Alberto Vazquez-Figueroa

Montenegro


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llegue a crearos problemas. Los problemas los tendrá consigo mismo mucho más adelante. Ahora, lo único que en verdad importa es llegar a Samaná antes de que nos alcancen los soldados.

      –¿Creéis que nos persiguen?

      –Estoy seguro.

      No se equivocaba en esta ocasión el converso, ya que tras efectuar una larga batida por el Este hasta San Pedro, y otra por el Oeste hasta Barahona, el alférez Pedraza se cuadró sudoroso ante don Bartolomé Colón para comunicarle que sus exploradores habían descubierto que las huellas de los carromatos de doña Mariana Montenegro se encaminaban decididamente al Norte, es decir, a los embarcaderos de la Bahía de Samaná.

      –¿Podréis alcanzarlos?

      –Con buenas monturas y hombres de refresco, desde luego, Excelencia –fue la segura respuesta–. Esos carros avanzan con mucha lentitud por la maleza.

      El hermano del almirante ordenó, por tanto, al alcaide que requisase los mejores caballos de la ciudad y les proporcionase al alférez y sus hombres el avituallamiento necesario para una expedición de castigo que habría de dar como fruto el que la hermosa alemana acabara colgando de una soga en la Plaza Mayor para ejemplo de quienes osaban discutir la autoridad del virrey.

      Al bueno de Miguel Díaz, cuyo afecto por doña Mariana continuaba intacto, el encargo lo sumió en un profundo pesar, por lo que se apresuró a pedir consejo a su esposa, la india Isabel, antigua cacica de los territorios en los que se asentaba ahora la capital, Santo Domingo, y que era quien le había revelado tiempo atrás la existencia de sus ricas minas de oro.

      –Niégate a obedecer –fue el primer y lógico comentario de la indígena.

      –En ese caso seríamos varios a balancearnos en la horca –señaló el pobre hombre, convencido–. Los Colón verían con muy buenos ojos la oportunidad de quedarse con mi parte de las minas. –Agitó la cabeza, pesimista–. No –añadió apesadumbrado–. No puedo negarme, pero tampoco quiero que la ahorquen. ¡Fue siempre tan amable con todos…!

      La bondadosa indígena, una mujerona enorme y vitalista que paría hijos como quien escupe por el colmillo, meditó largo rato, hizo unas cuantas preguntas y, por último, aconsejó a su atribulado esposo que no se inquietara por la alemana, permitiendo que los soldados emprendieran la marcha cuanto antes.

      –La maldad suele encontrar inesperados obstáculos en su camino –fue su misterioso comentario–. Y tal vez los dioses decidan ayudarla.

      –Pero, ¿cómo? –quiso saber el atribulado alcaide–. Esas carretas necesitarán por lo menos tres días para alcanzar su destino, y con los caballos que lleva, Pedraza puede hacer el mismo recorrido en menos de una jornada.

      –¡Ten fe…! ¡Ten fe!

      Pero lo cierto es que hacía falta muchísima fe para aceptar que quizás ocurriría un milagro, puesto que cuando la armada tropa partió a lomos de las briosas bestias y el cariacontecido Miguel Díaz reparó en los cetrinos rostros de semejante pandilla de malencarados veteranos de cien combates contra los salvajes desnudos, llegó a la conclusión de qué suerte tendría la bondadosa Mariana Montenegro si conseguía llegar viva a la Plaza Mayor de la capital para ser ahorcada.

      –Los creo capaces de violarla entre todos y echar luego su cadáver a los perros –se lamentó casi gimoteando–. Son una auténtica pandilla de canallas.

      Canallas o no, lo que sí constituían, desde luego, era un selecto grupo de jinetes especialmente aguerrido y resistente, puesto que cabalgaron apiñados y sin tomarse un minuto de descanso hasta pasado el mediodía, hora en que el alférez Pedraza ordenó hacer un alto para dar un respiro a las monturas y devorar a la sombra de un hermoso castaño una buena parte de las excelentes viandas y el fuerte vino peleón que la india Isabel les había preparado.

      –A este ritmo, caeremos sobre ellos a media tarde –señaló satisfecho–. Y si conseguimos apoderarnos del barco, tened por seguro que nos habremos hecho merecedores de un ascenso y una justa recompensa.

      –De ascensos paso… –señaló un andaluz de Úbeda llamado Molina, que tenía bien ganada fama de enamoradizo y pendenciero–. Y como recompensa, ninguna otra me apetecería tanto como pasar un par de horas con doña Mariana a la sombra de un árbol como este.

      –¡En marcha entonces! –fue la respuesta de su superior–. Quizás esta misma noche recibas tu premio.

      Montaron de nuevo, ahora un tanto abotargados por la suculencia y abundancia del ágape, y avanzaron a prisa siguiendo el ancho rastro que habían dejado las carretas, hasta que, al cabo de tres o cuatro leguas, el propio Molina señaló nerviosamente:

      –¡Un momento, alférez! Tengo que detenerme.

      –De detenciones, nada –replicó su superior en tono autoritario–. Y nadie puede separarse del grupo.

      –¡Pero es que tengo que hacerlo!

      –Inténtalo y te fusilo.

      –¿Fusilarme? ¿Por qué?

      –Por desertar.

      –No se trata de desertar –replicó el otro en tono de guasa–. Sino de defecar. Me estoy cagando vivo.

      –¡Pues te aguantas! ¡Andando!

      De un sonoro fustazo obligó al caballo de Molina a seguir su camino, y así marcharon agrupados hasta que un enorme vasco cuyo rostro aparecía marcado por una rojiza cicatriz masculló con voz de trueno:

      –¡Y pues que yo también me estoy cagando!

      –¡Silencio y adelante!

      Siguieron de igual modo dos leguas más, pero fue entonces el propio Pedraza el que alzó el brazo cuando alcanzaban un bosquecillo de acacias, y al tiempo que saltaba precipitadamente de su montura, exclamaba furioso:

      –¡Alto! ¡A cagar!

      –¡A buenas horas…! –se lamentó el andaluz–. Yo ya me lo hice encima.

      Los demás ni siquiera le escucharon, pues todos sin excepción se apresuraron a lanzarse al suelo buscando acomodo entre los árboles al tiempo que se iban desabrochando los calzones, y al poco las bestias comenzaron a relinchar y agitarse inquietas, pues a los lamentos y los inequívocos rumores que llegaban de la espesura se unió pronto una insoportable pestilencia que obligaba a pensar que el mundo se había descompuesto.

      –¡Malditas judías…! –masculló alguien, sin dejar por ello de apretar y lamentarse–. Algo les han puesto que nos han envenenado…

      –¡Yo creo que fue el vino!

      –¡El vino extriñe, imbécil, y yo me voy patas abajo!

      –¡Mataré al culpable!

      –¡Me cago en su padre, y nunca mejor dicho…!

      Permanecieron allí un largo cuarto de hora, y cuando a duras penas treparon de nuevo a sus monturas no eran ya la feroz y animosa tropa de antaño, sino más bien un puñado de sudorosos, pálidos y desencajados guiñapos humanos que ni fuerzas tenían para espolear a sus asqueadas bestias.

      El sube y baja de las cabalgaduras y su continuo bamboleo no constituía a buen seguro el mejor remedio para tan maltrechos vientres, y no fue por ello extraño que uno por uno se fueran deteniendo en sucesivas etapas, lo que frenó por completo la marcha.

      –¡Sabotaje! –renegaba una y otra vez el indignado Pedraza–. Se trata, sin duda, de un sucio sabotaje.

      –¡Y que lo diga, alférez …! –replicaba zumbón el de Úbeda, que no parecía perder su humor por ello–. El más sucio y maloliente sabotaje de que se tenga memoria. La mierda me llega al pecho.

      –¡Calla o te fusilo!

      Comenzaba a caer la tarde cuando coronaron a duras penas una alta colina al otro lado de la cual se extendía el mar, y lo hicieron a tiempo de descubrir la altiva silueta del «Milagro», así como las distantes