siguiente estupidez a John Dos Passos en 1965: “Estoy harta de los Derechos Civiles y los ‘desfavorecidos’ adinerados gritando por justicia cuando los escritores somos los menos privilegiados y… los peor pagos y los más oprimidos que cualquier otra raza”.
Aunque sus amigos escritores no la deben haber ayudado mucho: Dos Passos seguramente alentó una veta políticamente conservadora en ella; Edmund Wilson, en el momento en que más necesitaba que la defendieran se negó a escribir las contratapas de sus libros y escribió una reseña negativa de su novela My Home Is Far Away; de todas formas ella se divertía con ellos. Especialmente en cartas con otros. Sartre es el “Hopalong Cassidy de Francia… una empresa comercial como los cereales de maíz o Shirley Temple”. Sobre Jean Stafford, escribió: “Nunca entiendo a estas damas escritoras que son antes que nada damas, y van a dormirse con sus laureles de la misma forma en que yo me voy a dormir con patines… Oh, bueno, supongo que no todos podemos ser gentuza”. Agregó: “Me cortaría la garganta, pero la casa es un caos terrible”. A Edmund Wilson le escribió sobre el biógrafo Andrew Turnbull, que la consultó respecto a las cartas chabacanas de Hemingway y las más caballerescas de Fitzgerald. Powell afirma haber respondido que “tal vez Ernest no estaba escribiéndole a él (Turnbull) sino a su amigo Scott, y tal vez Scott no estaba escribiéndole a Hemingway si no a él (Turnbull: es decir, a la posteridad)”.
Lo que queda claro en las cartas de Powell es que ella les escribía a los antes nombrados: no a la posteridad, no realmente. Alternadamente solícitas, alegres e irreverentes, estas no son las cartas reflexivas de Gustave Flaubert o Flannery O’Connor. Lo que ofrecen es algo diferente, pero igual de satisfactorio: el retrato de una mujer artista y profesional trabajadora y resistente.
De hecho, la vida de Powell es profundamente interesante tanto por su carácter ordinario (es una esposa de clase media, madre, hermana y compañera de tragos) como por la extraña especificidad de sus problemas. Cuando tenía veinte años, su hijo que padecía una enfermedad mental, y que había sido siempre amable, excéntrico y brillante, la golpeó tan severamente que tuvo que ser hospitalizada por dos semanas. Su propia mala salud se reflejó en padecimientos como el cáncer de colon, el alcoholismo, la anemia y un tumor con dientes y cabello (un teratoma) adherido a su corazón. (“Tuve mucha suerte”, escribió sobre el tumor, “de que no saltara de mi pecho durante una cena formal, imagínenme con un vestido sin breteles y él tomando un Martini”). Su matrimonio tumultuoso (con un ejecutivo), del que no se habla mucho en las cartas, persistió misteriosamente. Los problemas financieros la acosaban –estuvo brevemente sin techo–, sin embargo, como la mayor parte de los escritores, no se inclinaba por las buenas decisiones económicas. Entre las ofertas que rechazó de Hollywood había proyectos que terminaron siendo El mago de Oz y Chica rara. “Rechacé un ofrecimiento de la MGM por dos mil dólares por semana durante 18 semanas”, le escribió a su hermana en 1938. “Creo que si me hubieran ofrecido cincuenta centavos o algo comprensible para mí, habría dicho que sí al instante. Me agobiaba pensar en tener que acarrear todo ese dinero”. Las incursiones que hizo en su amado mundo del teatro neoyorquino fueron fracasos desalentadores. Y su trabajo fue mal publicado, incluso –o especialmente– por el renombrado Maxwell Perkins. Hay una carta de lamento, fría aunque amable, dirigida a él sobre este asunto.
Powell escribió quince novelas y es principalmente conocida por The Wicked Pavilion y My Home is Far Away, sus mejores títulos a pesar de no ser sus mejores libros. Tenía talento para el retrato rápido y ácido, las observaciones descritas rítmicamente y psicológicamente astutas. Si hubiera que hacerles alguna crítica a las novelas de Powell, sería que tanto en la estrategia narrativa como en el contenido satírico falta, a veces, un punto de vista sostenido. Son “fiestas de lanzamiento de dardos”, para tomar prestadas las palabras de un crítico. The Wicked Pavilion, por ejemplo, está en el fino borde de ser un mero estado de ánimo: fino y elegante, ¿pero de quién?
En las cartas interminables de Powell no hay problemas de punto de vista. El lector llega hasta la última y empieza a extrañar su compañía (sus diarios contienen una versión menos firme de su voz). Es imposible no pensar que si ella hubiera sido hombre y hubiera estudiado en una universidad de elite, su carrera nunca se habría desorganizado, no con quince novelas, y habríamos tenido estas cartas años atrás. En la última línea de esta colección maravillosa, Powell le dice a su primo Jack Sherman: “Admiro tu temple cuando estás entre extraños”. Es la voz de una vida dedicada a la escritura, relajada y hablando con elocuencia –en una carta– de sí misma.
(1999)
LA MEJOR CANCIÓN DE AMOR DEL MILENIO
Las opiniones sobre música pueden ser tercas y solitarias. Yo pienso, por ejemplo, que el vals más tóxico del siglo XX es “Let’s Go Fly a Kite” de Mary Poppins. Pero no me pidan de ninguna forma vigorosa que lo justifique, pues me morderé el puño y miraré tristemente por la ventana. Sin embargo, una certeza calma puede hacerse presente al considerar la mejor canción de amor del milenio. Esa canción no es tanto un asunto opinable como un hecho claro, y para determinarlo es posible seguir el siguiente método científico.
Un milenio es un largo tiempo. Hay muy pocas canciones de amor escritas en los primeros tres cuartos de las que siquiera hayamos escuchado hablar. Esas, por lo tanto, quedan eliminadas automáticamente. Las pocas que conocemos son creaciones dudosas, condimentadas con Hey nonnies,6 o Ho nonnies, o con extrañas muertes que les suceden a los amantes, y rosas salvajes y arbustos espinosos brotando de los cadáveres. El asesinato y la transformación en una planta de las personas es un veneno para el mensaje amoroso de una canción. Es una forma de corrupción, demasiada antítesis para la tesis. Si la muerte es inminente, siempre le sacará protagonismo al amor. Y luego tendremos una canción de muerte más que una de amor. Una canción de amor sin muerte en ella, de un amor que no sea una ganga fatal o una adicción: es decir una canción de amor para la eternidad.
Entonces, si continuamos en esta línea y dejamos fuera de consideración todas las canciones del siglo XIX y del siglo XX en las que la muerte le acaece al amante que canta, podremos hacer realmente algún progreso. Todas las Liebestods, y las posibles Liebestods afuera: la mayor parte de Puccini, todo Wagner, incluso “As Long as He Needs Me” de Oliver. (¿Olvidé mencionar que nos referimos solamente a la música occidental y, a pesar de la maravillosa “You’re a Hard Dog to Keep Under the Porch”, no incluimos ningún tipo de música country-western? De hecho, casi no vamos a aventurarnos fuera de la categoría de canción de musical. La ciencia tiene sus requisitos).
Esto nos acerca a la canción popular más liviana del siglo XX, e incluso aquí hay mucha poda por hacer. “You Belong to Me” es demasiado posesiva, incluso materialista. “You Were Meant for Me” es dulce pero está cargada con la añoranza vana de los solteros secretamente enamorados de la soledad. “On the Street Where You Live” es el tema musical de un acosador. “They Can’t Take That Away from Me” es una fantástica lista de lavandería de las cosas que hay que llevar en la mochila del corazón cuando el destino ejecuta la hipoteca del amor; su genialidad es la de hacer rimar los souvenirs emocionales “the way you hold your knife” y “the way you changed my life”. Pero puede ser cantada pésimamente, y con demasiada frecuencia eso es lo que sucede. Luego tenemos los blues, que a pesar de estar llenos del lenguaje de las negociaciones fallidas pueden ser amigables y deliciosos. Pero los blues, en realidad, hablan de la larga y lenta muerte del que canta y no son canciones puramente de amor.
Lo que nos lleva, finalmente, a la única elección lógica de la canción de amor más grandiosa del milenio: el trío final de Der Rosenkavalier de Richard Strauss, obviamente. Esta es una de las cosas más hermosas jamás escritas; si puede cantarse, jamás será mal cantada. Tiene lugar en el penúltimo momento de la ópera, cuando la mujer mayor (La Mariscala) abandona elegantemente a su joven amante (Octavian) después de descubrirlo enamorado de alguien de su misma edad (Sophie). En la historia de Hugo von Hofmannsthal, el amor es abrazado y al mismo tiempo altruistamente depuesto: ¿y para qué son los tríos si no? Ligera e inteligente, la canción tiene la melodía y la profundidad de Wagner, pero el libreto y el espíritu de Mozart. Es, como suelen ser las creaciones musicales superlativas, una aglomeración,