      Moog había pasado la tarde refunfuñando sobre el cadáver del ent para luego pasar a refunfuñar entre el desorden del equipo de laboratorio que había por la casa y terminar sentado en las escaleras que daban al piso de arriba, refunfuñando. En ese momento se encontraba sentado con los brazos alrededor de las rodillas en un sillón enorme, también refunfuñando.

      —Es inútil —murmuró, tal como había hecho cada pocos minutos durante las últimas dos horas. Aferraba su larga barba