Tim Gautreaux

Todo lo que vale


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Nunca la conocí, porque murió cuando mi madre era muy joven; una bebé, en realidad. Pero siento como si la conociera, porque mi abuelo tuvo fotos de ella en su escritorio toda su vida. Era Amanda Springer. —La chica cogió las fotos y las sostuvo contra la cintura—. La quería mucho. Lo decía todo el mundo.

      —¿Sabes cuándo falleció?

      —En los años cincuenta, creo. El abuelo nunca hablaba de cómo murió.

      —Debió de ser una persona extraordinaria.

      —Estoy segura, pero ya le digo que no la conocí. Y es raro que en la familia nadie haya contado nunca cosas concretas de ella, ni siquiera el abuelo. —Cogió una de las fotografías, un primer plano, y le entregó el resto—. Esta es bonita. Se la ve muy contenta. No necesito las demás. No me gusta acumular cosas en mi apartamento. ¿Cuánto le debo?

      —Nada, nada —dijo él, andando para atrás hacia la puerta—. Si quieres alguna más, las tendré en la tienda.

      Mel se fue con la sensación de saber menos que cuando había llegado. Se sentó en el coche, observó las imágenes y se preguntó cómo sonaría la voz de Amanda Springer, cómo bailaría, si la buena composición de las fotografías sería accidental y —lo que más le intrigaba de todo— qué podía haber habido en el último negativo, el que no se había usado.

      El padre del suegro de Mel, el capitán McNabb, estaba recostado en un sofá de la sala de juegos de la residencia. El anciano era un capitán jubilado que en tiempos había pilotado un remolcador en el puerto, y Mel recordó esto en mitad de la noche cuando, sin poder dormir, intentaba quitarse las fotografías de la cabeza. El capitán McNabb llevaba unos Dockers de color caqui y una camisa azul. Un bastón de madera reposaba entre sus piernas.

      —¿Quién me has dicho que eras? —El anciano giró su cabeza blanca y parpadeó.

      —El yerno de Leonard.

      —¿Cómo está Leonard?

      —Muy bien. Acaba de comprar otra gasolinera.

      El anciano se rio entre dientes.

      —El muy cabrón…

      Mel se acercó un poco más al sofá.

      —Me dijo que usted navegó por el puerto en los años treinta y cuarenta.

      —¿Qué? Ah, sí. Llevábamos los barcos hasta la desembocadura.

      Mel sacó de una carpeta una fotografía en la que se veía la cubierta del barco y una esquina del puente.

      —¿Reconoce algo de esto?

      El anciano sacó unas gafas del bolsillo de su camisa, cogió la foto y la orientó hacia la luz.

      —¿Quién es el bellezón?

      Mel frunció el ceño.

      —El barco. ¿Me puede decir algo del barco?

      El capitán miró a Mel un momento.

      —¿Ves esa red metálica que cubre los balaustres de madera? ¿Esas chimeneas cortas…? Es el Lakeland.

      —¿Tiene idea de cuándo se hizo la foto?

      —Era un barco de río arriba…, por eso tiene chimeneas cortas. En el norte hay puentes por todas partes. Se turnaba con el President de vez en cuando después de la guerra, así que esto debe de ser de finales de mil novecientos cuarenta y cinco o del cuarenta y seis. —Volvió a mirar la foto con los ojos entrecerrados y levantó la vista. El capitán se pasó la lengua por los labios y juntó las puntas de los dedos de una mano con los de la otra—. ¡Ay, Dios mío! —exclamó—. ¿Tienes alguna foto más tomada en la misma dirección? —Mel le entregó la carpeta y el anciano fue pasando las fotos lentamente, hasta que se paró en la última y empezó a menear la cabeza—. Señor, Señor… —dijo entre dientes.

      —¿Qué?

      —Esto era una excursión de primavera. Mil novecientos cincuenta y dos. No sé, debía de ser marzo. Temporada de aguas altas, seguro. El Lakeland era una enorme antigualla de cerca de noventa metros de eslora. Todo madera, rueda en popa. Vapor, por supuesto.

      —¿Cómo sabe la fecha?

      Mel bajó la vista a la foto que el capitán tenía en el regazo y el anciano puso un dedo veteado encima de una desenfocada flecha de hierro gris que se veía detrás de la barandilla de cubierta.

      —Señorito, el Lakeland lo partió en dos contra el muelle un crucero de la armada americana que perdió el control. Se hundió en menos de un minuto. —Le alargó la foto a Mel—. Creo que se ahogaron sesenta o setenta personas —dijo quitándose las gafas, como si la clara visión lo apesadumbrara.

      Al día siguiente, Mel pasó dos horas en la biblioteca, leyendo microfilmes del Times-Picayune de los primeros meses de 1952. El periódico había publicado artículos sobre el desastre durante tres días. La colisión se había producido cuando el Lakeland, vapor de recreo de la empresa Barlow Brothers, estaba a punto de soltar amarras, al mediodía, para iniciar un recorrido turístico por el puerto. Mel leyó la historia principal y todas las historias de valentía y tragedia personal que la acompañaban. En el momento de la colisión, el Lakeland todavía estaba amarrado al muelle de Canal Street. El USS Tupelo bajaba por el río con un práctico de la armada al timón, cuando perdió el control de la dirección y la corriente arrastró el barco hacia la orilla. Algunos de los pasajeros vieron el barco antes de la colisión y saltaron al muelle por encima de las barandillas. Se contaba la historia de un marinero que había sacado a nado a tres niños del agua, otra de un remolcador que había rescatado a gente agarrada a un trozo de mamparo, tres kilómetros río abajo. El periódico del segundo día recogía más historias y una lista de muertos y heridos. El nombre de Amanda Springer estaba al final de una columna. En el periódico del tercer día, los periodistas habían entrevistado a gente en los hospitales. Historias menos heroicas salían a la luz: un par de pescadores de ostras se habían dedicado a recoger cuerpos río abajo para quitarles la cartera. En otro artículo se citaba al jefe de máquinas herido, que decía que el destartalado Lakeland tenía el casco muy débil y que los dueños no tenían permiso de explotación para puertos con tanto tráfico. Entonces, Mel se quedó boquiabierto ante la pantalla del lector de microfilmes, cuando leyó un breve artículo encabezado por el titular: «UN HOMBRE SALVA SU CÁMARA Y PIERDE A SU MUJER». Era una historia terrible sobre un ruin cobarde llamado Leland Springer.

      Durante la semana siguiente, Mel intentó no pensar en significados, cuando de fotografía se trataba. Cada vez que abría una cámara recién adquirida y encontraba un viejo rollo usado, soltaba el pasador y tiraba el carrete a la basura. Se pasó la semana limpiando las lentes azuladas de cámaras Graflex y Retina, y ajustando la velocidad de los obturadores, para que, al menos, otros pudieran obtener una visión clara y una buena definición. Pensó en el significado de las imágenes: en cómo el arte puede interpretar la belleza o el terror, mientras que las fotografías normales y corrientes solo pueden mostrar hechos bellos o terribles. Había sacado copias del artículo, las había puesto en una carpeta manila con las fotografías y lo había archivado todo con la parte de su colección que guardaba en la tienda. Tenía la intención de poner las imágenes junto al artículo, para intentar reconciliarlos. Pero más adelante.

      A mediados de la semana siguiente, Mel estaba intentando sacar las lentes de una Ikoflex, cuando sonó el timbre de la puerta y, al levantar la vista, vio a la chica entrar desde el resplandor exterior, con un vestido corto y unas sandalias.

      —He decidido aceptar su oferta de las fotografías —dijo ella—. Le enseñé la foto a mi madre y quería ver las demás.

      Mel tiró hacia afuera del cajón archivador, sacó la carpeta y la abrió sobre el mostrador de cristal. La chica vio el artículo fotocopiado y lo cogió antes de que él pudiera pensar. Ella era una lectora rápida.

      —Jopé… —dijo ella. Y siguió leyendo, mientras él le explicaba cómo había encontrado el artículo. Ella lo acabó, y él vio que volvía a leerlo, como si