Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera


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habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.

      «No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Todos nosotros pensamos sobre los jóvenes como los maestros viejos. Visto desde fuera debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: «cuarenta y cinco años…»

      Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Era una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas romanzas. Stirlitz recordó la vez que Goering les había dicho a sus hombres del estado mayor: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Entonces fue cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga provenía de sus criados y de su chofer, reclutado por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de fabricar su coartada de esta manera, expresaba así su cobardía y su total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz pensaba que no valía la pena ocultar que se escucha la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar adecuadamente las transmisiones del enemigo, ridiculizarlas y hacer bromas groseras. De seguro esto impresionaría más a Himmler, quien no se distinguía por ninguna sutileza excesiva de razonamiento.

      La romanza terminó con una suave música de piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía la emisora los viernes y los miércoles. Stirlitz anotó las cifras: eran una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.

      Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas romanzas rusas.

      Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.

      Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con las de la chimenea y tomó un poco más de coñac.

      «¿Por quién me toman ellos? —pensó— ¿Por un genio o un todopoderoso? Es imposible…»

      Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:

      «De Alex a Justas:

      »De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y la SS tratando de entrar en contacto con los agentes de los aliados. Particularmente en Berna los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Usted debe averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del centro.

      »En caso de que estos funcionarios del SD y la SS cumplan una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.

      »Alex».

      …Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su casa de campo al jefe de la inteligencia y le dijo:

      —Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa… Alemania es un resorte contraído hasta el límite, que debe y sólo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igualmente poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al soltarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme, y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, usted debe darse cuenta de que lo más probable es que las principales figuras que llevarían a cabo estas posibles negociaciones por separado serían los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en objeto de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano que está al borde de una derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No sólo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intenciones o sin ellas.

      En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y en seguida los ladridos de los cañones antiaéreos. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.

      «Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre… Expiraré, por así decirlo, en paz…»

      Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas ahí que la botella se había convertido en un recipiente raro, lleno de protuberancias, como las ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España, luego les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.

      Se oyeron cerca dos fuertes estampidos consecutivos.

      Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, como era habitual en él, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supersticiones, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada, eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viendo cómo arrastraba al ruso a la disputa. «Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie».

      —Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg— entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…

      —¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.

      «Debió terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar, es ahí donde se ve al contra-agente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar…»

      —¿Y