de mis profesores debo añadir, con un sentimiento de profunda gratitud, y sin que yo lo supiera en ese momento, que mi querida madre, desde el mismo momento en que empezó a tener hijos, empezó a rezar para que uno de ellos se hiciera sacerdote. Esto explica, tal vez, el sentimiento que siempre he tenido de haber sido objeto de especial cariño por su parte. Probablemente, ella tenía el presentimiento de que ese sería yo. Años más tarde, cuando en el invierno de 1944 estaba ingresada en una clínica de Lovaina para ser sometida a una operación de cáncer, fui a visitarla antes de la intervención, cuyo resultado era incierto. Con gran emoción me dijo entonces que mi vocación había sido la mayor alegría y gracia de su vida, y que la había estado pidiendo a Dios durante muchos años. Finalmente, ella murió de cáncer el 7 de mayo de 1945, el mismo día en que todas las campanas de la ciudad estaban tocando para celebrar el final de la guerra. Ella había ofrecido su vida para que todos nosotros pudiéramos sobrevivir a las penurias de la guerra. No me cabe duda de que debo mi vocación a mi madre, a su ejemplo y oraciones.
Terminé el colegio en julio de 1941 y entré al noviciado en septiembre. Cuando le conté a mis padres y a mi familia mi decisión de entrar en la Compañía, su primera reacción fue la de pedirme que esperara hasta el final de la guerra para irme de casa. Las condiciones durante la ocupación nazi eran, de hecho, muy duras, y parecía mejor posponer mi decisión hasta el momento en que, acabada la guerra, mi vida ya no corriera peligro y las condiciones hubieran mejorado. Mi respuesta fue que no se sabía cuánto duraría la guerra y que creía que no debía posponer mi decisión. Parece que eso tenía sentido para mis padres. Los demás, sin embargo, reaccionaron cada cual a su modo. Mi madre vio en mi vocación la realización de sus aspiraciones más profundas, aunque, por supuesto, la separación fuera especialmente dolorosa; pero ella sabía cómo aceptar sacrificios y haría este por mí. Para mi padre fue más difícil de entender y de aceptar. Alimentaba grandes esperanzas para mi futuro, como también para mi hermano mayor, en otra dirección bastante diferente, en la vida profesional. Sin embargo, nunca trató de disuadirme o de interferir en lo que yo pensaba que era mi vocación, aun cuando la llamada no siempre fuera fácil de explicar racionalmente. Me insistía una y otra vez en que, si alguna vez yo me arrepentía de mi decisión y descubría que me había equivocado, no dudara en volver a casa, donde siempre sería bienvenido. Gracias a Dios, eso no sucedió, y mi familia ha permanecido más apegada a mí desde entonces.
–¿Dónde hizo el noviciado y las primeras etapas de la formación en la Compañía? ¿Podría hacernos un breve resumen de estos primeros años de formación? ¿Cuándo y por qué eligió usted ir a la India?
–Habría mucho que decir sobre aquellos siete años de las primeras etapas de formación jesuita antes de ir a la India a finales de 1948. Los primeros años fueron aún bajo la ocupación alemana, y los años siguientes aún llevaban las cicatrices de todas las dificultades sufridas por el país y su gente. Nosotros afrontábamos aquellas dificultades como jóvenes jesuitas con un profundo espíritu de solidaridad. Para hacerse una idea de cómo pasamos esos años de dificultades diría que ese tiempo se podría dividir en tres partes: dos años de noviciado, dos años de estudios clásicos para la obtención de una licenciatura en Letras y tres años de filosofía. Por tanto, debería haber conocido solamente tres residencias durante ese tiempo; sin embargo, estuve en siete. Entré al noviciado en Arlon, en la provincia luxemburguesa de Bélgica. Menos de seis meses después, las fuerzas alemanas requisaron nuestra casa y nos dieron veinticuatro horas para desalojar. Incluso la biblioteca tenía que ser vaciada; finalmente encontró refugio en el desván de la iglesia que estaba junto a la casa, que era muy espaciosa. Tuvimos que mudarnos a nuestra casa de campo, en un pequeño lugar llamado Clairfontaine, muy cerca de la frontera con Luxemburgo. El campo era muy hermoso, pero el alojamiento era de pura acampada. Con todo, continuamos nuestra formación profundizando nuestra vida espiritual, nuestra vida de oración y el estudio de la Fórmula del Instituto, de la Compañía de Jesús, así como también hacíamos trabajo manual y realizábamos distintas experiencias para probar nuestra vocación. Sin embargo, cuando llegó el invierno –que en esas latitudes puede ser muy severo–, fue imposible continuar acampando sin ningún tipo de calefacción. Entonces nos fuimos aún más cerca de la frontera con Luxemburgo, a un pequeño lugar llamado Guirsch, y fuimos alojados en un pequeño convento de monjas. Solo quedaban tres monjas ancianas, cuyas edades juntas sumarían unos doscientos cincuenta años. Ya por entonces experimenté el hecho de que las dificultades físicas y las circunstancias adversas de la vida ayudan a formar el carácter, y doy gracias a Dios por la sólida formación que recibí durante mis primeros años como jesuita.
El segundo período se llamaba «juniorado». Consistía en dos años de estudios académicos de latín, griego y, por supuesto, literatura francesa, principalmente en la Facultad de Notre Dame de la Paix, en Namur. Aquí también tuvimos que vivir en dos lugares distintos. Estuvimos unos cuantos meses en nuestro colegio de Wepion, junto al río Mosa, cerca de Namur, cuando la misma historia se repitió otra vez. Las fuerzas de ocupación –estábamos en 1944– nos obligaron a desalojar la casa en un corto plazo de tiempo y la convirtieron en el cuartel de oficiales del ejército alemán. En ese momento nos fuimos a nuestra granja en el campo, situada en un pueblito llamado Suarie, donde las condiciones materiales y el montaje del campamento eran considerablemente más duros que los que habíamos tenido en Clairfontaine. Allí teníamos que vivir y dormir en el suelo de unos establos donde anteriormente había habido ganado. Blanqueamos los establos con rapidez para convertirlos en espacios donde poder vivir, estudiar y dormir. En ese tiempo no tuvimos sillas ni mesas, usábamos pacas de paja. Incluso el altar donde se decía misa cada mañana estaba hecho de pacas de paja. A pesar de esas condiciones, continuamos nuestros estudios y preparamos los exámenes anuales oficiales, que todos aprobamos. También había trabajo que hacer en los campos y en la granja –sin mencionar que había que vigilar los campos durante la noche para evitar robos– para poder tener algo que comer y de lo que vivir. Pero aquí más que en ningún otro lugar o en ningún otro momento durante toda mi vida en la Compañía experimenté un espíritu comunitario tan profundo, hecho de preocupación mutua, donde cada uno se olvidaba de sí mismo y pensaba primero en los demás. Eso no habría sido posible sin la guía del gran jesuita que era nuestro rector –cuyo nombre era Clement Paquet–, que consiguió crear entre nosotros un extraordinario espíritu de caridad fraterna, ayuda mutua y colaboración. A esas condiciones materiales tan precarias en que vivíamos se añadían los peligros de los bombardeos; también corríamos el riesgo de arrestos y represalias por parte de los ocupantes nazis. En aquellos días se vivía completamente al día, sin garantía alguna de estar vivo al día siguiente. Y fue en esas circunstancias como viví lo que seguirían siendo los años más trágicos de mi vida.
–Usted ha hablado del peligro constante para sus vidas durante la guerra. ¿Podría explicar a qué se refiere? ¿Qué experiencias tuvo en las que se sintiera realmente en peligro?
–Algunos recuerdos de esos años son especialmente vívidos en mi mente. Uno de ellos es el del bombardeo de Namur en 1944. El puente ferroviario sobre el río Mosa fue un importante punto estratégico utilizado por los alemanes para la retirada de sus tropas. El ejército estadounidense quería volar el puente. En un brillante día soleado, grandes aviones estadounidenses sobrevolaron la ciudad y desde una gran altura arrojaron hasta diez o más bombas. Desde Suarie, donde estábamos acampando, a unos cinco kilómetros de la ciudad, podíamos ver las bombas brillando al sol cuando caían de los aviones en posición horizontal e iban tomando gradualmente la posición vertical al descender. El silbido que emitían al caer era ensordecedor. Siguió una explosión enorme, cuando todas las bombas golpearon el corazón de la ciudad. Más de cuatro mil civiles murieron, mientras que el puente permaneció intacto. Al día siguiente, dos avionetas de la Royal Air Force británica (RAF) se lanzaron sobre el puente, arrojaron algunas bombas pequeñas y rompieron el puente sin causar ninguna víctima. Mientras tanto se organizaban trabajos de ayuda en la ciudad. La autoridad municipal hizo un llamamiento a los voluntarios para ayudar a rescatar a las víctimas y desenterrar a los muertos. Toda nuestra comunidad de jóvenes jesuitas se comprometió durante semanas en los trabajos de socorro, sacando a los heridos y a los cadáveres de entre las ruinas. El trabajo era interrumpido regularmente debido a las repetidas alarmas de ataque aéreo; cada vez que eso sucedía teníamos que