de obispos en Roma. ¿Podría decirme algo sobre esas experiencias y compartir sus reflexiones sobre esos encuentros? Durante esos mismos años de docencia en Roma tuvo muchas oportunidades de asistir a reuniones y sesiones de diferentes tipos y dar conferencias en muchos lugares. ¿Puede decirme algo acerca de tales compromisos extracurriculares?
–Ya he mencionado anteriormente mi participación en el Sínodo de obispos de Roma en 1974 sobre la evangelización, en mi opinión el más importante y el más interesante de la serie hasta ahora. Mis otras experiencias de estar presente dentro de la sala sinodal durante todos los procedimientos, siempre en la humilde calidad de contribuir gratuitamente a la traducción simultánea con un equipo de misioneros jesuitas, se refieren por primera vez al Sínodo extraordinario de 1985 con motivo del vigésimo aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II, y más tarde al Sínodo sobre la vocación y la misión de los laicos en la Iglesia y el mundo, de 1987. Estar dentro de la sala sinodal durante el proceso tiene la enorme ventaja de tener sensación de asamblea, de apreciar las diferentes actitudes de las Conferencias episcopales de los diversos continentes en los temas tratados, de ver las reacciones de la asamblea a lo que dicen los miembros del Sínodo en sus intervenciones, también en la carta del papa, que está presente en todas las sesiones. Sin embargo, de alguna manera me desilusioné de los sínodos a medida que se iban realizando. Rechacé la invitación que se me hizo nuevamente después del Sínodo de 1987 para seguir contribuyendo a la traducción simultánea.
Al tener únicamente un papel consultivo, los sínodos estaban cada vez más diseñados y dirigidos por la Curia del Vaticano. La Curia tenía su propia manera de permitir que los obispos hablaran, de manipular las recomendaciones que hacían y de clasificar las proposiciones que las asambleas transmitían al papa para sus Exhortaciones pos-sinodales. Lo mismo sucedió en los sínodos continentales especiales convocados por el papa con motivo del tercer milenio: para Europa, América, África, Asia y Oceanía. No asistí a esos, pero seguí de cerca el de Asia. Fue decepcionante ver cómo las recomendaciones y peticiones hechas por los obispos, especialmente los de Japón e Indonesia, en vista de un reconocimiento más efectivo de la autonomía legítima de las Iglesias locales, habían quedado silenciadas en el último conjunto de propuestas aprobadas por el papa y desaparecieron por completo en el documento pos-sinodal. Estas cuestiones implicaban, por ejemplo, la posibilidad de otorgar a las Conferencias episcopales el derecho de aprobar oficialmente las traducciones de los textos litúrgicos. Esta solicitud se hizo desde el Vaticano II, pero se rechazó en estos sínodos continentales. La práctica actual de reservar este derecho a la Santa Sede ha llevado, con los años, a historias ridículas.
El Sínodo de 1985 es una excepción a la regla que se estableció después de la experiencia de 1974, en la medida en que el papa permitió que el Sínodo publicara, en su propio nombre, el informe final, titulado «La Iglesia, guiada por la Palabra de Dios, celebra el misterio de Cristo para la salvación del mundo». El hecho de que el cardenal Godfried Danneels, de Bruselas-Malinas, fuera el relator, y el teólogo Walter Kasper, más tarde arzobispo y cardenal, el secretario especial del Sínodo, probablemente tenga algo que ver con su éxito. El informe final es un documento denso que muestra la profunda continuidad entre el Concilio y la Iglesia posconciliar. Contribuiría mucho a fomentar la «recepción» positiva de la eclesiología del Concilio, insistiendo como lo hizo en el concepto de comunión como visión fundamental del Vaticano II sobre el misterio de la Iglesia; dicho concepto, si se aplica de forma coherente, conduciría naturalmente a los principios de colegialidad que se aplicarían en todos los niveles de la vida de la Iglesia, y también al principio de subsidiariedad en el ejercicio de la autoridad. Uno solo puede esperar que la institución posconciliar de los Sínodos de obispos en Roma se revise algún día para que se realicen mejor las esperanzas del Concilio.
Aquí no es posible recordar todas las reuniones y congresos a los que tuve el privilegio de asistir durante mis años de docencia en Roma, y menos aún a todas las conferencias ocasionales y charlas que di en tantos lugares en Italia y en el extranjero, por no mencionar los cursos regulares impartidos también en Italia y en el extranjero. Debo ser muy selectivo y limitarme a mencionar solo los que tuvieron un significado especial o un impacto en mi propia carrera. No hay duda de que, en comparación con haber estado afincado en la India, el hecho de tener la residencia permanente en Roma me ofrecía muchas más oportunidades de responder a las invitaciones que me llegaban desde tantos lugares. Un ejemplo fue mi asistencia al simposio sobre «Cristianismo y religiones» organizado por la Facultad Teológica del Norte de Italia, en Milán, en febrero de 1992. Mientras estaba en Roma, Mons. Giuseppe Colombo, decano de la Facultad, vino personalmente a la Gregoriana para invitarme. En esa ocasión pronuncié una comunicación titulada «¿Formas de salvación o expresiones del “hombre religioso”?». Había publicado recientemente mi libro Jesus-Christ à la rencontre des religions (París, Desclée, 1989), que pronto fue traducido al italiano bajo el título Gesù Cristo incontro alle religioni (Asís, Cittadella, 1989, 1991). Este libro fue el primero de lo que se convertiría más tarde en una trilogía sobre la teología de las religiones. Mi comunicación en el simposio fue muy bien recibida, ya que contrastaba fuertemente con las opiniones bastante tradicionales expresadas por los miembros de la Facultad de Milán y con el enfoque lingüístico algo abstracto de su discurso sobre «religión» (en singular). Yo mismo estaba sorprendido –y también lo estuvo Mons. Colombo, que se sentó a mi derecha como presidente de la sesión– ante el aplauso entusiasta que recibí de los cientos de estudiantes que habían completado el aforo y habían desbordado el aula magna del Seminario de Milán. No hablé de «religión» en abstracto; tuve en mente las tradiciones religiosas concretas que nos rodean y nos preguntan qué significado tienen ellas para nosotros, los cristianos. El título de mi ponencia indicaba claramente lo que estaba tratando de decir: a saber, que debemos ir más allá de la visión de las otras religiones expresadas por grandes teólogos del siglo pasado, como Henri de Lubac y Hans Urs von Balthasar, para quienes esas religiones representaban, en el mejor de los casos, la expresión de la aspiración humana innata hacia lo infinito. La acogida que tuve en esa ocasión me animó a seguir la línea que, desde hacía tiempo, me había trazado para mí. Las actas del simposio se publicaron bajo el título Cristianesimo e religione (Milán, Glossa, 1992).
Otra ocasión que vale la pena recordar es la del seminario interdisciplinar organizado por la Facultad de Teología del Sur de Italia, sección de San Luis, en Nápoles, en 1996. El tema de la semana de estudio era el «universalismo del cristianismo». El estudio se centró en la teología de las religiones, que para entonces se había desarrollado en muchos escritos y que se estaba preparando ahora para una discusión amistosa, evaluación y crítica por parte del claustro teológico de San Luis. Realmente admiré la iniciativa de la Facultad, bajo la guía del P. Saturnino Muratore, de invitar cada año a un teólogo prominente para una semana de discusión sólida de su trabajo. Pensé que este era un ejemplo que otras Facultades teológicas harían bien en emular; para empezar, la Universidad Gregoriana, a la que pertenecía. Tales iniciativas pueden ser de gran ayuda en la promoción de la discusión teológica y la colaboración. Me encontré muy a gusto en San Luis, aunque, como era de esperar, las opiniones diferían entre los participantes, y la discrepancia de ciertos profesores sobre algunos puntos críticos se expresó de manera clara y sincera.
Como la sesión se centraba en mi propia producción, me pidieron que presentara el tema con una larga comunicación y, posteriormente, que animara el debate y sacara las conclusiones al final. Mi comunicación se llamó «El universalismo del cristianismo: Jesucristo, el Reino de Dios y la Iglesia». Los miembros del claustro de la sección de San Luis de la Facultad de Nápoles tuvieron una comunicación sobre un tema relacionado con el tema principal de la conferencia. Aquí no hay lugar para mencionar todas las observaciones y sugerencias hechas durante las ricas y largas discusiones que siguieron. Baste citar las conclusiones que presenté al final del procedimiento:
Me parece que en algunos de los puntos que se han discutido hemos alcanzado una cierta convergencia, aunque no completa. La perspectiva de la teología de las religiones está cambiando rápidamente: de la problemática de la posibilidad de salvación para los demás hemos pasado a la de un papel positivo de las tradiciones en el misterio de la salvación; y hoy la pregunta es: ¿cuál podría ser el significado de esas tradiciones en el