el Sínodo, en el que actuó como uno de los delegados del presidente. El Sínodo de obispos de 1974 ha sido, en mi opinión, el más interesante de todos los Sínodos de los obispos en Roma después del Concilio. Me atrevo a decir esto porque estuve presente en cada uno de los sínodos siguientes, tres en total. Uno de ellos fue el Sínodo extraordinario de obispos de 1985, convocado por el papa Juan Pablo II para celebrar los veinte años de la clausura del Concilio Vaticano II, ocurrido en 1965. Para entonces ya me habían destinado a Roma, a la Universidad Gregoriana.
En el Sínodo de 1974 sobre la evangelización, aunque el arzobispo Picachy me había invitado a acompañarlo, no me permitieron entrar en la sala sinodal en calidad de secretario suyo. Me vi obligado a recurrir al subterfugio de unirme al equipo que, a petición del Vaticano, había enviado la curia jesuita de Roma, y que colaboraba realizando la traducción simultánea durante las asambleas generales del Sínodo. Éramos un equipo de hasta doce sacerdotes jesuitas que hacían el trabajo en diferentes idiomas. Fue un trabajo duro, pero me dio la oportunidad de tomar el pulso del Sínodo desde dentro, presenciar las diferentes actitudes entre obispos de diferentes continentes y seguir la evolución de un concepto nuevo y más amplio de lo que es la misión evangelizadora de la Iglesia, que se fue gestando durante el Sínodo. Evangelizar ya no consistía meramente en proclamar a Jesucristo y convertir a las personas al cristianismo; incluía la participación de la Iglesia en la liberación integral de los seres humanos y en el diálogo interreligioso con los miembros de las otras tradiciones religiosas. Esto fue enormemente importante para el futuro de la vida y de la misión de la Iglesia, especialmente en los continentes del Tercer Mundo, y particularmente en Asia. Una evaluación del Sínodo de 1974 no es fácil de hacer. Intenté hacer una en un artículo titulado «Sínodo de los obispos de 1974», publicado en Vidyajyoti 39 (1975), pp. 146-69.
Una gran dificultad surgió en el Sínodo debido a la incompatibilidad entre los dos secretarios especiales nombrados por el Vaticano, uno de los cuales era el P. Domenico Grasso, profesor de Teología pastoral en la Universidad Gregoriana, y el otro, el P. D. S. Amalorpavadass, director del Centro de Bangalore, en India. Los dos hombres tenían enfoques teológicos completamente diferentes y no pudieron trabajar juntos en la redacción de un documento que sería votado por los miembros del Sínodo y aprobado por ellos como el documento sinodal. En cambio, cada uno compuso por sí mismo el borrador completo de un documento, y ambos aportaron por separado su propio escrito a los presidentes-delegados del Sínodo. (Trabajé durante las noches, junto con el P. Amalorpavadass y el P. Arévalo, de Manila, en la composición del documento de Amalorpavadass, que tenía unas cuarenta páginas de extensión.) Los dos textos eran incompatibles en su enfoque, uno muy conservador y mirando hacia el pasado, el de Grasso, y el otro, el de Amalorpavadass, muy progresista y abierto hacia el futuro, hasta el punto de que apenas reflejaban las deliberaciones ni representaban las conclusiones del mismo acontecimiento eclesial. No es de extrañar que el texto híbrido, compuesto por fragmentos de las producciones originales y elaborado durante la noche de la víspera del cierre oficial del Sínodo por Mons. A. Descamps, miembro del Sínodo en calidad de secretario de la Pontificia Comisión Bíblica, fuera rechazado por la asamblea. El Sínodo de obispos de 1974 terminó sin haber publicado un documento propio y tuvo que contentarse con solicitar al papa que publicara un documento propio a la luz de la documentación aportada tras el encuentro sinodal. Ese fue el origen de la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, publicada a finales de 1975. Este cambio de un documento sinodal a un documento papal pos-sinodal se convirtió en el patrón a seguir a partir de entonces, y en la primera asamblea general del Sínodo de 1977, que fue la siguiente asamblea en celebrarse, el secretario general del Sínodo informó a los obispos de que su tarea consistía en informar al papa, de modo que este pudiera publicar posteriormente un documento.
A pesar de este fracaso, el Sínodo de obispos de 1974 ha sido el más importante y el más exitoso de toda la serie posterior al Concilio. Por un lado, el concepto de la misión de la Iglesia se amplió mucho en relación con el mundo, muy en el espíritu de la Constitución pastoral Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II; por otro, la puerta estaba abierta, siguiendo ahora el espíritu de la declaración Nostra aetate, para darle un nuevo enfoque a la misión en relación con los miembros de las otras tradiciones religiosas, lo que permitiría el diálogo y la colaboración en lugar de perpetuar la desconfianza y los antagonismos. A esto hay que añadir que la Exhortación apostólica de Pablo VI Evangelii nuntiandi, a pesar de sus grandes méritos, no hizo justicia –afortunadamente– a la nueva conciencia que se había apoderado de los padres sinodales de considerar la Iglesia como una comunión universal de Iglesias locales, cada una con su «autonomía legítima» y su propia misión, completamente integrada en la realidad humana de la tierra. Comenté la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi en un artículo titulado «Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi», en Vidyajyoti 40 (1976), pp. 218-230.
Mi participación en el trabajo de la Federación de Conferencias Episcopales de Asia, que con el tiempo se estructuraron muy bien en diferentes «oficinas», cada una de las cuales se ocupaba especialmente de la misión evangelizadora, consistió en asistir y participar en varias reuniones y seminarios celebrados en nombre de la FABC, como por ejemplo el «Coloquio asiático sobre ministerios en la Iglesia», celebrado en Hong Kong en 1977. Cuando más tarde recibí mi nombramiento como miembro de la Comisión teológica asesora de la FABC, tuve que rechazar la invitación, porque para entonces había recibido la noticia de mi traslado a Roma. Mi partida a Roma me habría impedido asistir a las reuniones de la Comisión, aunque siempre estuve muy al tanto de sus ideas y he citado abundantemente los documentos que iba produciendo. En cuanto a la Indian Theological Association, de la que también era miembro y a la que seguí perteneciendo después de haber dejado la India, asistí y participé activamente en sus reuniones anuales, en la medida en que me fue posible –aun después de abandonar el país–, en las que se abordaron temas como: «Buscando una eclesiología india» (1983), «Hacia una teología india de la liberación» (1985), «Hacia una teología cristiana india de las religiones» (1989) y «Respondiendo al comunalismo (regionalismo)» (1991).
–Mientras estuvo en la India participó en la edición de un volumen sobre los documentos doctrinales de la Iglesia católica titulado La fe cristiana. Hoy todavía sigue usted trabajando en esa obra, ¿podría explicar el proyecto, cómo comenzó y qué significa para usted?
–En 1938, Josef Neuner y Heinrich Roos publicaron en alemán una colección de los principales documentos doctrinales de la Iglesia católica: Der Glaube der Kirche in den Urkunden der Lehrverkündigung. Fueron asistidos por dos jóvenes jesuitas: Alfred Delp (1907-1945) y Karl Rahner (1904-1984). Rahner estaba al frente de las ediciones posteriores de esta colección de documentos hasta que Karl-Heinz Weger se hizo cargo de la octava edición en 1971. En la India, el P. Neuner y yo nos dimos cuenta de que después del Concilio Vaticano II (1962-1965) era conveniente preparar una nueva colección de documentos doctrinales de la Iglesia, lo que dejaría fuera textos irrelevantes e incluiría más documentos, en particular de la enseñanza conciliar y posconciliar. Las introducciones a los capítulos y a los documentos específicos se escribieron a la luz de la doctrina del Vaticano II y de la mejor teología académica actual. Las traducciones existentes necesitaban ser corregidas y, en algunos casos, debían rehacerse. Se introdujeron nuevos capítulos para cubrir campos significativos de la enseñanza moderna y de la teología, añadiendo en total veintitrés capítulos, desde «Revelación y fe» (capítulo 1) hasta «Cumplimiento cristiano» (capítulo 23), con una sección inicial de «Símbolos y profesiones de fe». Para hacer este trabajo, Neuner y yo contamos con la ayuda de otros ocho profesores de dos Facultades, Vidyajyoti (Delhi) y Jnana Deepa Vidyapeeth (Pune). El resultado fue La fe cristiana en los documentos doctrinales de la Iglesia católica, publicado en 1973 por Theological Publications, en Bangalore (India). De 1973 a 2001 la obra llegó a tener siete ediciones, que fueron revisadas y actualizadas sucesivamente. La obra ha mantenido los mismos veintitrés capítulos, pero ha pasado de 711 páginas en la edición de 1973 a 1.135 en la séptima edición de 2001. La traducción italiana, realizada a partir de esa última edición, fue publicada en 2002 por San Paolo, Cinisello Balsamo (Milán). En la preparación de la sexta edición (1995) y de la séptima (2001) dispuse de la ayuda de diez colaboradores de la Universidad Gregoriana. El libro sigue siendo un valioso