depresión de 1929, que afectó de manera fundamental a Estados Unidos y a muchos países de Europa, impactó también sobre la todavía poco estructurada economía española. Al tener una base agrícola y poco tejido industrial, la retirada de inversiones provocó un alto número de desempleados, el cierre de empresas, la devaluación monetaria y un elevado endeudamiento estatal. Sin embargo, hacia 1935 la situación parecía mejorar[4]. La Guerra Civil truncó —como tantas otras cosas— la recuperación económica.
En medio de estos vaivenes políticos y económicos, la sociedad española de esta década mantenía unos códigos de conducta y costumbres sociales propias del siglo XIX, organizada en torno a lo que se ha llamado la teoría de las dos esferas —la privada y la pública—, que separaba el ámbito de vida masculino del femenino. A los hombres les correspondía la esfera pública, la del poder, la política o la profesión; a las mujeres la esfera privada, es decir, la vida doméstica y todo lo relacionado con la educación y crianza de los hijos[5]. Era algo comprendido así por la mayor parte de los sectores de la sociedad, ya fueran católicos, laicos, monárquicos, conservadores, republicanos o progresistas. De la misma forma que podemos encontrar personajes de todas las tendencias —que serían minoritarios— comprometidos con el cambio en la vida de las mujeres[6].
Intelectuales liberales como Ortega y Gasset o Gregorio Marañón se mostraban contrarios, por ejemplo, a que la mujer cursara estudios superiores; mientras que, sin embargo, un católico conservador como Juan de la Cierva, animó a su hija Piedad a hacer una carrera universitaria porque consideraba que después de la primera guerra mundial había llegado el tiempo de las mujeres[7]. En general, se consideraba que una joven deseosa de trabajar fuera de casa actuaba contra su propia naturaleza, pues entraba en un terreno para el que no tenía aptitudes. Marañón las consideraba «mujeres de feminidad debilitada mezclada con elementos varoniles evidentes»[8].
Legislación favorable a la mujer
Es cierto que desde principios del siglo XX se habían conseguido algunos avances legales. En 1910 se aprobó la ley que permitía a las mujeres acceder a la Universidad sin limitación alguna. Ese mismo año se les dio libre acceso a profesiones relacionadas con la educación, siempre que tuvieran la titulación exigida, y a la administración pública, excepto en el caso de judicaturas y notarías. En 1918 con el Estatuto de Funcionarios Públicos se especificaba la posibilidad de la incorporación de las mujeres con la categoría de auxiliar[9]. Durante la dictadura de Primo de Rivera se promulgaron algunas leyes de protección laboral, o que permitían que ocuparan cargos en el gobierno municipal. Se consiguieron los primeros derechos políticos, aún muy reducidos. Así, en 1924 se otorgó el voto a las que fueran cabeza de familia (solteras emancipadas y viudas) para las elecciones municipales y en 1927 se reservaron algunos escaños en la Asamblea Nacional para mujeres que tenían cargos en ayuntamientos o diputaciones. Estos tímidos avances no sirvieron de mucho puesto que, tras la caída de Primo de Rivera, el gobierno de Berenguer retiró a las mujeres de los censos electorales preparados para las elecciones municipales que se celebraron en abril de 1931.
Asociacionismo femenino
Las organizaciones femeninas habían ido creciendo en la década de los veinte, influidas por las actuaciones de las sufragistas de Gran Bretaña o Estados Unidos. Estas asociaciones eran muy variadas, tanto católicas como laicas, y pueden considerarse ya feministas por los derechos que exigían.
El activismo femenino católico había tomado nuevas fuerzas a partir de 1919 con la refundación de Acción Católica, donde las mujeres encontraban mayores espacios de libertad y participación social. Era un contraste con el biologicismo imperante. Los escritos médicos de entonces reforzaban la idea de que la maternidad era el único destino de la mujer, porque así lo determinaba la biología; también había pensadores que argumentaban científicamente la inferioridad intelectual femenina. En contraste, la realidad era que el catolicismo difundía una definición de la feminidad que valoraba el protagonismo de las mujeres en el hogar y en el desarrollo de la sociedad[10].
Una mujer destacada fue Juana de Salas (1875-1976). Desde sus creencias católicas defendía el derecho de la mujer a recibir una educación y a ejercer profesiones como la farmacia o la medicina. Pensaba que el matrimonio no tenía por qué ser el único camino para las jóvenes. Consideraba un derecho inalienable el voto femenino e insistía en la importancia de preparar a la mujer para cuando llegara ese momento[11]. Otras hicieron también oír su voz y exigieron una mayor participación política y la igualdad en el acceso al trabajo y los estudios. Nombres conocidos, ya desde la década de los 20, eran los de Carmen Cuesta (1890-1968) —primera doctora en Leyes en España— o María de Echarri (1878-1955)[12]. Estas dos últimas pertenecían a la Institución Teresiana, fundada por el sacerdote Pedro Poveda en 1911, con la ambición de orientar el movimiento cultural femenino a través de católicas comprometidas que accedían a la enseñanza oficial. Se trataba de un proyecto reformador dentro del catolicismo dirigido a capacitar a las mujeres para su implicación social, cultural o política a través de la educación[13].
En 1918 un grupo heterogéneo creó la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME). Sus componentes procedían de estratos muy variados, aunque en general pertenecían a la clase media o eran profesionales: abogadas, maestras, escritoras. Aunque había elementos católicos en su ideario, intentaban mantener una posición de centro e independiente. Mujeres como Victoria Kent, María de Maeztu o Clara Campoamor pertenecían a ella, aunque Kent y Campoamor, junto con Elena Soriano, fundaron también, en 1920, la Juventud Universitaria Feminista, solo para mujeres graduadas[14]. Otra asociación destacada era la Unión de Mujeres de España (UME), también con un carácter interclasista, pero con una mayor tendencia al socialismo. Todas ellas coincidían en pedir la reforma del código civil, la igualdad salarial, la mejora de la educación, el derecho a trabajar en profesiones hasta entonces vetadas y el sufragio femenino[15].
Después de la decepción de los gobiernos anteriores, la llegada de la república parecía garantizar el reconocimiento de los derechos que estas organizaciones reclamaban. No fue una tarea fácil, puesto que las mentalidades tampoco habían variado mucho. Los broncos debates parlamentarios en torno al sufragio femenino son una muestra de los prejuicios que aún dominaban acerca de la capacidad de la mujer.
Tanto los partidos de derechas como los de izquierdas estaban convencidos de que el voto femenino sería un voto cautivo de los conservadores y de las consignas de la Iglesia. Por eso, los primeros lo defendían y los segundos consideraban que la mujer aún no estaba preparada. Volvían a sonar los argumentos biologicistas que afirmaban que por su constitución física las mujeres no estaban predispuestas a la reflexión y al espíritu crítico[16]. De las tres diputadas que participaban en las cortes constituyentes, solo Clara Campoamor defendió con tesón el derecho de las mujeres a votar, mientras que Victoria Kent y Margarita Nelken, consideraban que la participación femenina pondría en peligro la república y las políticas progresistas. El sufragio femenino finalmente fue aprobado con 161 votos a favor, 121 en contra y 88 abstenciones[17]. La nueva constitución de 1931 otorgaba la capacidad de votar a hombres y mujeres mayores de 23 años (art. 36), así como el derecho a formar parte del congreso (art. 53); aseguraba también el fin de la discriminación para puestos oficiales (art. 40) y la protección jurídica para regular salarios, jornadas de trabajo, seguros de enfermedad o desempleo, sin distinción de sexo (art. 46).
Esta legislación positiva no significa que la situación cambiara sustancialmente. Aunque las leyes avanzaran, quedaba un largo proceso hasta que estas afectaran a las mentalidades y modos de vida. El modelo familiar seguía siendo el tradicional, en el que el marido era el representante legal de la mujer. Esta seguía necesitando la autorización del esposo para hacer uso de sus bienes o para firmar un contrato laboral[18].
Situación laboral de la mujer
En general, persistía la idea de que no era conveniente el trabajo femenino. Los sectores obreros e industriales la veían como un competidor desleal, en unos años en que había subido la tasa de desempleo. Se planteaba como solución que los trabajadores recibieran un salario más elevado o implantar un seguro de maternidad para que la mujer pudiera quedarse en casa y hacerse cargo