Jacques Dupuis

No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis


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que estuviera seguro de que Dios me llamaba allí; lo que, por supuesto, no era más fácil de probar racionalmente de lo que había sido mi entrada en la vida religiosa. Para apreciar adecuadamente el enorme coste que suponía para los miembros de la familia, debemos recordar que, en aquellos días, una vocación a las «misiones extranjeras» en la India significaba que uno dejaba la familia y el país de una vez por todas; no habría retorno. Se cortaban los puentes. Que luego las cosas salieran de otra manera no era algo previsto o atisbado. Y, cuando llegó el momento, me despedí de mi padre, expresando mi confianza en que nos veríamos nuevamente en el cielo, cuando y si los dos llegábamos allí. Expresé la misma esperanza cuando me despedí de mis dos hermanos y de mi hermana.

      Mi viaje a la India tiene su propia historia. Éramos un grupo de cuatro jesuitas, dos estudiantes –otro y yo– y dos jóvenes sacerdotes. Salimos de Bruselas en tren el 8 de diciembre de 1948 hacia Génova, donde se suponía que íbamos a embarcar en un barco de la compañía Lloyd Triestino, que zarparía enseguida. Cuando llegamos a Génova, nos dijeron que la fecha de navegación se había retrasado un mes entero. Así que decidimos dejar nuestro equipaje con la compañía en Génova y tomar un barco en Nápoles que nos llevaría a Bombay. Esto nos brindó la maravillosa oportunidad de visitar Italia, pasar la Navidad en Roma y encontrarnos con nuestro padre general, que bendijo nuestra vocación misionera. Finalmente, salimos de Nápoles a principios de enero de 1949. El barco resultó ser un bote de semirremolque que había estado en el fondo del mar durante la guerra y había sido reflotado. No era un crucero de lujo; de hecho, la tercera clase, donde nos encontrábamos, nos traía a la mente las difíciles condiciones que habíamos conocido en Bélgica durante algunos de nuestros primeros años como jesuitas. El barco tardó casi un mes en llegar a Bombay desde Nápoles; debido al fuerte viento se atascó en Port Said, incapaz de cruzar el canal de Suez. Nos permitieron cruzar el canal por carretera, visitar El Cairo y subir nuevamente al barco allí después de tres días.

      En ese momento no se planteaba el que me convirtiera en profesor de teología en la India. En Bélgica había conocido de cerca, antes de partir para la India, al P. Pierre Johanns, el fundador de lo que llegó a conocerse como la «Escuela jesuita de indología de Calcuta». Durante mis primeros años en Calcuta entré en estrecho contacto con aquellos que habían sido sus colegas allí, como el P. George Dandoy y sus sucesores, los PP. Pierre Fallon, Julien Bayart, Robert Antoine y Richard de Smet, todos comprometidos en el diálogo interreligioso a un nivel académico muy alto en la Universidad de Calcuta o en otros lugares. Yo mismo fui destinado por mis superiores a seguir una trayectoria similar después de completar mi formación. Solo cuando, más tarde, empecé a estudiar teología, mi destino cambió para convertirme en un teólogo profesional.

      Después de pasar dos años trabajando en la escuela de secundaria San Francisco Javier, dediqué un año completo a estudiar el idioma bengalí, sin el cual la vida en Calcuta como sacerdote habría sido imposible. Dediqué toda mi energía y capacidad intelectual al estudio, y pronto me alegré de ello. Fue un trabajo duro al principio, y los primeros pasos fueron especialmente dolorosos. Pero después de un tiempo se volvió extremadamente gratificante. Poco a poco fui descubriendo el moderno idioma bengalí, del que el gran poeta y ganador del Premio Nobel de Literatura, Rabindranath Tagore, había sido su creador y su figura principal. Era muy gratificante poder leer gradualmente en su idioma original los poemas exquisitos y profundamente religiosos del padre del bengalí moderno, así como sus ensayos y tratados. Su inmensa producción literaria representa aún hoy el patrimonio cultural y religioso insuperable de la tierra bengalí y, de hecho, uno de los productos culturales y literarios más refinados de la rica herencia india. Quiero subrayar el hecho de que muchos de los poemas religiosos de Tagore, ya en la década de 1940, se utilizaban en la liturgia cristiana y se cantaban en las misas de la Iglesia católica por la inconfundible resonancia cristiana que evocaban. Todo esto, unido a la familiaridad con los poemas religiosos de otros santos bhakti hindúes, iba teniendo un cierto impacto en mí, y hacía que la pregunta fuera cada vez más apremiante: ¿cómo se relacionan todas estas riquezas y dones divinos con nuestra propia herencia cristiana? Me estaba preparando para emprender mis estudios teológicos.

      –Se dirigió usted entonces a Kurseong, en el norte de Bengala, para comenzar sus estudios teológicos. ¿Cómo fueron esos años y qué recuerda de la vida allí?

      –Sí, en enero de 1952 fui a nuestra Facultad de Teología Saint Mary’s College, en Kurseong, una pequeña ciudad en la ladera del Himalaya, situada a unos 2.000 metros de altura y a unos 500 kilómetros al norte de Calcuta. El sitio era, sencillamente, precioso. Desde nuestra casa, hacia el sur, veíamos la llanura de Bengala, que se extendía cientos de kilómetros cuando la visibilidad era clara; y hacia el norte teníamos una magnífica vista de las nieves eternas del Kinchinjunga, uno de los picos más altos y majestuosos de la cordillera del Himalaya. La ubicación, así pensábamos en esos días, era ideal para elevar nuestros pensamientos hacia valores inmortales a través del estudio de la teología. Más tarde, después del Concilio Vaticano II (1962-1965), la situación sería diferente, y parecería incongruente seguir pensando la fe que debíamos anunciar a las personas estando tan aislados del mundo. Nuestra Facultad teológica sería trasladada de las alturas de Kurseong al centro de Delhi, la capital de la India. El contraste no pudo haber sido mayor, pero nadie lo lamentó.

      Mientras tanto comencé en serio mis estudios teológicos en Kurseong. El cuerpo estudiantil estaba formado por un centenar de escolares jesuitas, pertenecientes a todas las misiones jesuíticas de la India; en ese momento, la gran mayoría era todavía de nacionalidad extranjera. Los profesores también eran casi todos extranjeros, en su mayoría belgas. Eso cambiaría después por completo. Casi todos los profesores y estudiantes son ahora ciudadanos indios que pertenecen a las diferentes provincias jesuitas de la India, a las que se agregan algunos de otros países asiáticos; tanto los estudiantes como el claustro también están abiertos a no jesuitas. En aquellos días estábamos orgullosos de pertenecer al Saint Mary’s College, que era la primera y, en ese momento, la única Facultad eclesiástica en la India, además de ser el escolasticado de la Compañía de Jesús situado a más altura. El nivel académico de la Facultad se ajustaba a su prestigiosa ubicación. La Facultad teológica de Kurseong en aquellos días se comparaba con las Facultades de teología en Roma, París o cualquier otro lugar, por los rigurosos estudios académicos y la excelencia de la enseñanza impartida por los profesores. Recuerdo con especial gratitud al P. Joseph Putz, el decano de la Facultad, que se convirtió en perito del Concilio Vaticano II, que fue mi mentor –o como diría en términos indios, mi gurú–, de quien aprendí mucho, no solo de sus conocimientos, sino también de su apertura real al mundo, de la atención a la cultura circundante y a la situación concreta, y de su sincero deseo de una verdadera renovación de la teología. Finalmente fui destinado a ser su sucesor en la enseñanza de temas fundamentales de teología sistemática como son la cristología, la Trinidad y la eucaristía, así como un curso sobre teología de las religiones, que era entonces un tema muy nuevo. Hubo entre nosotros, profesores y estudiantes, mucha innovación en actividades académicas, incluida una «Academia india» a través de la que se hacían esfuerzos por relacionar nuestro estudio de la teología cristiana con las tradiciones religiosas indias. Fue un excelente entrenamiento para lo que vendría después.

      –Usted fue ordenado sacerdote en Kurseong en 1954, ¿qué recuerda del día de su ordenación? ¿Viajó su familia para asistir a la ordenación? ¿Cuáles fueron sus sentimientos entonces?

      –Fui ordenado sacerdote en Kurseong al final de mi tercer año de teología, el 21 de noviembre de 1954, por el arzobispo Ferdinand Perrier, SJ, de Calcuta. Mi padre no pudo asistir a mi ordenación debido a sus obligaciones profesionales, pero sí estuvieron mi hermana y un primo. Su presencia fue, por supuesto, una gran alegría y consuelo en esa ocasión única de mi ordenación sacerdotal, que para cualquier nuevo sacerdote marca lo que es quizá el hito más importante en su vida. La presencia de la familia era aún más apreciada porque esos largos viajes todavía eran algo excepcional por entonces. Después de la ordenación tuve la oportunidad de recorrer la India con mis invitados, haciéndoles descubrir algunos de los tesoros del patrimonio cultural indio. Quedaron grandemente impresionados y volvieron a casa con maravillosos recuerdos de un viaje único.