Alberto Vazquez-Figueroa

Montenegro


Скачать книгу

      Sin que se conozcan con seguridad las razones que tuviera para hacerlo, lo cierto es que a mediados del 1500, la Iglesia católica ordenó quemar inmensas extensiones de árboles del zapote –una planta pinácea de la que los indígenas de Centro y Sudamérica obtenían el látex básico para fabricar goma de mascar–, por lo que tan solo fue a principios del siglo XIX cuando un grupo de aventureros norteamericanos descubrió que una pequeña comunidad mexicana continuaba practicando tan curioso hábito, lo que dio origen a uno de los imperios industriales más atípicos de la historia.

      Nada se encontraba más lejos, sin embargo, de la mente del canario que el destino final que tuviera en su día la blanca pasta gomosa que Ayapel rumiaba sin cesar, dado que en aquellos tiempos su única preocupación estribaba en disfrutar en paz del paradisíaco islote al que le había arrojado su buena estrella, charlar con las hermanas siamesas o jugar con unos rústicos dados que había fabricado con sendos pedazos de madera.

      Tan solo un pequeño incidente vino a empañar ligeramente la hermosa e inocente relación que les unía, y ocurrió una calurosísima mañana de verano en que Cienfuegos dormía completamente desnudo y ajeno a todo en su ancha hamaca.

      Las muchachas quisieron darle una sorpresa colocándole sobre el pecho un diminuto tití que habían encontrado entre los árboles, pero resultaron ellas en verdad las sorprendidas al descubrir que debía estar soñando con algo erótico, dado que una parte muy determinada de su anatomía presentaba un aspecto desproporcionado y sorprendente.

      Permanecieron muy quietas, turbadas por algo que les provocaba rechazo y atracción al propio tiempo, y quizá por primera vez sus cuerpos reaccionaron de modo muy distinto, puesto que mientras Ayapel hacía un instintivo gesto de marcharse, Quimari quedaba como clavada en el sitio, observando hipnotizada el extraño fenómeno.

      Un leve chillido del monito –tal vez igualmente asombrado– hizo que, instantáneamente, Cienfuegos abriera los ojos para hacerse cargo de inmediato de cuál era su incómoda y comprometida situación.

      –Lo siento –musitó apenas.

      –¿Siempre está así cuando duermes? –inquirió Quimari, con lo que demostraba una vez más no ser la más lista del pueblo.

      –No. No siempre.

      –¿Entonces?

      –Soñaba.

      –¿Con una mujer?

      –¡Naturalmente!

      –¿Quién era?

      –La única a la que realmente he amado… –Agitó la cabeza con gesto de incredulidad–. Hacía años que no soñaba con ella –añadió.

      La muchacha no pudo vencer su curiosidad, y muy despacio extendió la mano para pasar suavemente el dedo por el desmesurado objeto que tanto la turbaba.

      –Es suave –murmuró–. Suave, firme y caliente.

      –¡Por favor!

      –¿Te molesta que lo toque?

      –No. No me molesta… Pero soy un hombre y me excita.

      –A mí también me excita –admitió Quimari, como si acabara de hacer un curioso descubrimiento, al tiempo que se volvía a su hermana–. ¿Y a ti…? –quiso saber.

      Ayapel alargó a su vez la mano y palpó decididamente el erecto pene, que pareció cobrar nueva vida ante el tibio contacto.

      –Quizá –replicó con naturalidad, tras meditarlo unos instantes–. Siento un extraño calor aquí dentro. ¿Qué puede significar? –quiso saber en un tono de voz totalmente inocente.

      –Significa que lo mejor que podéis hacer es dejar de manosearlo –fue la amoscada respuesta del cabrero–. No es un juguete.

      –Creí que no te molestaba.

      –No es que me moleste exactamente. Más bien me agrada… ¡Demasiado!

      –¿Demasiado? –inquirió Quimari, sin cesar por ello de acariciar con suma delicadeza la parte alta mientras su hermana mantenía firmemente sujeta la base–. ¿Qué quieres decir con eso?

      –¡Oh, por Dios…! –sollozó, apenas el isleño, lanzando un hondo suspiro–. ¿Queréis dejarme en paz? ¡Va a ocurrir algo horrible!

      –¿Algo horrible?

      –¡Sí! ¡Algo muy horrible!

      –¿Como qué?

      –¡Como eso!

      Los ojos de las siamesas trazaron una especie de arco en el aire y por último se observaron de cerca las manos palpando la consistencia de la desconocida sustancia.

      –Parece kuitchú –aseguró una de ellas.

      –¡Vete al infierno!

      –¿Te has enfadado?

      –¡Dejadme tranquilo de una maldita vez! Habéis conseguido que me avergüence… ¡Fuera!

      –Sabe raro… –admitió Quimari en el momento en que abandonaba la estancia–. Y huele fuerte.

      El gomero necesitó darse un reconfortante baño y permanecer largo rato tumbado bajo una palmera antes de reunir el valor suficiente como para enfrentarse a las dos hermanas, que no parecían, sin embargo, afectadas por lo ocurrido.

      –Lo lamento –fue lo primero que dijo–. Lo lamento profundamente, pero debisteis hacerme caso y no seguir jugando con algo tan… –buscó las palabras– delicado.

      –Olvídalo… –fue la amable respuesta–. Nosotras ya lo hemos olvidado y jamás volverá a repetirse.

      –¿Seguro?

      –Recuerda que somos elegidas de Muzo –señaló en tono tranquilo Ayapel–. Las guardianas de sus secretos y las depositarias de su sangre. Los cielos, la Tierra y los hombres están en paz porque nosotras estamos en paz, y todo debe continuar así… –Le alargó el minúsculo tití, que semejaba una bola de oscuro algodón dotada de vida–. Toma –añadió–. Es para ti.

      Nadie volvió a hacer mención del incidente, hasta el punto de que podría llegar a pensarse que nunca tuvo lugar, aunque el canario se sintió en ciertos aspectos agradecido al hecho de que hubiera ocurrido, ya que de ese modo tomaba clara conciencia de cuál era su situación en una isla a la que en el fondo nunca supo muy bien para qué había sido llevado.

      Si en algún momento imaginó que le habían elegido por su reconocida capacidad de satisfacer a las mujeres, ahora tenía perfectamente claro que ni Quimari ni Ayapel se interesaron jamás por sus aireadas dotes amatorias, por lo que su estancia en la preciosa isla respondía a una forma de curiosidad femenina de muy distinto signo.

      Quizá tan solo deseaban tratar de cerca a un gigante extranjero peludo y pelirrojo, o quizá deseaban aprender cosas nuevas de mundos muy distantes, pero fuera por uno u otro motivo, lo cierto es que la relación acabó convirtiéndose en una sincera amistad a través de la cual Cienfuegos incluso llegó a olvidar las anormalidades físicas de aquellas dos criaturas auténticamente excepcionales.

      –Háblanos de esa mujer con la que soñabas –rogó, una noche, Quimari, cuando sentados ante los rescoldos del hogar bebían una fuerte chicha que nublaba la mente, al tiempo que fumaban enormes tabacos que dejaban flotando en el ambiente un humo espeso y danzante–. ¿Cómo es?

      –¿Por qué quieres saberlo?

      –Porque nunca hemos sabido nada sobre el amor –señaló Ayapel–. Mauá no quería hablar de ello.

      –¿Por qué?

      –Tal vez creyó que nos perjudicaría.

      –¿Y si es así?

      –Nada que no tenga que ver con una de las dos puede perjudicarnos… –fue la serena respuesta–. Nacimos y crecimos en el convencimiento de que lo único que importa es nuestra