sus posiciones teológicas, no podía dejar de admirar la seriedad con la que se comprometieron con el problema y la amplitud de visión con la que intentaron resolverlo. Mi propio desarrollo teológico no habría sido el que es sin mi conocimiento personal de esos pioneros.
–En 1984 fue usted llamado a trabajar en la Pontificia Universidad Gregoriana, en Roma. ¿Cómo sucedió? Su primer contacto con la Gregoriana después de sus propios estudios llegó cuando le invitaron a impartir un curso en el año académico 1981-1982, y también al año siguiente, 1982-1983. ¿Qué provocó la invitación? ¿Cómo ha visto todo esto usted mismo?
–Mi traslado a la Universidad Gregoriana, en Roma, tuvo lugar en mayo de 1984. Explicaré más adelante los motivos y las circunstancias de ese doloroso traslado. Sí, fui invitado por el P. René Latourelle para venir y dar un curso aquí en 1981 sobre teología de las religiones, en el segundo ciclo de la Facultad de Teología. El P. Latourelle era un hombre con visión de futuro que encontraba extraño que el plan de estudios no contara aún con ningún curso explícito sobre la teología de las religiones del mundo. La mentalidad exclusivista, tradicional en el cristianismo, y el enfoque romano de la teología perpetuaban la idea de que la teología era solo acerca del dogma cristiano y la doctrina católica. Discutir sobre la relación entre el cristianismo y las otras tradiciones religiosas parecía aventurado. Por qué me invitó el P. Latourelle a venir a Roma y dar ese curso, en lugar de llamar a otro teólogo, no lo sé, ya que nunca me lo explicó. Supongo que había llegado a conocerme a través de algunos de mis escritos y de la reputación que había adquirido como teólogo de confianza. Pensó que podía confiar en mí por mi pericia en el manejo de un tema difícil. Sin embargo, en ese momento no podía ausentarme de Delhi durante un semestre completo debido a los muchos compromisos que tenía allí. Acepté la invitación siempre que el curso se pudiera concentrar en un período de seis semanas.
Di el curso por primera vez durante el segundo semestre del año académico 1981-1982. Fui invitado nuevamente por el P. Latourelle, ahora decano de la Facultad de Teología, para dar el mismo curso durante el segundo semestre del curso 1982-1983. Cuando estaba en la Gregoriana por tercera vez para impartir el mismo curso durante el segundo semestre de 1983-1984, el P. Peter Hans Kolvenbach, general de la Compañía, me comunicó mi traslado permanente a la Gregoriana. La solicitud de mi transferencia había venido en parte, si no exclusivamente, del decano de Teología de la Gregoriana, con el consentimiento de las autoridades de la universidad. Mis cursos parecían ser apreciados y considerados útiles por las autoridades académicas, que son quienes pensaron que podría valer la pena destinarme de modo permanente a la Gregoriana. El P. Latourelle tuvo la idea de encargarme, una vez que estuviera asentado en Roma, el curso de cristología, ya fuera en el primer o segundo ciclo, combinándolo con el curso especial de teología de las religiones que ya había dado tres veces. Por lo que a mí respecta, la invitación a venir a la Gregoriana a dar un curso durante seis semanas cada año era muy bienvenida. Me daba la oportunidad de presentar a una audiencia mucho más grande de la que tenía en Delhi lo que ya estaba organizándose en mi mente acerca de cómo debería ser una teología abierta a las otras religiones. Si hubiera sabido que la primera invitación llevaría finalmente a la petición de un traslado permanente, la habría rechazado educadamente, porque nunca había imaginado siquiera la posibilidad de salir de la India para siempre.
–Comenzó a enseñar como profesor permanente en la Gregoriana en octubre de 1984. Debió de haber sido un gran cambio con respecto a la India. ¿Qué sintió? ¿Qué echó de menos? ¿Cómo fueron sus primeros años como profesor a tiempo completo allí? ¿Qué tipo de bienvenida recibió en la Gregoriana? ¿Cómo era el ambiente académico en Roma durante esos primeros años?
–La bienvenida a la Gregoriana, cuando llegué en junio de 1984 como miembro permanente de la comunidad jesuita y del claustro de la universidad, fue muy cálida, especialmente por parte de los superiores. Empecé a enseñar en octubre de 1984 en el segundo ciclo, dando cursos opcionales y seminarios sobre teología de las religiones, cristología y teología de las misiones. En ese primer año impartía los cursos y seminarios en francés e inglés, pues mi italiano todavía necesitaba pulirse un poco. Cambié al italiano durante el año académico de 1985-1986. El cambio al medio italiano me dio una audiencia mucho más grande, y, aunque mis cursos en el segundo ciclo eran opcionales, la audiencia llegó a ser tan grande que las clases tuvieron que celebrarse en el aula magna –el «gran salón»– de la universidad. Si tuviera que comparar mi experiencia docente en Roma con la que tuve en la India, habría, por un lado, algo de lo que arrepentirme del pasado y, por otro, algo nuevo a lo que dar la bienvenida. En la India yo había tenido el privilegio de estar en contacto cercano con estudiantes indios de teología, que estaban redescubriendo sus raíces culturales y haciendo preguntas radicales sobre problemas que vivían personalmente a un nivel profundo en su propia vida: la relación entre su fe cristiana y las tradiciones religiosas de sus antepasados, a las que en algunos casos pertenecían sus familias. El contacto estrecho con ellos en tales situaciones fue una experiencia profunda; también era un poderoso incentivo para seguir adelante con una reconsideración profunda del significado de otras tradiciones religiosas en el plan de Dios para la humanidad.
Por un lado, encontrar en Roma una audiencia mucho mayor para mis cursos sobre religiones y sobre cristología fue también un poderoso incentivo para cumplir con las expectativas que los estudiantes estaban depositando en mí. El carácter cosmopolita de la audiencia, que incluía un gran número de nacionalidades, también fue un gran incentivo. Me dio la sensación de que lo que transmitía se extendería a todos los continentes y se multiplicaría. A menudo me preguntaba por qué los estudiantes acudían a mí en grandes cantidades. Parecían buscar algo que no encontraban en otro lugar. Algunos me dijeron confidencialmente que, en los seminarios en América del Sur, de donde venían, leer obras de teólogos de la liberación estaba prohibido. Elegían mi seminario sobre la cristología de los teólogos de la liberación para compensar aquello de lo que, durante mucho tiempo, habían sido privados. Situaciones similares surgieron en el campo de la teología de las religiones, algunos compartiendo conmigo las experiencias negativas que habían tenido en el pasado, ya sea en su contexto familiar o incluso con sacerdotes y maestros.
Por otro lado, el clima académico en Roma no era demasiado favorable. Uno siempre podía tener la sospecha de estar bajo supervisión y, eventualmente, amenazado con la denuncia. A los estudiantes se les permitía registrar en una grabadora la clase dada por el profesor. En un auditorio abarrotado, a un extraño le habría sido fácil unirse a los estudiantes con una grabadora en el bolsillo y grabar –¿en beneficio de quién?– la clase que se impartía. Debo confesar que nunca me dejé disuadir, tratando de decir y enseñar lo que pensaba que era verdad. Y de nuevo creo que los estudiantes acudían a mí porque sentían en mí esa honestidad y sinceridad, esa completa coherencia entre lo que pensaba y lo que enseñaba, lo que contribuía a la credibilidad del mensaje.
–En 1985, el papa lo nombró a usted consultor del Secretariado para los No Cristianos (SNC), más tarde conocido como Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso (PCID). ¿Podría decirme cómo sucedió eso? ¿Cómo vio ese encargo? ¿En qué consistió el trabajo? ¿Cuáles fueron los problemas sobre los que fue consultado?
–Cómo surgió este nombramiento, no lo sé. Cuando uno es nombrado por el papa a través de la Secretaría de Estado como consultor para un dicasterio romano, no le dicen por qué cualidades personales buenas ni a través de qué influencia ha llegado el nombramiento. Todo sucede de manera bastante impersonal y formal, con toda la pompa de la jerga del Vaticano. De acuerdo con las normas, los nombramientos son por cinco años, pudiendo ser confirmados por otros cinco, pero no más. Que el tiempo de realización del encargo para el que se te ha designado ha llegado a su fin se expresa con claridad mediante una carta de agradecimiento de la Secretaría de Estado, también de la misma manera formal. Las gracias son tan impersonales como el nombramiento. Así es como, efectivamente, fui consultor del SNC, más tarde el PCID, durante diez años, de 1985 a 1995.
El trabajo ordinario consistía en asistir a las reuniones del órgano asesor para tratar temas sobre los que las autoridades del Consejo querían tener una opinión ponderada, en vista de las decisiones que tenían