a Namur con sus tanques y patrullaban por todas partes en busca de soldados alemanes que trataban de escapar hacia el bosque, donde habían quedado para reagruparse. Las autoridades municipales habían pedido a nuestros superiores que enviaran en bote a un grupo de jóvenes jesuitas a través del Mosa para enterrar a los soldados alemanes que yacían muertos en el campo. Era pleno verano, y la temperatura era excepcionalmente alta para la época, con el resultado de que los cadáveres de esos pobres alemanes se estaban deteriorando rápidamente. Era urgente enterrarlos allí mismo, sin identificar. Mientras estábamos ocupados haciendo ese trabajo macabro, otros soldados alemanes estaban caminando detrás de una valla con sus armas apuntando hacia nosotros, con la esperanza de llegar a su punto de reagrupación en el bosque. Los estadounidenses querían dispararles dese el otro lado del río, pero se abstuvieron de hacerlo porque nosotros estábamos en medio, haciendo nuestro miserable trabajo. Enviaron a una niña para decirnos que cruzáramos inmediatamente al otro lado del río, para que ellos pudieran disparar a los soldados alemanes que se escondían detrás de la cerca con la esperanza de escapar. Apenas habíamos cruzado el río cuando los estadounidenses dispararon sobre ellos y pudimos ver cómo los hombres caían del otro lado.
Aparte de esos trágicos acontecimientos, la vida cotidiana se vivía en total inseguridad. Los alemanes llegaban repetida e inesperadamente en busca de personas. Nos ponían en fila y nos apuntaban con sus pistolas mientras buscaban en nuestras habitaciones huellas de actividades relacionadas con la «resistencia». En caso de hallar alguna evidencia comprometedora, el presunto culpable era llevado inmediatamente a un campo de concentración. Los alemanes también buscaron jóvenes de Luxemburgo, a quienes alistaban por la fuerza en el ejército alemán. Como en nuestra comunidad había algunos escolares –jóvenes jesuitas en formación– de Luxemburgo, tuvimos que mantenerlos escondidos en un refugio dentro de nuestro propio bosque, allí permanecían escondidos y les llevábamos comida tres veces al día.
–¿Alguno de sus familiares cercanos sufrió y murió en la guerra?
–He señalado ya que mi madre rezaba y ofrecía su propia vida –murió el día del alto el fuego, el 7 de mayo de 1945– para que todos nosotros pudiéramos escapar y salir vivos después de la guerra. Y así sucedió por lo que se refiere a mi padre, mis hermanos y mi hermana. Durante la ocupación alemana, mi padre vivió bajo continuas amenazas, dada su condición de gerente de una gran fábrica que antes de la guerra había producido material bélico. Los alemanes lo acosaban constantemente para que produjera el mismo material para ellos. Él alegaba siempre la imposibilidad de hacer que la fábrica funcionase en aquellas circunstancias. A pesar del hostigamiento constante sobrevivió tras haber soportado durante años una presión inhumana. Tan pronto como los estadounidenses liberaron Bélgica de la ocupación alemana, la fábrica se puso nuevamente en funcionamiento y produjo las armas que le solicitaba el ejército norteamericano, por lo que después de la guerra mi padre recibió un premio del ejército estadounidense.
Un tío mío, Robert Lemaitre, hermano de mi madre, fue el único miembro de la familia que pagó su actividad patriótica con la vida. Había sido voluntario durante la Primera Guerra Mundial y había luchado en las trincheras. Después de la guerra recibió muchas medallas del ejército belga por su comportamiento ejemplar como soldado. Se convirtió en notario en Châtelineau, cerca de Charleroi. Tenía una casa muy grande en la que había construido un escondite para albergar a los pilotos y oficiales británicos de la RAF cuyos aviones habían sido derribados por los alemanes. Fue denunciado por actividades anti-alemanas. Su casa fue exhaustivamente registrada por los alemanes, que no encontraron nada, aunque los aviadores británicos estaban ocultos allí. Sin embargo, llevaron a mi tío a la prisión de Bochum, en Alemania. Esto fue en noviembre de 1941. Mi tío murió allí, después de sufrir grandes penurias, en diciembre de 1942. Hasta después de la guerra nunca supimos qué había sucedido tras su arresto. En mayo de 1945, un sacerdote belga que había sido encarcelado con él en Bochum y lo había ayudado en sus últimos momentos vino a comunicar a la familia la muerte de mi tío.
–Volvamos a su formación jesuita y a su deseo de ir a la India como misionero.
–Durante este período, lleno de acontecimientos, fue creciendo en mí el deseo de ir a la India como misionero. Nunca se enviaba a nadie a las «misiones extranjeras» si antes no había expresado claramente a los superiores su deseo de ir y trabajar allí. En mi caso, a pesar de que desde hacía mucho tiempo me sentía atraído por la India, a causa de su rico patrimonio cultural y religioso, nunca había pensado en términos de vocación misionera. Una vez más, la llamada llegó como por ósmosis, si se me permite decirlo así. Un gran grupo de mis compañeros ya estaba destinado a ir a la India, en vista de lo cual hicieron algunos cursos especiales de preparación para su misión allí. A esos cursos los llamábamos el «juniorado indio», pues se impartían clases de historia y filosofía indias, religión hindú, inglés y sánscrito. Este juniorado especial estaba dirigido por el P. Pierre Johanns, que había vivido muchos años en Calcuta, donde había hecho un trabajo pionero en el campo del diálogo interreligioso con el hinduismo en el más alto nivel académico. Tuvo que regresar a Bélgica por problemas de salud y pronto asumió la dirección de los cursos especiales para los que estaban destinados a la India. Mi atracción por la India nació del contacto con este extraordinario maestro y con aquellos compañeros míos que aspiraban a vivir y trabajar allí; y llegó el día en que comencé a pensar que yo también podía tener la misma vocación. La atracción por la India se convirtió en fascinación y, finalmente, informé a los superiores de mi deseo de inscribirme en la misión de Calcuta. Confiaba en que la autenticidad de mi vocación sería reconocida por ellos, y me alegré muchísimo cuando me notificaron su aprobación.
El tercer período de mi formación inicial consistió en tres años de filosofía, de 1945 a 1948, para obtener una licenciatura en esa disciplina. Esto debía hacerse en Lovaina, en la Facultad jesuita de Filosofía de Eegenhoven. Esta vez ni siquiera pudimos comenzar el plan de estudios en lo que debería haber sido nuestra residencia. El colegio de San Alberto, en Eegenhoven, había sido incendiado por los alemanes durante la guerra, y la comunidad de jesuitas estudiantes de Filosofía estaba en el exilio en el colegio de San Pablo, en Godinne, en la provincia de Namur. Las condiciones aquí eran, sin embargo, bastante favorables y, bajo la dirección de un notable grupo de profesores, me interesé profundamente en la filosofía, que me serviría más tarde para mi especialización en teología. Los jesuitas de Lovaina habían desarrollado, bajo la guía de Joseph Maréchal, lo que se llamaba la escuela de filosofía jesuita de Lovaina, como una respuesta trascendental al agnosticismo de Emmanuel Kant. Uno entraba con orgullo intelectual en un patrimonio de tal calidad. Finalmente, el colegio de Eegenhoven fue reconstruido, y fuimos a ocuparlo desde Godinne durante las vacaciones de verano, después de mi segundo año de Filosofía. Así pude hacer mi tercer y último año de Filosofía en el colegio donde debería haber comenzado el primer año, cerca de la gran Universidad de Lovaina. Este traslado elevó el número de mis lugares de residencia a siete en siete años. Las condiciones volvían a la normalidad, tanto en lo político como en lo económico, de modo que podíamos dedicarnos por completo a los estudios y a la dimensión intelectual. Este sería el breve relato de mis primeros años de jesuita, de los que guardo un muy buen recuerdo.
–Partió usted hacia la India a finales de 1948, navegando desde Nápoles a Bombay. ¿Cuáles fueron sus primeras impresiones de este país, que se había independizado el año anterior, en 1947, y poco después había sido testigo del asesinato de Mahatma Gandhi? ¿Dónde vivió en la India en esos primeros años y qué hacía usted? ¿Qué impacto tuvieron en usted las tradiciones religiosas y las culturas de la India en ese período como recién llegado?
–Fue en diciembre de 1948 cuando tuve que despedirme de mi familia e irme a nuestra misión en Calcuta. La partida fue, por supuesto, muy dolorosa; menos para los que se iban que para los que se quedaban. En lo que a mí respecta, estaba viendo cumplido mi sueño y mi vocación, por dura que fuera la partida. Fue mucho más difícil y doloroso para la familia que dejaba atrás. Mi padre, a quien conté lo que sentía en los meses previos a la partida, se preguntaba por qué tenía que ir tan lejos para poder responder a la llamada de Dios. Podía ser un buen sacerdote y jesuita en casa, donde había