los Nueve enfrentándose cara a cara en una ciudad de un millón de habitantes. Nadie podía salir bien parado de eso.
Pero la vida continuaba. La gente seguía necesitando trabajar, comer. Aquellos que no estaban involucrados directamente con el conflicto no se le acercaban. Tamas había hecho una gran labor manteniendo la paz en el resto de la ciudad.
Para complicar las cosas, los Archivos Públicos, el lugar donde más probabilidades tenía Adamat de encontrar copias de los libros dañados de la universidad, quedaban detrás de las barricadas realistas. Era un lugar donde él no estaba preparado para ir solo.
El carruaje se detuvo frente a un edificio de tres plantas ubicado en una calle lateral del extremo más lejano de Alto Talian, los barrios marginales de Adopest. En esa calle había solo una entrada, con una puerta doble de un descolorido verde oliva. Una mitad estaba cerrada, bloqueada desde dentro, con la pintura descascarándose y la mampostería deshaciéndose alrededor de la jamba de la puerta. La otra mitad estaba abierta, y había un hombre de baja estatura apoyado contra la otra jamba.
Adamat cogió su sombrero y su bastón y los sostuvo con una mano, con la otra extrajo un pañuelo del bolsillo y lo usó para cubrirse la boca al salir del carruaje. Le pagó al cochero y se acercó a la puerta, oyendo distraídamente el traqueteo de los cascos del caballo a medida que el carruaje se alejaba.
—En el nombre de Kresimir, ¿dónde diablos has encontrado una manzana en esta época del año, Jeram? —Adamat se limpió la nariz y se metió el pañuelo en el bolsillo.
El portero le ofreció una sonrisa llena de dientes torcidos.
—Buenas tardes, señor. Hacía un mes o dos que no os veía. —Le dio un mordisco a la manzana—. Mi primo, que vive al sur del Barrio de los Panaderos, consigue fruta fresca todo el año.
—Dicen que si las negociaciones no van bien quizás entremos en guerra con Kez —dijo Adamat—. Tendrás que esperar hasta el próximo otoño para conseguir otra manzana.
Jeram puso mala cara.
—Perra suerte.
—¿Cómo van hoy las peleas?
Jeram extrajo un papel gastado del ala de su sombrero raído y lo analizó para interpretar las marcas más recientes.
—SouSmith ha hecho tres peleas seguidas, Formichael ha ganado dos veces hoy. Ambos parecen estar agotados, pero al capataz le gustan los platos fuertes y dice que pelearán entre ellos dentro de una hora.
—¿Suman cinco peleas entre los dos? —Adamat resopló—. Va a ser horrible, apenas podrán mantenerse en pie.
—Sí, es lo que dicen las mesas, y todavía no hay muchas apuestas. Todos los que están apostando prefieren a Formichael.
—SouSmith pega duro.
Jeram lo miró con malicia.
—Si es que llega a atizar algún golpe. Formichael está más descansado, es más joven y pesa la mitad que SouSmith.
—Bah —dijo Adamat—, vosotros los jóvenes siempre creéis que a los viejos ya no les queda nada.
Jeram se rio.
—Muy bien, ¿qué será entonces, jefe? —Extrajo un papel doblado de un bolsillo trasero, cubierto de manchas y de líneas borradas hacía mucho tiempo. Lo apoyó contra el marco de la puerta y preparó un carboncillo para escribir.
—¿Cuánto paga?
Jeram se rascó la mejilla, y le quedó una marca negra.
—Os daré nueve a uno.
Adamat levantó las cejas.
—Apuesto veinticinco por SouSmith.
—Números arriesgados—gruñó Jeram. Anotó la apuesta, dobló el papel y volvió a metérselo en el bolsillo. Adamat sabía que aquel papel era solo un adorno. Jeram tenía una memoria casi tan buena como la suya, y sin poseer ningún Don: nunca olvidaba un rostro, nunca olvidaba un número, y nunca había pagado una apuesta de manera incorrecta, aunque muchas veces lo habían acusado de hacerlo. Eso no sucedía a menudo en la actualidad, al menos desde que el Propietario se hizo cargo de ese antro de boxeo. No le hacía gracia que se acusara a sus corredores de apuestas.
En el interior, la única luz provenía de unas ventanas ubicadas en lo alto, debajo de los aleros. Adamat pasó por una serie de cortinas que amortiguaban los sonidos y ocultaban el interior de cualquier mirada indiscreta. Todo el edificio era una gran habitación, cuyas paredes internas se habían tirado abajo hacía mucho tiempo, y se habían dispuesto varias casetas y habitaciones acordonadas para dar a los luchadores algo de intimidad mientras se recuperaban de las peleas. En el medio estaba el sitio que daba el nombre al edificio: la Arena, un foso redondo de nueve metros de diámetro, situado tres metros por debajo el nivel del suelo.
Alrededor del foso había unas gradas con asientos colocados al azar, que llegaban hasta ambas paredes del edificio, y casi hasta el techo. Adamat avanzó inclinado por debajo de los últimos asientos, cruzó hasta el otro lado y se abrió paso a codazos entre los hombres amontonados alrededor del foso. Las gradas estaban llenas, los asientos ocupados por hombres sentados hombro con hombro. Había espacio suficiente para varios cientos de caballeros con sus bastones y sombreros, trabajadores callejeros con chaquetas deshilachadas e incluso un par de agentes de policía de la ciudad, con sus capas negras y sus sombreros de copa difíciles de pasar por alto entre la multitud.
Había terminado una pelea hacía quizás unos diez minutos, y los trabajadores de la Arena arrojaban serrín para empapar la sangre, en preparación para el siguiente combate. Reinaba un murmullo suave, los hombres hablando entre ellos, descansando la voz para vitorear la violencia que iba a comenzar. Adamat inhaló el olor a sudor y a mugre, y el aroma de la rabia. Exhaló despacio, estremeciéndose. El boxeo a puño descubierto era un deporte brutal, salvaje. Sonrió para sí. “Qué divertido”. Volvió a inhalar, y detectó un olor a cerdo. Hacía no mucho tiempo la Arena había sido una pocilga, ¿y antes de eso? Una serie de locales comerciales, quizá, cuando Alto Talian todavía se consideraba la zona más novedosa, rica y de moda de la ciudad.
Un par de hombres sin camisa salieron de las casetas ubicadas al fondo. Entraron en la Arena el uno al lado del otro y sin ceremonias. Los trabajadores salieron y los luchadores se miraron de frente. El hombre de la izquierda era más pequeño, más delgado, tenía los músculos fibrosos y definidos como los de un caballo de guerra. Su cabello castaño y rizado le caía sobre el rostro de tanto en tanto, y cada vez que eso sucedía él se lo apartaba soplando. Formichael. El luchador favorito del Propietario; o al menos lo era la última vez que Adamat asistió a las peleas. Era un trabajador de los almacenes, joven y bien parecido, y se decía que el Propietario lo estaba preparando para que fuera algo más que un simple matón.
El hombre de la derecha parecía tener el doble de tamaño que Formichael. Su cabello tenía algo de gris a los lados; su rostro lucía una barba mal afeitada. Sus ojos parecían los de un cerdo, hundidos en el rostro, y examinaban a Formichael con la intensidad singular de un asesino. Tenía brazos tan grandes que parecía capaz de ganar en una lucha cuerpo a cuerpo contra un oso de montaña. Tenía marcas en los nudillos, en los lugares con los que había roto mandíbulas ajenas (y donde habían sido rotos por ellas), y su rostro estaba cubierto con las cicatrices fruncidas de la sutura mal hecha. Le sonrió a Formichael con sus dientes rotos.
A pesar de la ventaja que poseía SouSmith en tamaño y experiencia, era evidente que estaba cansado. La barbilla le colgaba debido a la larga jornada de victorias obtenidas a duras penas, los rabillos de los ojos dejaban ver su agotamiento y los hombros se le encorvaban, aunque de manera casi imperceptible. Más aún: hacía tiempo que la experiencia ya no le rendía. SouSmith estaba haciéndose viejo, y el pecho y el estómago se le habían ensanchado por el exceso de bebida.
El capataz bajó al segundo escalón del foso y habló con los luchadores. Después de un momento, retrocedió. Levantó la mano y luego la dejó caer saltando hacia atrás.
Trescientos hombres gritaron