Jacques Dupuis

No apaguéis el espíritu. Conversaciones con Jacques Dupuis


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Siempre he pensado que mis padres se complementaban uno al otro maravillosamente bien. Somos cuatro hermanos, siendo yo el tercero de los hijos, con un hermano, Michel, y una hermana, Monique, por delante de mí, y un hermano, André, por detrás. Los tres primeros nacimos muy seguidos y fuimos educados juntos. Esta cercanía de edad entre los tres tejió fuertes lazos entre nosotros que perduran hasta hoy, a pesar de haber perdido a mi única hermana a causa de su muerte en 1997, una pérdida que siento profundamente cada día.

      Aunque nací en Huppaye, pasé toda mi juventud en Charleroi, en la provincia de Hainaut, que en aquellos días era uno de los mayores centros industriales de Bélgica, llamado «el país negro» debido a las muchas minas de carbón y a las fábricas, con sus montañas de residuos de carbón y los altos hornos que forman su horizonte. Aquí es donde mi padre ejerció su profesión. Aquí es donde, en 1929, cuando tenía cinco años, entré en el colegio de los jesuitas del Sagrado Corazón y donde pasaría los doce años de la vida escolar, seis en la escuela de primaria y seis en la escuela de humanidades o escuela secundaria. Todo lo que sé lo he aprendido de los jesuitas. Me alegra decir que tuve una educación exquisita en el colegio de los jesuitas, que habría sido difícil encontrar en otros lugares, incluso entre otros colegios jesuitas. Especialmente los seis años de humanidades grecolatinas, que fueron emocionantes. Se establecían profundas amistades entre los estudiantes del mismo año de clase, y entre ellos y sus profesores. Reinaba entre nosotros un clima de emulación para alcanzar la excelencia académica, por lo que la educación que recibí en casa –con las altas exigencias de mi padre hacia sus hijos– me fue muy útil. También disfrutábamos de un alto nivel de formación cultural en las artes, incluyendo la música y las artes gráficas. Lo que más mejoraba la formación recibida era el contacto continuo con los Padres en clase, pues cinco de los seis años de humanidades teníamos a un sacerdote jesuita como profesor «titular». Debo decir que los hombres con los que tratábamos durante seis años, y que nos proporcionaban una base diaria en las humanidades, fueron bastante notables. Más tarde he pensado a menudo que tal vez la primera razón por la que las vocaciones han caído drásticamente en las últimas décadas se debe al hecho de que los estudiantes ya no disfrutan, por falta de personal, de este profundo y continuado contacto con los Padres. Esto, me temo, funciona como un círculo vicioso, pues, al reducirse el número de vocaciones, se reducen a la vez las oportunidades de tener contactos continuados similares.

      La educación ideal que estábamos recibiendo se vio abruptamente interrumpida cuando, el 7 de mayo de 1940, durante mi penúltimo año de escuela, llamado «Poesía», Bélgica fue invadida por el ejército alemán. Con dieciséis años me ofrecí voluntario para el ejército, pero fui rechazado por ser demasiado joven. Como director de una gran fábrica que estaba produciendo también material de guerra, mi padre recibió órdenes de destruir las máquinas, que producían un material que no debería caer en manos del enemigo, y de abandonar el país. Así es como mi familia entera se fue a Francia. Primero desembarcamos en Normandía, en la playa, en un lugar llamado Rivabella, que era más un lugar de vacaciones que un refugio de exiliados; pero los alemanes avanzaban deprisa en la invasión de Francia, y pronto habrían llegado hasta nosotros. Por eso, tras dos semanas en Rivabella nos desplazamos hacia el sur, y esta vez desembarcamos en Vandée, en un lugar pequeño y bastante atrasado llamado Aiguillon-sur-Mer, frente a la isla de Ré. Esa, me atrevería a decir, fue mi primera experiencia en un entorno de Tercer Mundo, a pesar de que la expresión era desconocida entonces. Los suelos estaban hechos de barro, y el combustible, de estiércol de vaca; lo vería mucho más tarde en las aldeas de la India. El lugar en que estábamos parecía más un campamento que una casa; pero las dificultades tuvieron la ventaja de profundizar unos lazos ya de por sí profundos, y experimentamos una enorme solidaridad entre nosotros. A mi padre le preocupaba que yo pasara todo el tiempo de exilio sin que prosiguiera mis estudios. Por eso entré en el liceo francés, que no estaba muy lejos de ese lugar, y asistí al segundo año de colegio, que preparaba para el francés «Bacho». La atmósfera no era demasiado amistosa hacia Bélgica, a la que se acusaba de haber traicionado a los aliados al capitular ante Alemania. Yo me defendía enérgicamente, y estoy orgulloso de decir que en el rendimiento académico podía competir fácilmente con los estudiantes franceses de la clase. Lo que sucedió después fue que los alemanes ocuparon incluso el olvidado lugar en que habíamos desembarcado y no tenía sentido quedarse allí más tiempo. La ocupación alemana en casa sería mejor que en tierra extranjera. Así que emprendimos nuestro viaje a casa en agosto de 1940 afrontando las dificultades de la ocupación alemana, que durarían hasta la liberación de Bélgica por el ejército alemán en 1944.

      De vuelta a casa reanudé mis estudios en el colegio con los Padres y con todos los compañeros del grupo que se habían quedado en Bélgica o que, felizmente, habían retornado. El último año de colegio, llamado «Retórica», fue especialmente rico y fructuoso. Tenía unos años difíciles por delante, sin embargo formaron mi carácter y me fueron preparando para afrontar las realidades de la vida. Una vez más, deseo mencionar –porque la educación en el hogar es incluso más fundamental que la recibida en la escuela– cuánto recibí a lo largo de esos años de mis padres y mi familia. Estoy especialmente agradecido a mi padre por el sentido de excelencia que transmitió a sus hijos a través del ejemplo de su propia vida y trabajo, así como las grandes expectativas que él depositó en nosotros. A él le debo la ambición por la perfección que yo mismo he tratado de cultivar, y que me ayudó tanto cuando entré en la Compañía de Jesús para seguir el ideal de san Ignacio de buscar siempre el mayor servicio y la mayor gloria de Dios. Las virtudes naturales aprendidas en la juventud pueden ser transformadas por la gracia de Dios en dones sobrenaturales. Con mi madre estoy aún más en deuda, si cabe, por su profundo amor y su cariño, su preocupación por mi bienestar y las esperanzas que ella mantuvo en secreto para mi futuro.

      –¿Era usted muy religioso cuando era un niño? ¿Cuándo pensó por primera vez en hacerse sacerdote? ¿Qué le dijeron sus padres cuando se lo dijo? ¿Por qué se hizo jesuita?

      –Fui un niño lleno de vida, muy activo, más inclinado al deporte –el tenis, la natación–, que practicaba diariamente, y a recorrer largas distancias en bicicleta. Yo no tenía en absoluto un temperamento tranquilo o introspectivo, sino que, por el contrario, era emprendedor y siempre en movimiento. Por tanto, no era especialmente pío o «religioso»; no más, diría, que lo que podría esperarse de un niño de mi condición. Sin embargo, desde muy temprana edad era monaguillo y comulgaba en la misa diaria. Nuestra casa estaba solo a cinco minutos del colegio jesuita al que iba y de la iglesia aledaña. Mi madre y yo íbamos diariamente a misa a las 7 de la mañana. Mi madre asistía a la misa en la que yo hacía de monaguillo a alguno de los Padres. Volvíamos al colegio juntos después de la misa y, después del desayuno, me iba al colegio. La distancia de casa al colegio era tan corta que podía salir de casa cuando sonaba el timbre de clase y llegar a tiempo, porque caminaba bastante deprisa.

      Mencioné antes el estrecho contacto que había en nuestro colegio entre los Padres y los estudiantes: contacto en clase, donde recibíamos una educación alternativa, especialmente durante los últimos años, y en las materias más importantes para la vida, como las clases de Religión; pero también contacto fuera de clase, donde participábamos en actividades deportivas o culturales con los Padres en las instalaciones del colegio. Muchas horas de actividad física y cultural pasadas en un ambiente muy amable y viril.

      A la pregunta de cuándo y cómo pensé en la posibilidad de hacerme sacerdote, mi respuesta es que no hubo un momento especial en el que tuviera una especial gracia de iluminación. Vino por sí mismo, como por ósmosis, a través de la influencia intelectual y espiritual que los Padres ejercían en mí, aunque jamás hubiera la más mínima presión de ningún tipo. El tipo de vida que llevaban, profundamente comprometidos como estaban en el servicio a través de la educación y profundamente sinceros en su compromiso religioso, me impresionaban hondamente, sin ser yo completamente consciente, y convirtiéndose gradualmente para mí en un ejemplo a seguir y en un ideal que realizar en mi propia vida.

      No era yo el único impresionado así. De la treintena de alumnos que formábamos la clase a la que pertenecía, seis entramos en la Compañía de Jesús, dos al clero diocesano y uno a la Orden benedictina. Personalmente, creo que en mí se desarrollaron a la vez