poder asistir. Se enviaba un sobre a cada uno para cubrir los gastos básicos del viaje. Los consultores también podían asistir a algunas reuniones organizadas por el Consejo, tanto en Italia como en el extranjero, para tratar más ampliamente sobre cuestiones importantes que tenían que ver con el trabajo del Consejo. De este modo fui designado por el Consejo para asistir al coloquio teológico organizado por el mismo Consejo y que tuvo lugar en el Seminario Pontificio en Poona, India, en agosto de 1993, sobre cristología, eclesiología y teología de las religiones. Entregué allí un documento sobre «La Iglesia, el Reino de Dios y los otros”», que se publicó con las actas del coloquio en Pro Dialogo, el boletín del Consejo (85-86/1 [1994], pp. 107-130). Organizar tales reuniones o seminarios era para el Consejo una forma de sentir el pulso teológico en general sobre algunos temas candentes relacionados con el diálogo interreligioso; celebrarlos en el extranjero ayudó a despertar menos sospechas. En cuanto a las reuniones en el extranjero con otros grupos involucrados en el diálogo interreligioso, como la Unidad de diálogo con los pueblos de fe viva, del Consejo Mundial de las Iglesias, rara vez se nos pidió a los consultores del PCID que asistiéramos; los miembros del Consejo se guardaban esa tarea para ellos mismos.
Con respecto al tipo de temas para los que se buscaba la opinión de los consultores, puedo mencionar uno que causó sensación. La Congregación para la Doctrina de la Fe (en adelante CDF) publicó en octubre de 1989 una «Carta sobre algunos aspectos de la meditación cristiana» que provocó revuelo incluso en las estancias del Vaticano por su actitud negativa hacia la adopción de métodos orientales de oración y meditación por parte de los cristianos. El cardenal Arinze convocó una consulta especial sobre el tema. Los consultores del PCID fueron unánimemente negativos en sus reacciones al documento, que consideraron ofensivo hacia las otras tradiciones religiosas. El cardenal Ratzinger era conocido por su oposición personal a tales prácticas, que había presenciado en Alemania; una vez se refirió a la práctica del zen como «autoabuso» espiritual. Dada la fuerte desaprobación del documento por parte del Consejo, el cardenal Arinze le pidió al cardenal Ratzinger una reunión conjunta de los dos dicasterios sobre el asunto. La reunión tuvo lugar, pero a escala reducida y solo entre los altos funcionarios de ambos lados. Interrogado sobre la oportunidad y la sabiduría de tal documento, el cardenal Ratzinger se excusó diciendo que el documento había sido escrito antes de que él asumiera la función de prefecto de la CDF; él solo había puesto su firma en un documento con el que no había tenido nada que ver personalmente. A todo esto, ¡se había convertido en prefecto de la CDF en noviembre de 1981! Era una forma extraña de rechazar toda responsabilidad sobre un documento al que la firma del cardenal prefecto había dado toda la autoridad de su dicasterio. Esto coincidía con la disposición y la práctica común según las que, aunque los Consejos Pontificios para la Unidad de los Cristianos, el Diálogo Interreligioso y la Cultura no puedan publicar ningún documento sin la aprobación de la CDF, no se espera que la Congregación consulte a dichos Consejos cuando publica documentos estrechamente relacionados con el campo de operación de estos. El asunto quedó como estaba.
–Se le asignó la delicada tarea de redactar el documento principal que el PCDI produjo durante los diez años que usted fue su consultor, Diálogo y proclamación (1991), en colaboración con la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, la antigua Congregación «De Propaganda Fide». ¿Podría recordar aquí su experiencia como redactor principal de ese documento? ¿Quién le pidió que escribiera ese texto? ¿Cuáles fueron los problemas cruciales? ¿Está satisfecho con el resultado final? ¿Recibió algún comentario después?
–El Secretariado para los No Cristianos había publicado en 1984 un documento titulado La actitud de la Iglesia hacia los seguidores de otras religiones: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo y la misión. El redactor principal de ese documento había sido Marcello Zago, el por entonces secretario del Secretariado, que luego se convirtió en general de los Oblatos de María Inmaculada. El objetivo de ese documento era aplicar al diálogo interreligioso la noción ampliada de la misión evangelizadora de la Iglesia que se desarrolló a raíz del Concilio Vaticano II. Previamente, evangelizar había sido prácticamente identificado con proclamar a Jesucristo y convertir a otros al cristianismo. Ahora tenía que quedar claro que otras actividades de la Iglesia pertenecían también a la misión evangelizadora de la Iglesia como «partes integrales», entre las que estaban la promoción para la liberación humana integral y el diálogo interreligioso. El diálogo se consideró, en el mejor de los casos, como un primer paso hacia la proclamación; debía mostrarse que el diálogo ya es evangelización por derecho propio. El documento de 1984 hizo esto de manera muy competente y abrió nuevos horizontes para la práctica de la misión evangelizadora. Al mismo tiempo planteó nuevas preguntas.
Si el diálogo ya era evangelización, ¿cómo se relacionaba con la proclamación del Evangelio y con la comisión de la Iglesia para anunciar a Jesucristo e invitar a los miembros de otras tradiciones religiosas a convertirse en sus discípulos en la comunidad de la Iglesia? Y, además, si el diálogo era evangelizador, ¿quedaba algún lugar o necesidad de proclamar y anunciar? Estas son las preguntas difíciles que el nuevo documento, previsto por lo que pronto se llamaría el Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso, estaba destinado a abordar. El documento se publicó en 1991 bajo el título Diálogo y proclamación: reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y la proclamación del Evangelio de Jesucristo. Pero tenía una larga historia y una gestación difícil, que se había estado construyendo desde hacía varios años.
Por qué después de una larga discusión entre los miembros y los consultores, en la que se estableció una estructura provisional del documento, me pidieron que escribiera el primer borrador, no lo sé. El hecho es que Mons. Michael Fitzgerald, el secretario, supongo que con la aprobación del presidente, el cardenal Arinze, me pidió que hiciera el trabajo. No fue un trabajo fácil, ya que uno tenía que proponer una visión equilibrada de la relación entre los dos componentes de la misión evangelizadora. Decidí proceder en tres pasos: diálogo, proclamación, diálogo y proclamación. Esto tuvo la ventaja de mostrar que el diálogo ya es evangelización, pero que no reemplaza la proclamación, sino que está orientado hacia ella en la medida en que en el anuncio culmina el dinamismo de la misión evangelizadora. Pasé una enorme cantidad de tiempo redactando y volviendo a redactar el texto, todo por mi cuenta, con mucho esfuerzo dedicado, pero también con gran interés e incluso entusiasmo, ya que hacía tiempo que estaba reflexionando sobre los problemas tratados. Cuando mi borrador estuvo listo, fue a las autoridades y a los miembros de lo que era entonces el Consejo. Por primera vez el borrador se discutió conjuntamente entre los miembros y los consultores, lo que produjo algunas primeras enmiendas y sugerencias. El documento tuvo hasta cinco borradores sucesivos. Debía enviarse a todas las Conferencias episcopales para que hicieran comentarios, observaciones y sugerencias. Como era de esperar, los comentarios provenían de direcciones opuestas y tenían diferentes enfoques, a veces incluso contradictorios. Todos los comentarios debían tomarse en serio; sin embargo, había que hacer un discernimiento sobre qué se podía y se debía integrar en un nuevo texto y qué se debía omitir.
En una primera etapa, el borrador se discutió en la asamblea plenaria del Consejo, de la cual era miembro el cardenal J. Tomko, prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. El cardenal Tomko se opuso enérgicamente al Consejo para el Diálogo Interreligioso, que tenía la intención de publicar un documento sobre un tema estrechamente relacionado con las preocupaciones de su Congregación sin hacer referencia alguna a la misma. Exigió que, en adelante, el comité de redacción se ampliara tanto como para incluir representantes de su Congregación. Su pretensión era justa y alivió mi propia carga personal. Siguieron largas discusiones en el comité de redacción ampliado en presencia de los dos cardenales, en el que no siempre fue fácil encontrar un punto de encuentro, ya que las preocupaciones de los dos dicasterios y las mentalidades eran muy diferentes. Recuerdo claramente que el cardenal Tomko afirmó enfáticamente en una de esas sesiones que no aceptaba el documento de la Secretaría de 1984, donde se decía que, en el diálogo, «los cristianos se encuentran con seguidores de otras tradiciones religiosas para caminar juntos hacia la verdad» (n. 13); a lo que observé cortésmente que el documento había recibido la aprobación del papa y había sido publicado en el Acta Apostolicae Sedis.
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