Alberto Vazquez-Figueroa

Montenegro


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carne, que en mi caso es bien poca, acostumbra plantar dura batalla a mi débil espíritu, por grande que este pretenda ser.

      El fascinante Ojeda se había visto obligado a regresar poco después a Sevilla, a intentar que reyes y banqueros le brindasen una nueva oportunidad de lanzarse a la exploración y conquista de ignotos imperios, por lo que doña Mariana Montenegro acabó por elegir como capitán de su futuro navío a un tal Moisés Salado al que la mayoría de sus conocidos apelaban afectuosamente El Deslenguado, y no precisamente por ser un hombre de verbo agresivo o palabra inoportuna, sino más bien por todo lo contrario, ya que pese a ser un renombrado cartógrafo y un experimentado navegante, jamás solía pronunciar más que cortantes monosílabos.

      La primera charla que mantuvo a la sombra del flamboyán con la que habría de ser más tarde su patrona, fue un claro ejemplo de su normal comportamiento y su forma de actuar.

      –Me han asegurado que sois un magnífico oficial que empezó de grumete y un hombre íntegro, digno de toda confianza… –le espetó de entrada, amablemente, doña Mariana, en un intento de aproximación a un personaje que parecía encontrarse siempre muy lejos del lugar que ocupaba, aunque este fuera un asiento a metro y medio de distancia.

      –Serían amigos.

      –Y que no os importaría obedecer las órdenes de una mujer.

      –Eso depende.

      –¿De qué?

      –De las órdenes.

      –Se trata de buscar a un hombre.

      –Bien.

      –¿No deseáis saber quién es ese hombre?

      –No.

      –¿Ni dónde hay que buscarlo?

      –Tampoco.

      –¿Por qué?

      –Aún es pronto.

      –Entiendo… ¿Os molestaría mi presencia a bordo?

      –Sí.

      –¿Y la de un niño?

      –También.

      –¿Y aun así aceptaríais?

      –Sí.

      –¿Por qué? –insistió ella un tanto enervada por la impenetrable coraza con que parecía protegerse su escurridizo interlocutor.

      –Por hambre.

      –¿Hambre? Me consta que acabáis de rechazar el mando de una carraca con destino a Guinea.

      –Y es cierto…

      –¿Por qué lo hicisteis?

      –No soy negrero.

      –Muy noble por vuestra parte… –La alemana lanzó un hondo suspiro–. ¿Os han dicho alguna vez, capitán, que intentar hablar con vos desespera a cualquiera?

      –Sí.

      –¿Estáis casado?

      –No.

      –¿Dónde nacisteis?

      –En el mar.

      –¿En un barco?

      –Sí.

      –¿Y vuestros padres de dónde eran?

      –Lo ignoro. Unos pescadores me recogieron a bordo de una nave a la deriva.

      –¡Santo cielo! Ahora comprendo la razón de vuestro curioso nombre: Moisés Salado, ¿Realmente os gusta?

      –Como cualquier otro.

      –¡Menos mal! –suspiró ella, nuevamente–. Resumiendo: creo que no seréis un envidiable contertulio durante las noches al pairo, por lo que me cuidaré de aprovisionarme de buenos libros, pero creo también que sois el hombre que ando buscando. ¿Cuáles son vuestras pretensiones económicas?

      –Ninguna.

      –¿Estáis seguro?

      –Mandar un buen barco me basta.

      –El mío será el mejor.

      –Lo sé.

      –¿Conocéis a Sixto Vizcaíno?

      –Sí.

      –Él os recomendó.

      –Lo sé.

      Y así podía continuar hasta el infinito, pero Ingrid Grass, ahora ya doña Mariana Montenegro, jamás tuvo que arrepentirse de la elección que hiciera aquella calurosa mañana de abril, ya que el deslenguado capitán Moisés Salado demostró ser un hombre íntegro, fiel, eficaz y casi tan decidido y valiente como aquel diminuto Ojeda, cuya afilada lengua tenía fama de ser aún más peligrosa que su invencible espada.

      La forma en que consiguió entenderse con el habilidoso carpintero de Guetaria constituyó un misterio para todos, pero lo cierto es que al día siguiente de su contratación se instaló en un rincón del astillero, colaborando en la gestación y puesta a punto de su barco a tal extremo que podría asegurarse que conocía una por una cada cuaderna y cada tabla, y que no existía una sola juntura del casco, la sentina o la cubierta que no hubiese inspeccionado con obsesiva meticulosidad.

      Idéntico empeño puso a la hora de elegir a su tripulación, para lo cual solía pasear muy despacio por los tinglados del puerto, observando con ojos aparentemente distraídos a cuantos faenaban en las naves, estudiando su forma de moverse por cubierta o trepar a los palos, para, tomando asiento a la caída de la noche en las tabernas, continuar analizando el comportamiento de aquellos en quienes había reparado anteriormente.

      Como lo que ofrecía más tarde era trabajo seguro, buena paga, un excelente cocinero y el barco más moderno, cómodo y limpio de la orilla oeste del océano, no le resultaba demasiado difícil convencer a sus elegidos, con los que cumplía luego el requisito de visitar a doña Mariana por si esta les encontraba algún defecto.

      Tan solo se dio un caso de rechazo por parte de la alemana, y fue el de un rubio y atlético gaviero mallorquín, por el que solían pelearse las pupilas de los prostíbulos de todos los puertos, pero que estaba considerado, pese a ello, un magnífico profesional, disciplinado y serio.

      –No lo quiero a bordo –sentenció la alemana en cuanto le vio abandonar el umbrío jardín, que se había convertido en su cuartel general de inexperta armadora de buques–. Pagadle lo convenido y que se vaya.

      –Es bueno.

      –Lo supongo, ya que vos mismo le habéis seleccionado –fue la respuesta–. Pero las mujeres le han hecho considerarse irresistible, y al cabo de un mes de navegación nos causaría problemas. Todo hombre atractivo que tropieza con una mujer aparentemente sola acaba pronto o tarde por considerarse en la obligación de consolarla. Y no es mi caso.

      –No se hable más.

      Semejante frase, en tales labios, sonaba en cierto modo pintoresca, pero Ingrid Grass se había acostumbrado ya a las peculiaridades lingüísticas del capitán Moisés Salado, y prefería mil veces su forma de ser y de actuar que la de los innumerables parlanchines pretenciosos que arribaban cada día a la colonia.

      Poco a poco iba tomándole justo aprecio al circunspecto Deslenguado; pero a quien desde un principio deslumbró por completo el silencioso marino fue al pequeño e introvertido Haitiké. Para el soñador descendiente del gomero Cienfuegos y la haitiana Sinalinga, que desde siempre se había sentido profundamente atraído por el mar y los barcos, descubrir a un hombre cuyos orígenes se hundían, por así decirlo, en el océano –visto que aparentemente sus padres se habían ahogado al poco de él nacer– se le antojó el paradigma de todas sus fantasías infantiles.

      Lo primero que hacía, por tanto, en cuanto su preceptor daba por concluido el tiempo de estudio, era correr al astillero y trepar al armazón de la nave para tomar asiento sobre una gruesa viga a observar los austeros gestos de su ídolo, escuchar sus