Tim Gautreaux

Todo lo que vale


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alguna vez?

      —No. Eva empezó a agobiarse por todo y Adán tenía que trabajar como un loco para poder sobrevivir.

      —¿No volvían porque el ángel le iba a clavar la espada a Adán? —preguntó Moonbean.

      —¿Quieres olvidar la puñetera espada?

      —Bueno, es que me parece muy mal… —dijo ella.

      —¡Pues no! —dije yo—. Tuvieron lo que se merecían.

      Continué con Noé y el diluvio, y en medio del asunto, Freddie va y me suelta:

      —¿O sea que se ahogaron todos los malos? ¡Cómo mola!

      Lo miré con cara de enfado y me di cuenta de que para él la Biblia se estaba convirtiendo en una gran película de aventuras. Freddie había visto ya tantas películas, que cualquier religión de la que oyera hablar se archivaría en su cerebro junto a Tanga la cavernícola y El escuadrón del bikini.

      Preparé un sándwich de mermelada con un refresco para cada uno y, cuando acabaron, encendí el aparato de aire acondicionado de una de las ventanas, repartí polos y les hice pasar dentro y sentarse en el sofá, porque el calor había despertado a las moscas amarillas en el exterior. Les conté entonces cómo Abraham estuvo a punto de acuchillar a Isaac y se les pusieron los ojos como platos cuando vieron el cuchillo. Yo esperaba que sacaran de aquello un sentido de obediencia a Dios, pero cuando le pregunté a Freddie cuál era la enseñanza de la historia, se encogió de hombros y me miró con cara de circunstancias. Sin embargo, Tammynette sí tenía una opinión:

      —¡Es igual que O. J. Simpson!

      Freddie meneó la cabeza.

      —No. Dios le dijo a Abraham que hiciera eso para probarlo.

      —A lo mejor Dios le dijo a O. J. que hiciera lo que hizo —dijo Tammynette en tono cantarín.

      —No. O. J. lo hizo porque le dio la gana —le contestó Freddie—. Ya no le gustaba su mujer.

      —Bueno, puede que a Abraham tampoco le gustara ya su hijo, y por eso iba a matarlo y Dios lo paró. —Tammynette estaba empezando a elevar el volumen de voz, igual que hace su madre cuando ha bebido.

      —Los padres no matan a sus hijos cuando no les gustan —le dijo Freddie—. Solo hacen las maletas y se largan. —Separó las dos mitades de su polo y le pegó un mordisco a una y luego a la otra.

      Sin pensarlo, empecé con Sodoma y Gomorra y la quema de esas ciudades que estaban llenas de gente mala. A Moonbean le impresionó lo de la mujer de Lot.

      —Una vez vi una peli donde los marcianos te disparaban y te convertían en estatua. ¿Tu crees que fueron los marcianos los que quemaron las ciudades esas?

      —La Biblia no es una película —le dije.

      —Pues creo que la he visto en el videoclub —dijo Tammynette.

      No me paré a discutir, sino que continué con Moisés y los diez mandamientos, y le dediqué bastante tiempo al número seis, que tantos problemas había dado a sus madres. Entonces Nu-Nu empezó a frotarse la nariz con el dorso de las manos y a balbucear, así que supe que había llegado el momento de dejar el libro, lavar caras, darles algo de comer y organizar algún juego. Me había propuesto no volver a poner la televisión, pero Freddie la encendió mientras yo estaba en la cocina. Cuando Nu-Nu y yo entramos en la sala de estar, el resto estaba sentado alrededor del aparato viendo un programa de entrevistas. Aparecían varios tipos gordos, tatuados y malencarados, repantigados en el asiento, que, por lo que decía el presentador, habían engañado a sus padres para que firmaran un documento que les transfería a ellos la propiedad de sus casas. Y después los habían desahuciado. Los niños se estaban tragando el programa como si fueran dibujos animados, es decir, que ni pestañeaban. En un anuncio le pregunté a Moonbean, que es la que tiene más corazón, qué pensaba de los hijos que echaban a sus padres a la calle. Se puso un dedo en la oreja y en medio de un gran bostezo dijo que, si los padres se portaban mal, los hijos les podían hacer lo que quisieran. Meneé la cabeza, fui a la cocina, busqué el vodka de Navidad y me serví un buen vaso. Imaginé entonces que metía a todos estos críos en mi Caprice y me dirigía hacia el noroeste para que empezaran una nueva vida, lejos de sus madres, la televisión, el moho, una abuela que no pensaba más que en el casino y Luisiana en general. Yo podría conseguir un trabajo, criarlos como es debido y mandarlos a la universidad para que pudieran ser dueños de aserraderos o dirigir concesionarios de coches. Una gota de agua condensada en la pared del vaso cayó encima de mi zapato derecho y lo observé. Eran unos zapatos de cuero, con cordones, salpicados de pintura…, tenían veinte años. Me estaban diciendo que hacía mucho tiempo que no tenía un trabajo estable, que cualquier cosa mala que fuera a suceder sería en parte culpa mía. Me pregunté entonces si mi mujer habría imaginado lo mismo alguna vez: dejar allí a aquel marido zarrapastroso y quemado por el sol, aquel soldador fracasado, e irse lejos con esos niños, y quizás hacer un curso de auxiliar administrativo y conseguir un trabajo en Utah, criarlos como es debido y mandarlos a la universidad. A lo mejor cada una de las madres de aquellos chiquillos había imaginado lo mismo: sacar a su hijo de aquella vieja casa que apestaba a gasolina y huir del calor y la humedad. Di otro trago largo y me pregunté por qué ninguno de nosotros lo hacía. Dirigí la vista a mi Caprice, aparcado bajo una pacana. Las sombras de las hojas se movían sobre él y hacían que pareciera una oscura llama verde. Pensé entonces que uno no puede huir de sí mismo en un coche. No podíamos huir en el bastardomóvil.

      Fui a la despensa, abrí la caja de los fusibles y giré uno hasta que oí el grito proveniente de la sala de estar. Volví allí y cogí un libro de cuentos, uno sobre un perro que perseguía un tren. Mi mujer lo había comprado hacía veinte años para una de nuestras hijas, pero nunca se lo había leído. Me senté delante del televisor apagado.

      —¿Qué pasa con la tele, abu? —gritó Moonbean.

      —Ha muerto —dije yo, abriendo el libro.

      Ellos se revolvieron y se quejaron, pero después de unas pocas páginas quedaron enganchados. Era un buen libro; yo me lo había leído una tarde de tormenta. Pero mientras leía, me invadió un sentimiento de tristeza. ¿Qué sentido tenía aquello? No soy más que un viejo con un librito marrón de historias bíblicas y un libro sobre un heroico perrito. ¿Cómo va a competir eso con el MTV diario, con programas para niños en los que los adultos parecen tontos, con el canal de Playboy, con las revistas de papel cuché que las madres y sus novios van dejando por la casa, revistas como Me y Self y Love Guides, y con películas de alquiler en las que unos se matan a otros sin pensárselo más que si mataran una mosca, nada comparable al sufrimiento de Abraham antes de levantar el cuchillo? Pero seguí leyendo durante media hora, y cuando el perro detuvo la locomotora justo antes de que esta arrastrara el tren de pasajeros al precipicio sobre el que se había derrumbado el puente, hasta Tammynette aplaudió con sus manos pringosas.

      Al día siguiente, no tenía muchos encargos de soldadura, así que, después de hacer un par de cosillas, incluido el bastidor, por el que mi hija me llamó por teléfono y me echó una bronca, fui a recoger una reja de ventana que el comisario quería que arreglara. Hacía calor después de comer y Gumwood era un horno. Enfrente de la estación de ferrocarril de madera de ciprés, estaba nuestro pequeño ayuntamiento de ladrillo, coronado por una cúpula de cobre verdoso. En el césped que tenía delante había una pacana con un banco de madera junto al tronco. A veces se veían grupos de viejos en la fresca sombra que daban las ramas, donde hablaban de cómo arreglar tractores que llevaban cincuenta años sin fabricarse o cómo hacer sémola con un tipo de cereal que ya no existía. Aquella enorme pacana era un referente y la gente del pueblo la llamaba «El árbol del conocimiento». Al pasar por delante, camino de la oficina del comisario, vi al mayor de los Fordlyson sentado en el centro del largo banco, mirando a la carretera y parpadeando como si fuera un pollo. Me llamó.

      —Bruton —dijo—, ¿demasiado calor para soldar?

      No me pareció un comentario amable, aunque él me hacía señas para que me acercara.

      —Ya