Alberto Vazquez-Figueroa

Montenegro


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      Lo dijo convencido, pero el gomero, que pese a lo breve de su existencia había asistido ya a un buen número de inexplicables prodigios, no pudo por menos que sentirse en cierto modo impresionado, tanto por la indescriptible belleza de la piedra, como por el tono de misterio con que Mauá había sabido rodear cuanto se relacionaba con ella.

      –¿Qué sabéis de las yaitas? –inquirió, por tanto, cuando tres de los jóvenes guerreros que a menudo acudían a escuchar sus relatos de mundos distantes tomaron asiento junto a su hamaca al día siguiente.

      –Solo la mujer que haya tenido hijos varones, o el hombre que haya matado en noble lucha a un enemigo, puede tocarlas –replicó uno de ellos en voz muy baja–. Es lo primero que nos enseñan, y si encontramos alguna en las montañas tenemos la obligación de correr a avisar a quien esté autorizado a recogerla. De lo contrario nos volveríamos impotentes de por vida. Todos aquellos que se convierten en afeminados lo son porque no cumplieron la norma, y cuentan que muy lejos, a orillas del mar, existe toda una tribu, los itotos, que fueron condenados a vivir como mujeres por haber desobedecido la ley de Muzo.

      –Tan solo existe una excepción a esa regla –puntualizó otro de los muchachos–: Quimari-Ayapel.

      –No pronuncies su nombre –le reprendió el primero–. Aún no te está permitido.

      –Pronto mataré a una sombra verde y podré hacerlo –replicó altivamente el otro–. Y también podré recoger las yaitas que me salgan al paso.

      –No estamos en guerra con los chiriguanas, y si se te ocurre matar a uno te arrojarán al pozo de las víboras –fue la clara advertencia–. Si no aprendes a respetar las leyes, acabaremos siendo tan salvajes como ellos. Tan solo el pueblo que ama la paz es amado por los dioses.

      –¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber más tarde Cienfuegos.

      –Nosotros aún no lo sabemos –musitó apenas el tercero de los jóvenes guerreros–. Pero por lo que escuché una vez, tiene el poder de conseguir que una yaita se convierta de nuevo en la sangre de Muzo.

      –¿Licuar una esmeralda? –se sorprendió el gomero–. A fe que no entiendo mucho de piedras preciosas, pero imagino que quien cometa tamaño desatino bien merece que le corten en rodajas. En la nave en que llegué a estas tierras casi se matan cuando se jugaron a los naipes un brillante del tamaño de una lenteja. No quiero ni imaginar lo que hubieran sido capaces de hacer por una joya del tamaño y la belleza de la que me mostró Mauá.

      –¿Qué son naipes?

      –Algo con lo que se juega y se hace trampas.

      –¿Cómo se juega?

      La compleja explicación vino seguida por una serie de dibujos, a estos sucedieron dos primeras muestras burdamente talladas en una débil corteza de árbol, y todo ello culminó en un bellísimo juego de baraja labrado en finas láminas de oro a manos de los más hábiles artesanos del poblado, ya que el oro parecía ser el único material, junto a la madera, la caña y el algodón, que aquellas buenas gentes habían aprendido a trabajar regularmente.

      El resultado fue que al cabo de poco más de una semana la gran cabaña social que ocupaba un lugar de honor a la orilla del río se convertía, a partir de la caída de la tarde, en una especie de primitivo casino en el que alegres pacabueyes de ambos sexos disfrutaban de lo lindo dedicados con notorio entusiasmo a la divertida tarea de jugar a las cartas.

      Debido a ello, la existencia de Cienfuegos entró a partir de aquel momento en uno de los períodos más lúdicos de que tuviera memoria, puesto que pasaba la mayor parte del día tumbado en una hamaca o dando tranquilos paseos por la orilla del río, y las noches jugando a los naipes, eternamente mimado por la solícita Mauá y teniendo a su entera disposición un ingente número de complacientes jovencitas dispuestas a compartir su lecho de buen grado.

      También le satisfacían sobremanera las animadas tertulias que solían tener lugar en el porche de su cabaña, y cada día eran más y más los respetuosos muchachos que acudían a escucharle, ansiosos todos ellos por empaparse del relato de prodigiosas aventuras o por hacerse una leve idea de cómo era el mundo que se alzaba más allá del gran mar que nacía al final del gran río.

      El isleño llegó con el tiempo a la conclusión de que ningún otro lugar más idóneo que el pacífico poblado de los pacabueyes encontraría para poner fin a su eterno peregrinaje sin destino, y le vino a la memoria la imagen del anciano de blanca barba y oscura túnica cuyo congelado cuerpo descubriera en el interior de una cueva en una altísima montaña.

      Probablemente, y tal como a él mismo le había ocurrido, aquel pudo ser un hombre originario de muy remotos lugares al que extraordinarios avatares de la vida arrojaron a un poblado semejante en el que decidiría quedarse para acabar convirtiéndose en una especie de guía y maestro cuyos restos se veneraban como si se tratara de un santón o un patriarca.

      «Debería hacer algo más por estas gentes que enviciarlos con los naipes o llenarles la cabeza de fantásticas historias –se dijo–. Debería enseñarles a leer y escribir, aunque poco claro tengo si recuerdo cómo se hace y de qué les serviría, ya que no conocen ni el papel, ni la tinta, ni, mucho menos, libro alguno…». Aquella continua duda entre si resultaba contraproducente o no para los indígenas tener conocimiento de usos y costumbres de cuya utilidad práctica no se sentía del todo convencido obsesionaba al gomero desde los lejanos días en que en compañía del viejo Virutas convirtiera a una primitivísima comunidad de mujeres caníbales en un enloquecido mercadillo de ansiosas consumistas, pero, por fortuna, Mauá no le concedió demasiado tiempo para reflexionar sobre el tema, ya que en el momento en que colocaba ante él una sabrosa pata de pécari asada a las finas hierbas, comentó seriamente:

      –Quimari-Ayapel ha interpretado lo que tus manos dejaron impreso en la yaita y quiere verte.

      –¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber el isleño–. ¿Y por qué tengo que ir a verle? Si quiere algo, que venga aquí.

      La gorda negó suavemente mientras tomaba asiento con la sudorosa espalda recostada en el muro de la cabaña, mirándole fijamente con sus diminutos ojillos siempre húmedos y brillantes.

      –Si Quimari-Ayapel dice que vayas, tienes que ir, o no podrás continuar viviendo entre los pacabueyes.

      –¿Por qué?

      –Su autoridad resulta indiscutible.

      El isleño reflexionó unos instantes y acabó por hacer un leve gesto de resignada aceptación:

      –A la fuerza ahorcan. Iré. Tal vez con suerte asista al prodigio de ver cómo licúa una esmeralda.

      –Quimari-Ayapel no necesita hacer prodigios.

      –¿De dónde nace entonces su poder?

      –De que se trata de un auténtico prodigio.

      Cienfuegos no pudo por menos que observarla con renovada curiosidad.

      –¿Qué clase de prodigio? –quiso saber.

      –El más grande que Muzo haya creado.

      –Eso no me aclara mucho.

      –No necesitas más. Lo verás por ti mismo.

      –¿Cuándo?

      –Mañana. Al amanecer nos pondremos en camino.

      Apenas despuntaba el alba cuando ya Mauá le precedía por un diminuto sendero que se perdía con frecuencia entre la espesura de la frondosa selva como si pretendiera disimular su existencia, y en media docena de ocasiones la gorda hizo un alto obligándole a dar un extraño rodeo tras indicarle que ante ellos se ocultaba una peligrosa trampa en la que hubiese caído para morir atravesado por afiladas estacas todo aquel que desconociese su existencia.

      Fue, no obstante, un tranquilo paseo que les llevó a poder