sentado al borde de una piscina. Nadie puede identificarlo y no le cae bien a nadie.
En su catálogo de la parafernalia cultural, Broke Heart Blues tiene un toque de John Updike (el Updike de la saga de los conejos), y de hecho, Oates le ha dedicado a él este libro. Con su fantasía infernal y sus tonos contradictorios, tiene también un toque de Bertolt Brecht. Por cierto, hay bastante de Brecht en el llamado final de la novela a las personas que no vinieron a la reunión (chicos sin importancia, chicos invisibles, chicos más difíciles con vidas más difíciles), y el teatral grito final de “los extrañamos, pensamos en ustedes, queremos verlos otra vez, los amamos” es conmovedor por su bulliciosa insinceridad típicamente estadounidense. El cierre es Oates en llamas y es posible que al terminar este libro complejamente ingenioso y desesperante, uno recuerde las más entrañables letras de Anderson y Kurt Weill que reflexionan sobre el abandono del hombre por parte de Dios: “Y estamos perdidos aquí en las estrellas…”. Joyce Carol Oates ha establecido el cosmos en Buffalo y le ha escrito su himno escolar.
(1999)
DAWN POWELL
Las cartas que los escritores redactan cuando tendrían que estar escribiendo tienen un poco, pero solo un poco, de la satisfacción del arte. Salvas, bengalas de rescate, fantasías o reverencias: manifestaciones de una fase de descanso y relax literarios: el dulce “recreo” artístico. Aunque no son exactamente una conversación, mantienen la diversión y el consuelo de la charla. En general, anuncian las relaciones de un escritor con el mundo más allá de su trabajo y su deseo de organizar, nutrir y estar (al menos verbalmente) en ese mundo. Son siempre una función de la amistad. Generadas y condimentadas por las características específicas de una ocasión o de un público elegido, las cartas le otorgan a su escritor lo que una novela (o diario) no puede darle: la idea de un lector inmediato, íntimo, que no es uno mismo. Ah, la vida social. Las cartas pueden ser máscaras, escudos, piezas de ventriloquía o montajes teatrales de alguna clase, pero están al servicio de una relación de la vida real y no de una imaginaria. El escritor adopta una voz y un punto de vista para el consumo de una persona específica (aunque pasiva): un proyecto que hoy ha sido absorbido ampliamente por el email y la psicoterapia. En estos soliloquios, la vida es al mismo tiempo revelada y ocultada.
La novelista estadounidense Dawn Powell, apodada en su época como una “mujer de ingenio” por los cazadores de freaks, vivió toda su vida en el corazón de Greenwich Village. Escribió cientos, quizás miles de cartas. (“La escritura de cartas tiene esto”, dice en una de sus primeras epístolas. “Uno puede acelerar ad infinitum sobre el ego eterno sin recibir ninguna violencia personal a cambio, o sin que te interrumpan. Por consiguiente, la escritura de cartas es superior a la conversación”). Según Tim Page, excrítico de música del Washington Post, hoy un powelliano férreo y editor de Selected Letters of Dawn Powell, gran parte de la correspondencia de Powell se ha perdido o destruido, y muchas cartas seguramente fueron desechadas. “Uno no puede evitar la espantosa visión de una fila de bolsas de plástico con un contenido literario precioso y extraño enterradas entre bolsas de basura esperando a ser llevadas al vertedero”, escribe en la introducción del libro. “Es la materia de las pesadillas”.
La devoción de Page es conmovedora. A pesar de que nunca conoció a Dawn Powell, es, sin tener ninguna afiliación académica ni patrocinio de otro tipo, su investigador académico más importante, su fan y su biógrafo: muchas de las cartas provienen de la colección personal de Page, así como muchas de las fotos de la biografía de Powell publicada en 1998 también le pertenecen, y ha escrito introducciones cálidas y perceptivas a nuevas ediciones de sus libros. Tim Page es la clase de lector que Powell nunca supo que podría tener. Incluso durante su propia vida, su carrera difícil aunque prolífica parece haber estado en constante estado de semi revival. Las novelas quedaban rápidamente fuera de impresión; las reseñas de los nuevos trabajos se preguntaban por qué ya no se la leía más. Tal vez fuera por el nombre, sugirió un crítico británico, que hacía pensar en una escritora de novelas románticas en lugar de la brillante escritora de sátiras que era. (Powell misma pensaba que su nombre sonaba como el de “una stripper sin éxito”). Aunque Edmund Wilson y Gore Vidal escribieron extensos elogios de su trabajo, es el incansable Page con su diligente resurrección y su trabajo de guarda el que ha obtenido mayores logros. Cuando se encuentren en el cielo literario, sin dudas Powell le pagará todos los tragos… y no le soltará la mano.
También le presentará a todo el mundo, pues Powell, nacida en 1896, el mismo año que Scott Fitzgerald, parece haber conocido a todos: Ernest Hemingway, John Dos Passos, Edmund Wilson, Sara y Gerlad Murphy, E. E. Cummings, Maxwell Perkins, Malcolm Cowley, J. B. Priestley, Dorothy Parker, Libby Holman, Jean Stafford, A. J. Liebling, Franz Kline. Para nombrar algunos. En su único viaje a Europa, que fue a París en 1950, conoció a Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Samuel Beckett (“uno de los amantes de Peggy Guggenheim”). Powell tenía un don para lo social –una combinación de talento, apetito y hábito– que vuelve fascinante la lectura de las cartas que quedaron. Los vicios de los chismosos de pueblo, sentía Powell de forma bastante acertada, eran virtudes en un escritor.
Las cartas comienzan en 1913, poco después Powell empezó a concurrir al Lake Erie College, una universidad para mujeres en Painesville, Ohio. Desde allí, le escribía con frecuencia a su tía Orpha May Steinbrueck, que la había criado (su madre murió cuando ella tenía solamente siete años, y a los catorce huyó a la pensión de su tía para escapar de una madrastra malvada). Con estas cartas a su tía May, Powell da inicio al hábito que mantuvo toda su vida de sonar como la chica divertida, graciosa e inteligente que frecuentemente fue. (Más adelante en su vida, algunas personas que la conocieron tendían a describirla simplemente como “agradable”). Sobre su visita a un grupo de teatro, le escribió a su tía: “Frustraron mi deseo de ser la muchedumbre enojada. En vez de eso soy expósito y también coro”. (El amor que Powell sintió toda la vida por el teatro –mucho más fuerte que cualquier relación profunda con los libros– está presente por todas partes en su correspondencia). Por su carácter gregario y su contextura pequeña fue elegida para hacer de Puck en Sueño de una noche de verano. Parece haber sido un papel para toda la vida, pues la voz picarona y valiente, tan típica de ese personaje, raramente reduce su intensidad en las cartas. Aquí escribe sobre su trabajo como sufragista en Connecticut, en 1918: “El otro día conocí a un hombre con algún parentesco remoto con el general Sherman. Le confesé, humildemente, que yo también estaba relacionada con él –¿lo estoy?–, que el general era de hecho la mismísima madre de mi bisabuelo, si es que no eran más cercanos”. Cuando Powell se muda a Manhattan, le escribe a una amiga:
Respecto al Village, pasas por dos etapas. La primera y la más importante: “¡Oh, esto es la bohemia! ¡Querida! ¿No encuentras todo fantástico?”. Todo es tan… bueno, tan absolutamente espontáneo… Etapa número dos: empiezas a ver todo con ojos de hastío. Todo el mundo… quiere ser notado: todos hacen de todo para causar una impresión, pero en el fondo de su corazón son peores que ordinarios; pueblerinos de diez centavos igual que tú… Etapa tres: combinas y condensas y admiras y tamizas.
La voz epistolar de Powell es tan viva y actual, incluso en sus primeras cartas, que se siente la tentación de afirmar que lo que hoy consideramos la voz estadounidense contemporánea –en el periodismo y el arte– no es otra voz que la suya: irónica, triunfante, burlona y lúdica. La voz de una chica pueblerina de Ohio, animada e inteligente, que acaba de establecerse en Nueva York inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. Sus raíces son orales, están en el tono vernáculo inteligente, pues Powell despreciaba la escritura que hacía hablar a la gente como nadie hablaba en la realidad. Amaba lo agudo y lo anecdótico, y carta tras carta se entrega infatigablemente a divertir a sus amigos. Su alegría parece la generosidad máxima. De su único viaje al extranjero: “He terminado de comprender la disposición de París: y ‘disposición’ es la palabra correcta”. Sobre unas píldoras para adelgazar, escribió: “Una mujer que conozco adelgazó muchísimo y se mantuvo así por años, pero le desaconseja las píldoras a todo el mundo pues ha tenido problemas con el hígado, los riñones y las cebollas desde entonces”. “El proceso de envejecer me fascina”, le escribió Powell más adelante a su hermana, “incluso