suficiente inteligencia natural como para ser capaz de valorar hasta qué punto Ayapel era una mujer de mente privilegiada cuya sensibilidad estaba muy por encima de la mayoría de los seres humanos –nativos o europeos– que hubiese conocido.
–¿Pero os consideráis realmente dos, o solo una? –quiso saber.
–Una y dos. O dos en una. O una dividida en dos. ¿Qué importa eso? –sonrió levemente, cosa extraña en ella–. Más allá de ese número, nada cuenta.
–El amor entre un hombre y una mujer es algo semejante –admitió Cienfuegos–. Son dos que se vuelven uno, pero, por desgracia, la verdadera unión dura muy poco. –Bebió despacio de la gran calabaza de chicha y agitó la cabeza como sorprendido de sus propios pensamientos–. Cuanto más os conozco, más me inclino a creer que tenéis mucha suerte. Amar a alguien y estar siempre unido a él debe ser maravilloso.
–Háblanos de ella –insistió Quimari.
–¿De Ingrid…? –inquirió–. ¿Qué puedo deciros? A su lado la vida cobró sentido: se hizo plena, inquietante, dulce y amarga; intensa y repleta de olores nuevos, y nuevas sensaciones. Poseerla no solo me hacía estremecer, sino que me permitía descubrir que existía una parte de mí que ni siquiera había sospechado que existiese. Tenía la sensación de que mi semen se introducía en su sangre, se distribuía por todo su cuerpo, hacía que parte de mí pasara a formar parte de ella misma.
–Eso es hermoso.
–Y triste, porque lo que realmente deseaba en esos momentos era convertirme en ella para siempre; que su sangre fuera mi sangre, y mi cuerpo su cuerpo. Como vosotras.
–A veces –señaló Ayapel– Quimari me acaricia y yo la acaricio, pero me importa más el placer que le pueda hacer sentir que el que ella me hace sentir a mí. ¿Ocurre igual entre un hombre y una mujer?
–Cuando se aman realmente, sí.
–¿No siempre se aman realmente? –se sorprendió Quimari.
–Por desgracia, no.
–¿Por qué lo hacen entonces?
El gomero meditó buscando una respuesta, hasta que su vista recayó en las hileras de esmeraldas que ocupaban gran parte de la amplia estancia, y las señaló con un gesto.
–De todas esas piedras, muy pocas son perfectas –dijo–. Sin embargo, se recogen con la esperanza de que tal vez puedan llegar a serlo. Con el amor ocurre algo semejante; cuando por primera vez vi a Ingrid a orillas de una laguna, jamás pude imaginar que allí estaba la perfección, pero estaba.
–¿Qué fue de ella?
–No lo sé.
–¿No deseas volver a verla?
–Creo que no.
–¿Por qué?
–Ha pasado mucho tiempo. Ni yo soy el mismo, ni probablemente ella lo sea. Las estrellas fugaces son más bellas que las que brillan eternamente porque cuando desaparecen dejan un vacío que nada puede llenar, pero ninguna estrella fugaz vuelve a cruzar jamás por el mismo espacio del cielo.
–¿Cómo lo sabes?
–Porque era pastor y dormía al aire libre.
–¿Qué es un pastor?
–Alguien que cuida animales. Allá, de donde yo vengo, existen cierto tipo de animales que domesticamos para que nos den leche, queso, lana o carne.
–¿Como los pécaris o los cuís que algunas mujeres crían para comer?
–Mucho más grandes. Yo los llevaba al monte y los tenía allí, alimentándolos y cuidándolos.
–Entiendo… –admitió Ayapel–. He oído decir que, muy lejos, al otro lado de las montañas, hacia el Oeste, existe una nación muy poderosa que vive en chozas de piedra y posee manadas de animales casi tan grandes como una persona que utilizan como bestias de carga.
–¿Cómo se llama esa gente?
–No lo sé.
–¿Es amarilla?
–¿Amarilla? –se sorprendió ella–. No. Nunca oí decir que fuera amarilla.
–¿Vive cerca del mar?
–Viven en altas montañas. Muy, muy altas… Mayores incluso que la montaña en que habita Muzo.
–En ese caso… –señaló el canario convencido–. No puede ser ni el Cipango, ni Catay. El almirante juraba que los chinos son amarillos.
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