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MONTENEGRO
Alberto Vázquez-Figueroa
Categoría: Novela histórica
Colección: Biblioteca Alberto Vázquez-Figueroa
Título original: Montenegro
Primera edición: 1990
Reedición actualizada y ampliada: Abril 2021
© 2021 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero
Maquetación: Carolina Hernández Alarcón
ISBN: 9788418263958
Impreso en España
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El primer día del año 1500 sorprendió a doña Mariana Montenegro empeñada en la labor de conseguir que Sixto Vizcaíno, un excelente carpintero de ribera de Guetaria que había alzado su astillero a orillas del río Ozama, en Santo Domingo, aceptara el encargo de construir una nave que se adaptara a las peculiares características que exigía el hecho de que no estuviera concebida para combatir, traficar, explorar o piratear, sino diseñada, desde el momento mismo en que se le plantara la quilla, con el exclusivo objeto de buscar a un único hombre.
–Tiene que ser veloz, pero segura; maniobrable, sin requerir excesiva tripulación; cómoda, aunque no lujosa; capaz de enfrentarse a una mar gruesa, pero capaz, igualmente, de deslizarse sin peligro por una quieta ensenada poco profunda; bien armada, aunque no agresiva…
–Temo, señora, que no estáis pidiéndome una nave, sino un milagro, y pese a la excelencia de las maderas de estos bosques, hace falta más que roble o caoba para conseguir lo que buscáis.
–Lo imagino –admitió la alemana, al tiempo que depositaba sobre la mesa una pesada bolsa que abrió dejando entrever el reluciente polvo que contenía–. Pero lo que hace falta para ese tipo de milagros es oro… ¿O no?
–Ayuda más que un san Cristóbal –admitió el vasco guiñando un ojo con picardía–. Me pondré a ello y creo poder tener unos primeros bocetos en febrero.
–¿Y la nave totalmente aparejada?
–Dependiendo de la cantidad de estas bolsas que podáis conseguir, para septiembre.
–Septiembre es época de huracanes –le hizo notar doña Mariana–. La quiero para junio como máximo. –Colocó la mano sobre el oro–. Bocetos dentro de diez días, planos definitivos en febrero, botarla en mayo y navegando en junio. Cumplid esos plazos y contad con veinte como este.
–A fe que parecéis un mercader de alfombras –sentenció el otro–. Y entiendo que hayáis sabido convertiros en una de las personas más ricas de la isla. –Cruzó los dedos de ambas manos en un ademán que parecía pretender significar una firme promesa o un juramento–. Contad con ello –añadió–. Me gusta trabajar con gente que sabe lo que quiere.
Una vez convencido el constructor, los esfuerzos de la ex vizcondesa de Teguise se centraron en ir eligiendo a los hombres que habrían de tripular su embarcación, y pese a que en la Taberna de los Cuatro Vientos y por las calles y los tinglados del puerto pululaban marinos, espadachines y aventureros dispuestos a embarcarse a ojos cerrados en cualquier tipo de empresa que reportara beneficios o sirviera al menos para matar el hambre, no se dejó seducir por famas o apariencias sino que se esforzó por seleccionar a su gente conforme al criterio que le dictaban su sexto sentido femenino y el hecho de haber asistido al nacimiento de las dos primeras ciudades del Nuevo Mundo.
Ingrid Grass, que había desembarcado en las costas de Haití con la segunda expedición del almirante, en noviembre de 1493, había alzado con sus propias manos una de las mejores granjas de la ya abandonada ciudad de Isabela y diseñado años después la más hermosa mansión privada de su nueva capital, Santo Domingo, y gracias a ello y a su ininterrumpida estancia en la colonia, había tenido ocasión de tratar a personajes tan nobles y generosos como Alonso de Ojeda, Juan De La Cosa y los Pinzón; o tan nefastos como Bartolomé Colón, Francisco Roldán y toda una infinita lista de intrigantes, ladrones y asesinos. Sabía, por tanto, cómo tratar a quienes llamaban cada día a su puerta en busca de una plaza en el navío del que ya comenzaba a hablarse en voz baja en todos los corrillos y mentideros de la ciudad, y en el recoleto jardín posterior de su inmenso caserón de piedra negra recibió, bajo un frondoso flamboyán, a algunos de aquellos desnutridos caballeros de capa raída y hambre entera que años más tarde inscribirían su nombre en los anales de la exploración y conquista de un vasto continente.
A veces como amables contertulios, y otras como ansiosos candidatos a servir a sus órdenes, mantuvo largas e interesantes charlas con hombres de la talla de Rodrigo de Bastida, Diego de Lepe, Vicente Yáñez Pinzón, Cristóbal Guerra o Pero Alonso Niño, que constituirían poco tiempo después la primera oleada de intrépidos navegantes que habrían de explorar el Nuevo Mundo, abriendo las rutas del mar a los Balboa, Cortés, Orellana o Pizarro, que acabarían conquistándolo.
Pero echaba de menos a Alonso de Ojeda.
El ex intérprete real, Luis de Torres, continuaba siendo su siempre enamorado consejero, mientras el cojo Bonifacio Cabrera había ascendido de fiel criado a la categoría de auténtico amigo y confidente, pero su relación casi fraternal con el pequeño y valiente Caballero de la Virgen –como ya muchos le conocían en La Española– tenía ese algo más que hace que ciertas personas se vuelvan con frecuencia imprescindibles.
Durante la larga noche en que permanecieron charlando en la abierta y hermosa playa de Barahona, noche en la que Ojeda le puso al corriente de que, a su entender, Cienfuegos continuaba con vida en algún lugar de Tierra Firme, la rubia alemana trató de convencerle de que abandonara sus ansias de conquista a las órdenes del banquero Juanotto Berardi y aceptase comandar la nave con la que pensaba lanzarse a la búsqueda del gomero, pero para don Alonso, que vivía con la ilusión de librar grandes batallas, ganar imperios o descubrir nuevas tierras, cuanto pudieran ofrecerle que no estuviese directamente ligado a la posibilidad de alcanzar la gloria carecía de alicientes.
–Todo el oro o las perlas de este mundo no valen lo que la sensación que produce saber que al amanecer vas a entrar en combate, y que ese combate lo estás librando a mayor gloria de Dios y de la Virgen.
–Pero lo que hacéis ahora, reunir oro, perlas y palo-brasil para un banquero italiano, no se me antoja que tenga nada que ver con librar batallas, a mayor gloria de Dios y de la Virgen –le hizo notar, sin ánimo de ofenderle.
–No, desde luego –admitió él–. Pero este no es más que un primer viaje que ha de servirme para demostrar a los reyes que nos encontramos a las puertas de un continente inexplorado que está aguardando desde la noche de los tiempos la auténtica fe de Cristo.
–Con frecuencia me pregunto cómo es posible que seáis al propio tiempo tan terrenal y tan místico –replicó sonriente doña Mariana–. No he conocido a nadie capaz de pasarse como vos la noche en un burdel, el amanecer rajando rivales en duelos estúpidos y el resto de la mañana asistiendo a tres misas con auténtica devoción.