del mundo en el que vivimos. Por lo que se refiere a la teología de las religiones, este método implica que no puede uno pretender involucrarse seriamente en ella sin exponerse extensamente a la realidad concreta de las otras tradiciones religiosas y de la vida religiosa de sus seguidores. En este proceso surgió un problema difícil al preguntar hasta qué punto algunos documentos doctrinales de la autoridad central estaban realmente en contacto con la realidad viva, y hasta qué punto se merecían y requerían un asentimiento ciego por parte del teólogo, sin posibilidad de una discrepancia responsable y prudencial. Aquí es donde entra también la cuestión de la libertad académica del teólogo. La tarea del teólogo requiere una cierta cantidad de libertad académica, sin la cual el ejercicio de la teología se vuelve impracticable; dicha libertad académica debe combinarse con la sumisión por parte del teólogo a la autoridad del Magisterio. Encontrar el equilibrio adecuado entre esas dos lealtades es, por supuesto, problemático. Lo que es deseable es que pueda reinar un clima de profunda confianza mutua y cooperación entre la autoridad doctrinal de la Iglesia y los teólogos. Fue ese clima creado entre obispos y expertos, entre el Magisterio y los teólogos, lo que hizo posible el Concilio Vaticano II. Sabemos muy bien que ese clima no estaba presente desde el comienzo del Concilio, sino que fue creciendo progresivamente a medida que el Concilio alcanzaba su madurez. La cuestión con la que nos enfrentamos hoy en día consiste en preguntar si el mismo clima de confianza y cooperación existe hoy y en qué medida. No se puede negar el hecho de que la libertad académica del teólogo se ha visto seriamente restringida en el período posconcilar, al que el mismo cardenal Ratzinger se ha referido como un tiempo de «restauración».
Ya en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, Donum veritatis (1990), emanada de la CDF, se subestima el papel de los teólogos y se hace consistir principalmente en la transmisión del contenido de los documentos doctrinales de la Iglesia. Por otro lado, queda poco espacio para que los miembros de la Iglesia puedan ejercer cualquier derecho a la discrepancia responsable y prudente, especialmente en cuestiones relacionadas con la moral. Además, hemos sido testigos de una inflación del Magisterio central, con la afirmación, en la carta apostólica Ad tuendam fidem (1998) –no ad promovendam– y el comentario posterior de la misma hecho por la CDF, de una categoría intermedia de verdades entre aquellas que están claramente contenidas en la revelación y pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio y aquellas otras que, aunque pertenecen al Magisterio ordinario, no están contenidas en la revelación y, por tanto, no pueden convertirse en objeto de pronunciamientos infalibles ni son entendidas como declaraciones definitivas. Esta categoría intermedia consiste en verdades que, aunque no reveladas, están tan estrechamente relacionadas con el contenido de la fe y, por lo tanto, son tan necesarias para preservarlo, que el Magisterio puede afirmarlo definitivamente como perteneciente a la doctrina de la Iglesia católica. Hay ejemplos concretos de esas verdades en los que la discusión teológica se cierra así autoritariamente. Se añade a esto el hecho de que la autoridad doctrinal de las Conferencias episcopales, como instancia intermedia entre la autoridad central y los obispos locales, está siendo socavada, y que los obispos individuales todavía tienden a ser considerados como «vicarios» del papa de Roma. Nuevamente se proponen interpretaciones restrictivas de la doctrina del Concilio Vaticano II, a las cuales, sin embargo, se les da un carácter autoritario que parece excluir concretamente la validez de otras interpretaciones. Todo eso reduce en gran medida la libertad académica del teólogo. Las consecuencias son evidentes en la situación actual. Los teólogos temen hablar para no sufrir represalias por parte de la autoridad doctrinal. Este es el clima en el que he estado enseñando teología. En la India no afectó mucho a mi libertad de expresión; estar muy lejos de Roma es una gran ventaja, ya que es menos probable que la CDF lo tome en cuenta. En Roma, y especialmente si uno está enseñando en una universidad pontificia, la cosa es diferente; ser espiado y denunciado por parte de agentes de la CDF siempre es posible. Uno tiene que decidirse a vivir con ese riesgo, tanto a la hora de escribir como a la hora de enseñar.
A los que aspiran actualmente a una carrera como docentes de teología, mi recomendación y mi consejo sería el de que permanezcan siempre fieles a sí mismos, por un lado, y a la Iglesia, por otro. La regla de oro para conseguirlo es asegurar que nunca haya discrepancias entre la propia vida y el propio discurso. Combinar las dos lealtades no es fácil, pero es el secreto de una carrera honesta, sincera y fructífera. Además, sugiero que los candidatos de países del Tercer Mundo que estudian en Roma no se dejen engañar demasiado por la perspectiva de un eventual puesto de enseñanza en una universidad romana. Las invitaciones para seguir su carrera en Roma pueden ser muy atractivas y tentadoras por más de una razón, incluida, a menudo, la perspectiva de una vida más cómoda. La tentación es tanto más grande en la medida en que se presenta como lo que permitirá un bien y un servicio más universales. Pero la universalidad nunca es separable de la particularidad, y el servicio más universal a menudo consistirá en ayudar a las Iglesias locales y particulares a desarrollarse por completo a través de una reflexión madura y contextual sobre la fe en lugar de verse obligadas a encajar en el molde estereotipado de una teología y una docencia «universal», válida para todos los tiempos y lugares. El criterio último consistirá en preguntar dónde se encuentra realmente la mayor gloria de Dios, que se debe discernir de acuerdo con los superiores.
–¿Cómo explicaría entonces el modo en que entiende la autoridad en la Iglesia? ¿Y cómo entiende el papel del teólogo frente a esa autoridad?
–La autoridad en la Iglesia debe ser vista como servicio, no como un ejercicio de poder al cual aferrarse. Esto es pura enseñanza del Evangelio. Jesús fue extremadamente cuidadoso al hacer que aquellos que él estableció como autoridad en su futura Iglesia entendieran correctamente el significado de la autoridad. Él mismo había venido para servir, no para ser servido; y aquellos con autoridad tendrían que seguir su ejemplo y ajustarse a su modelo. Cuando los diez apóstoles se indignaron ante la petición hecha por la madre de los hijos de Zebedeo para que sus dos hijos estuvieran sentados uno a su derecha y otro a su izquierda en su reino, Jesús los llamó y les dijo: «Sabéis que, entre los paganos, los gobernantes tienen sometidos a sus súbditos y los poderosos imponen su autoridad. No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor; y quien quiera ser el primero que se haga vuestro esclavo. Lo mismo que el Hijo del hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos» (Mt 20,24-28). Este debe ser y seguir siendo el modelo para cualquier ejercicio de autoridad en la Iglesia, tanto en la práctica pastoral como en los asuntos doctrinales.
Cuando se trata de la autoridad doctrinal y de la relación entre los que tienen la autoridad y los teólogos, uno debería esperar que la autoridad se ejerciera sin imposición ni presión, y que pudiera reinar un clima de entendimiento mutuo y colaboración. Esto en todos los niveles, sin que la instancia romana reclame la competencia universal y exclusiva, anulando así la autoridad de las instancias intermedias, entre ellas, la de los obispos locales o las Conferencias episcopales. Cuando el papa Pablo VI, al final del Concilio Vaticano II, cambió el nombre de la oficina romana para la doctrina haciéndolo pasar de Santísima Congregación del Santo Oficio (Suprema Sacra Congregatio Sancti Officii) al de Congregación para la Doctrina de la Fe, insistió en que la Congregación estaba destinada principalmente a fomentar y animar la teología en la Iglesia, no a pronunciar condenas como primera tarea. Se entiende bien que la Congregación debe garantizar la pureza de la doctrina y su conformidad con el mensaje revelado; pero lo debe hacer en conformidad con el nivel de autoridad de Jesús y en diálogo con los teólogos, cuyo papel es tratar de profundizar la comprensión del mensaje cristiano. Que esto no siempre ha sido así en el pasado es demasiado obvio; que incluso hoy en día no siempre sucede, también es desgraciadamente cierto, como lo demuestran algunos acontecimientos en los que participé personalmente como víctima de formas cuestionables de procedimiento, y de las que hablaré más adelante.
–¿De qué manera su carrera docente y su reflexión teológica han cambiado su fe y su comprensión de Dios, de Jesucristo, del Espíritu Santo y de la Iglesia? ¿Cómo afectó a su vida de oración?
–Con frecuencia se habla de lo peligroso que es el diálogo interreligioso, más aún, de lo perjudicial que es para la fe la nueva teología de las religiones, que puede incluso llevar al relativismo