Tim Gautreaux

Todo lo que vale


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      Fordlyson parpadeó dos veces, pero no cambió la expresión. A la mayoría de los hombres del pueblo les habría dado vergüenza que alguien les echara en cara su falta de educación, pero él seguía allí sentado sin inmutarse.

      —¿Y acaso no lo es? —dijo por fin.

      Yo tendría que haberme cabreado muchísimo, y estaba muy cabreado, pero continué:

      —Estuvo muy mal que dijeras eso para que yo lo oyera. —Bajé la vista y meneé la cabeza—. Necesito ayuda con esos críos, no tu mala baba.

      Me miraron sus menudos ojos color níquel, que brillaban bajo un sombrero de paja con una banda de seda negra.

      —¿Qué clase de ayuda necesitas?

      Cogí del suelo una pacana que todavía tenía su cáscara verde.

      —Me gustaría arreglar las cosas para que mis nietos lleguen a ser gente de provecho. Estoy pensando en hablar con sus madres y…

      —Demasiado tarde para las madres. —Levantó una mano y la dejó caer como un hacha—. O ellas deciden enderezarse o no hay nada que hacer. Nada de lo que puedas decir a esas chicas las va a cambiar ni un ápice. —Esto lo dijo en un tono que parecía dar a entender que yo era tonto por no verlo. Tonto del bote. Miró hacia su izquierda medio segundo y después hacia atrás—. Tienes que trabajar directamente con esos chiquillos.

      —Lo intento. —Rompí la cáscara contra el borde del banco.

      —Intentándolo no vas a conseguir una mierda. Lo que tienes que hacer es traerlos a la escuela dominical. ¿Vas a la iglesia?

      —Sí.

      —No te comas esa pacana. Está verde y te vas a poner malo. ¿A qué iglesia vas?

      —A la evangélica, a Bonner Straight.

      Dio un respingo hacia atrás, como si hubiera disparado con un calibre doce al perro que dormía bajo el andén de la estación, al otro lado de la calle.

      —Bruton, al chalado de tu pastor solo le falta empezar a coger serpientes. Me han dicho que deja que vayan los niños al servicio principal y les grita que van a freírse en el infierno como si fueran trozos de pollo. Tienes que mantenerlos alejados de ese tipo. ¿Por qué no vienes a la iglesia baptista?

      Miré al suelo.

      —No lo sé.

      El anciano meneó la cabeza una vez.

      —Yo sé muy bien por qué no. Para no tener que dar dinero.

      Aquello me dolió.

      —Eh, que a mí no es que me sobre la pasta... Ya sé que los baptistas tienen buenos programas de escuela dominical, pero…

      Fordlyson agitó un dedo en el aire, como si fuera una pequeña espada.

      —Bueno, pues vete a los metodistas. A los presbiterianos. —Señaló el fondo de la calle—. Vete allí con los católicos. Alguno no echa en el cestillo más de un dólar a la semana, pero como hay tantos y tienen tantos servicios semanales, los curas lo gestionan a base de volumen, como Wal-Mart.

      Yo conocía a varios buenos mecánicos que eran metodistas.

      —¿Qué tal son los programas para niños de los metodistas?

      Me contestó en voz más baja:

      —Es lo mejor que puedes encontrar ahora.

      —Me lo pensaré —le dije.

      —¡No te lo crees ni tú! Te vas a ir a casa y te pondrás a soldar un camión de esos de transportar troncos, y mañana te irás a pescar, y nunca harás nada por esos niños, y acabarán cumpliendo condena en Angola o penando en Nueva Orleans.

      Me sacaba de quicio la forma en que pensaba que tenía respuesta para todo y le contesté de inmediato:

      —Pues vale, tío listo. He venido al árbol del conocimiento. Dime qué tengo que hacer.

      Estiró un dedo de la mano derecha con el índice de la izquierda.

      —Vete con los metodistas.

      Estiró un segundo dedo.

      —Lleva a esos niños a la iglesia todos los domingos.

      Y con el tercer dedo, dijo:

      —Y tenlos contigo todo lo que puedas.

      Meneé la cabeza.

      —Yo ya he criado a mis hijas.

      Fordlyson me miró muy serio y no tuvo que decir lo que estaba pensando. Bajó la vista y miró la tierra entre sus cómodos zapatos de cordones.

      —Y limpia tu parcela.

      —¿Qué tiene eso que ver con todo esto?

      —Tiene que ver todo.

      —¿Por qué?

      —Si tú no lo ves, yo no te lo puedo explicar.

      Se levantó y vi que su hija estaba aparcada junto a la acera en su Lincoln. Fordlyson no podía estirar del todo una pierna y vi en su cara un gesto de dolor. Lo cogí por el brazo, esbozó una mezquina sonrisa, se apoyó en mí un segundo y dijo:

      —Bruton, todo lo que vale duele.

      Se alejó renqueante y me dejó su aliento acre en la cara y un pensamiento que iba tomando cuerpo en mi cabeza como una nube de lluvia.

      Después de una sesión con el pastor metodista, fui a casa y contemplé mi parcela, y luego contemplé el teléfono, hasta que me sentí con fuerzas para llamar a Famous Amos Salvage. A la mañana siguiente, una grúa y un camión con un remolque góndola aparecieron por la carretera que llevaba a mi casa. Antes del mediodía, Amos había cargado cuatro coches abandonados, seis motores, cuatro lavadoras, diez cortacéspedes inservibles y dos toneladas y cuarto de chatarra. Le supliqué a la señora Hanchy que me prestara su desbrozadora Super-A y limpié mi hectárea larga de terreno. Corté la hierba y levanté la tierra alrededor del taller. Con el dinero que me dieron por la chatarra, compré pintura de aluminio para pintar el taller y una pintura de primera para el exterior de la casa. A la mañana siguiente, estaba en pie a las siete para cambiar las mosquiteras del porche pequeño; y después empecé a darle una buena mano de esmalte verde para exteriores al porche grande del lateral. A la hora del almuerzo, mi mujer asomó la cabeza por la puerta del porche para ver cómo trabajaba.

      —Vienen otra vez los niños. ¿Cómo los vas a mantener alejados de toda esta pintura húmeda?

      Las rodillas me estaban matando y no se me ocurrió cómo podría evitar que Nu-Nu acabara gateando por donde no debía.

      —No lo sé.

      Ella recorrió con la mirada el húmedo resplandor.

      —¿A ti qué te pasa, que nos has cambiado la religión y todo?

      —Tiempo de cambiar, supongo. —Mojé la brocha en la pintura.

      Se quedó pensativa un momento y dijo:

      —Ten cuidado, no vayas a acabar entre lo pintado y la esquina.

      —Intento hacerlo lo mejor que puedo.

      —Pues ya era hora —dijo ella entre dientes al irse.

      Fui hacia atrás, acabando de pintar el porche y las escaleras, y me puse de pie sobre la pinocha que había junto a la casa para pintar los bordes de las tablas del porche. Oí entonces un coche que se acercaba por la carretera y vi a mi hija que aparcaba delante de la casa y salía con Nu-Nu sobre el hombro. Cuando se acercó, me fijé en su pelo teñido, que tenía el color y la textura del aislante de fibra de vidrio, en el rímel y en la piel aceitunada debajo de los ojos. Olía a humo de cigarrillo, a humo rancio, como si no se hubiera bañado en tres días. Llevaba una blusa tostada, anudada encima del ombligo, que era un agujero seboso. Me pasó a Nu-Nu como si fuera un jamón.

      —¿Puede