debía de ser bastante triste, supongo. No está bien tener un motor lleno de grasa colgando de una cadena de Kmart en tu parcela. Ya lo sé. Incluso en un pueblo del centro de Luisiana como Gumwood, que es como cualquier otro sitio de tierra rojiza del sur, chatarra en la parcela es chatarra en la parcela. Yo me gano la vida haciendo trabajillos de soldadura.
Quién diría que hasta fui una vez a la universidad. A la LSU, un semestre. Trabajaba horas extras en un aserradero para poder costear la matrícula y me presentaba con mis botas de trabajo en la clase de Inglés 101 que impartía un negro pakistaní, que no entendía una palabra de lo que decíamos nosotros, y nosotros a él mucho menos. Aquel tipo no me enseñó una mierda. Se sentaba encima de la mesa, con las piernas cruzadas y nos decía que escribiéramos sin parar en lo que él llamaba nuestros «porfolios», que no se leía nunca. Todo lo que sé es que envió nuestras tablas sujetapapeles a sus parientes de Pakistán para que las usaran como madera para el fuego.
El profesor de álgebra nos hablaba con los ojos mirando hacia arriba, como si tuviera la clase escrita en el techo. La mayor parte del tiempo no sabía ni si estábamos en clase, y durante un mes pensé que el pobre diablo era ciego. Jamás conseguí resolver ni una equis.
El profesor de química era un gordo borracho que calentaba sopa Campbell’s en uno de los mecheros aquellos y se la comía en la lata mientras hablaba. En aquella clase estábamos como un millón de alumnos y yo no conseguía entender qué quería que hiciéramos con los números y los nombres. Yo me sentaba al fondo, con estudiantes de una fraternidad que me llamaban «tío Jed». Un par de veces que conseguí ver desde allí lo que ponía en la pizarra, estuve a punto de entender algo, y me puse muy contento.
El profesor de historia me gustaba bastante y aprendí a tomar muchos apuntes de lo que decía, pero un mediodía de mucho calor cayó muerto mientras hablaba de las pirámides y lo sustituyó un tipo pequeñajo, que parecía un lagarto, y que me miraba con aire de superioridad en mi sitio de la primera fila. Creo que le caí bastante bien porque yo no me parecía a nadie de aquella clase, con mi pelo cobrizo bien corto y unos vaqueros que no estaban desgastados. Aunque suspendí aquel semestre, me compensó el gasto todo lo que aprendí sobre gente con el corazón más pequeño que un perdigón de cartucho.
Tammynette y Moonbean le dieron un buen empujón al motor, pero se distrajeron con una mariposa amarilla que revoloteaba en una mata de verdolaga, y aquel V8 de cuatrocientos kilos se las llevó por delante al volver. Así que cogí a las dos niñas que no paraban de berrear, me metí dentro de casa con todos y los limpié bien con Gojo.
—Quiero un Icee —gritó Tammynette mientras le limpiaba la grasa de motor entre los dedos—. No he tomado ningún Icee hoy.
—No hace falta tomar uno todos los días, señorita —le dije.
—¿Es que no tienes dinero? —Extendió la mano y se echó el pelo hacia atrás como si fuera una modelo de la televisión.
—Esas cosas cuestan más de un dólar. Cuando yo era niño, me daban cinco céntimos para chucherías, y solo dos veces a la semana.
—¡Icee! —gritó la niña en mi cara.
Moonbean se unió a ella desde la cocina con su monótona vocecita. No es que sea una niña monótona; solo que habla bajo, como un mal actor de wésterns. Nu-Nu se sentó en la cuna de viaje y balbució algo, y entonces cogí a todos, los metí en el Caprice y los llevé al Pak-a-Sak de Gumwood. Cuando llegué, tenía al bebé sobre mi regazo y Freddie había sintonizado música rock que sonaba como granizo sobre un tejado de chapa. Dos tipos que conozco, mayores que yo, nos observaron mientras aparcaba el coche junto a la acera. Cuando apagué el motor, acerté a oír que uno decía:
—Ahí está Bruton y su bastardomóvil.
Agarré el volante con fuerza, bajé la vista sobre la coronilla de Nu-Nu y me sentí como si alguien me hubiera dicho que se acababa de incendiar mi casa. Como estoy muy moreno, aquellos viejos no pudieron ver la vergüenza que me subía a la cara. Salí del coche como si no hubiera oído nada, con Nu-Nu cogido bajo el brazo como una barra de pan. Me entraron ganas de darle un puñetazo al más viejo de los dos y romperle la dentadura postiza, pero podía ver el artículo en el periódico local. Imaginé también el recuerdo que les quedaría a los niños de su abuelo pegando a un par de carcamales mascadores de tabaco. Los miré a los ojos y sonreí, sorprendiéndome a mí mismo. Bastardomóvil…, ¡¿será posible?!
—Eh, Bruton —dijo el más joven, un tal señor Fordlyson, de unos sesenta y cinco años—, ¿son todos tuyos? ¿Vuelta a empezar?
—Nietos —dije sujetando a Nu-Nu sobre sus zapatos, para ver si babeaba encima.
El mayor llevaba un sombrero de paja y tenía cicatrices en veinte sitios, de operaciones de cáncer de piel. Dio un resoplido.
—Puede que con esta camada te vaya mejor —me dijo.
Recordé entonces que este también era Fordlyson y que era tío del otro. Había tenido un aserradero en el norte del pueblo, era diácono de la iglesia baptista y dueño del uno por ciento del banco de medio pelo que había algo más abajo, junto a la desmotadora. Se creía el rey de Gunwood, pero la verdad es que eso le pasaba a cualquier viejo del pueblo con cinco dólares en el bolsillo y una opinión en la punta de la lengua.
Pasé por delante de él y entré en el Pak-a-Sak. Los niños vieron el estante de las chucherías y empezaron a pedir barritas de Mars y Zero, y hasta Nu-Nu extendió su mano babeada hacia las gominolas. Pero yo hice caso omiso de sus lloriqueos y le di a cada uno un Icee pequeño de Coca-Cola. Tammynette y Moonbean cogieron el suyo y se dirigieron a la puerta. Freddie cogió el suyo con mucho cuidado cuando se lo alargué. Nu-Nu podía ser todo lo cabezón que uno quisiera y más simple que un melón, pero sabía perfectamente lo que era un Icee y cómo sorber por la paja. Y menuda sonrisa se le puso cuando notó el sirope aquel de Coca-Cola en las encías.
Entonces, Freddie me miró con aquellos ojos verdes rodeados de pecas y dijo:
—¿Qué es un bastardomóvil?
Supongo que me quedé con la boca abierta.
—No sé de qué me estás hablando.
—Pensé que íbamos en un Chevrolet —dijo.
—Pues claro.
—Pero ese señor dijo que íbamos en un…
—Ni caso… Seguro que no le oíste bien.
Lo empujé suavemente hacia la puerta y salimos. El mayor de los Fordlyson nos miraba como si estuviéramos desfilando en una cabalgata. Yo procuraba mantener la vista al frente. En mi cabeza podía ver el titular del periódico: VECINO DE GUMWOOD DETENIDO CON SUS NIETOS POR AGRESIÓN. Me subí al coche con los niños y volví la vista para mirar a los Fordlyson: sentados en una barandilla, con el sudor marcado en sus camisas blancas y observándonos atentamente. Sus hijos tenían aserraderos, dirigían franquicias de comida rápida y formaban parte del comité de dirección de la escuela. Todos estaban casados. Supongo que los Fordlyson jóvenes eran tipos listos, aunque contemplando a aquella pareja, uno se preguntaba de dónde lo habían sacado. Arranqué el coche y salí a la carretera general, intentando no pensar, pero era como si tuviera la palabrita con letras cromadas en los guardabarros del coche: BASTARDOMÓVIL.
De camino a casa, Tammynette dio una chupada a la paja del Icee de Freddie y este la apartó y le llamó algo que yo solo había oído decir a los operarios jóvenes de la fábrica de contrachapado. Las palabras me dieron en el cogote como si fueran un ladrillo y yo paré el coche sobre la grava del arcén.
—¿Qué es lo que has dicho, muchachito?
—Nada. —Pero se puso colorado. Me di cuenta de que le preocupaba lo que yo pensara.
—Los niños de tu edad no usan ese tipo de lenguaje.
Tammynette se echó el pelo hacia atrás y levantó la barbilla.
—¿Cuántos años hay que tener?
La miré.