Brian McClellan

Promesa de sangre (versión española)


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estaban recostados contra la pared, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Taniel se apartó.

      En la escalera resonaron algunos pasos. Un momento después apareció Sabon. Tenía marcas de pólvora en los puños de la casaca y un corte superficial en un brazo. Lanzó un suspiro de alivio al verlos todos juntos.

      —¿Algún herido? —preguntó Sabon.

      —Heridas leves —dijo Tamas—. ¿Dónde estabas tú?

      —En el comedor de oficiales. Salieron de la nada.

      —¿Ha habido bajas? —preguntó Tamas. “¿Alguien importante?”.

      —Algunas —dijo Sabon. Negó levemente con la cabeza ante la pregunta muda—. Por cómo se ven las cosas, era la chusma mayormente. Nos pillaron por sorpresa, pero una vez que nuestros hombres se organizaron, apenas contó como una lucha. Todos los Hielman vinieron por vosotros.

      —¿La Casa está segura?

      —Estamos trabajando en ello.

      —¿Enemigos capturados? —preguntó Tamas.

      —Tenemos al menos dos docenas que se han entregado sin luchar. Y otros cuarenta, heridos. Son hombres del general Westeven.

      —Lo sé. —Tamas se acercó a su hijo y le apoyó una mano en el hombro—. Bien hecho, Taniel.

      Taniel quitó la bayoneta del fusil y la guardó en su estuche. Se echó el fusil al hombro. Miró a Vlora y le hizo un leve gesto con la cabeza a Tamas.

      —Volvamos al trabajo, señor.

      Tamas miró a su hijo bajar las escaleras, seguido de cerca por la salvaje. Sentía que debía decir algo más. Pero no sabía qué.

      —Sabon.

      —¿Señor?

      —Avisa a lady Winceslav. Dile que necesitamos a sus soldados en la ciudad. El general Westeven controla las barricadas, y arderé en el abismo antes de mandar a mis propios hombres a morir contra ellas. Los mercenarios tendrán que comenzar a ganarse su paga. Prepárame una base de mando cerca de Centestershire. Le llevaremos la lucha a él. Vlora —hizo una pausa para analizar un momento su decisión—. Ve con Sabon. Te quiero en mi personal.

      —¡Taniel!

      Taniel se detuvo en el descansillo y miró escaleras arriba, sin decidir si esperar o no. Conocía esa voz. No quería oír nada de lo que esa voz tuviera que decir. Tocó un cuerpo con el pie. Uno de los Hielman que él había destripado con su bayoneta. El soldado pestañeó. Seguía vivo. Le clavó una mirada de ira a Taniel. Apretó los dientes sin emitir ningún sonido, pero debía de estar sufriendo un dolor terrible. Taniel se debatió entre llamar a un médico y finiquitarlo. La herida era mortal. Se puso en cuclillas junto a él.

      —No pasarás de esta semana —le dijo.

      —Traidor —susurró el Hielman.

      —¿Quieres vivir un día más o dos, así puedes responder a los interrogadores de Tamas? —preguntó Taniel—, ¿o prefieres terminar todo ahora?

      El soldado permaneció en silencio, pero sus ojos revelaron su sufrimiento.

      Taniel se quitó el cinturón, lo dobló y le ofreció el extremo al soldado.

      —Muerde esto.

      El Hielman mordió.

      Todo terminó en cuestión de segundos. Taniel limpió su cuchillo en los pantalones del Hielman y le quitó su cinturón de los dientes. Se puso de pie y volvió a ceñirse el cinturón. ¿Por qué hacía lo que hacía? Debería estar en la universidad, persiguiendo chicas. Trató de recordar la última vez que había perseguido a una muchacha. En su primera noche en Fatrasta, antes de que comenzara la guerra, conoció a una chica en un bar cerca del muelle. Coquetearon durante toda la noche. Si hubiera estado un poco más borracho, habría dormido con ella, pero mantuvo la compostura y se acordó de Vlora. Se preguntó si la chica seguiría allí. Tenía un boceto de ella en su cuaderno.

      El Hielman yacía a sus pies, en paz a pesar del horrible tajo que tenía en el estómago y la línea carmesí que ahora le goteaba de la garganta. Ka-poel estaba un poco más lejos, silenciosa como siempre. Observaba al Hielman como fascinada.

      —Tenemos que irnos —le dijo Taniel.

      —Taniel, espera.

      Vlora bajó deprisa las escaleras. Se tropezó, se agarró de la barandilla y terminó sentada en un escalón a mitad de camino. Mantenía una mano sobre la herida del muslo.

      Se miraron durante unos momentos. Vlora fue la primera en apartar la mirada, la fijó en el Hielman que yacía a los pies de Taniel.

      —¿Cómo estás?

      —Vivo —dijo Taniel.

      Pasaron algunos momentos más de silencio. Taniel oía a su padre, gritando órdenes escaleras arriba. Tamas no estaba ni mínimamente turbado por el repentino ataque. Un guerrero hasta la médula.

      Pasaron algunos soldados a su lado, dos subían, uno bajaba. Hubo una conmoción abajo, en el salón principal, mientras los soldados de Tamas detenían a los prisioneros heridos.

      —Perdóname —dijo Vlora.

      Le cayeron lágrimas por el rostro. Taniel luchó contra el impulso de correr a su lado, examinarle la herida y reconfortarla. Percibía su dolor, tanto el emocional como el físico, pero era algo que no podía alcanzarlo a él en su trance de pólvora. Se negaba a permitir que eso sucediera. Se enganchó el pulgar en el cinturón y apretó la mandíbula.

      —Vamos —le dijo a Ka-poel.

      Adamat apretó los dientes con frustración. Habían pasado siete días desde el golpe de estado. Siete días desde que visitó a Uskan y solo obtuvo más preguntas. ¿Quién había estado quemando libros de historia sobre religión y hechicería? ¿Quién se había llevado los otros libros? ¿Y qué demonios era la Promesa de Kresimir?

      Adamat hizo detener su carruaje de alquiler en el Barrio de los Panaderos el tiempo suficiente para recoger una empanada de carne, luego prosiguió más allá de la avenida Hrusch, donde el insulso olor a aceite, madera, horno y pólvora flotaba entre las armerías y las fundiciones. Allí había más ruido del habitual, y más gente. En los escalones de cada tienda había un niño con una pila de papeles, anotando pedidos e informando de números mientras algunos caballeros finamente ataviados se codeaban con los soldados de infantería más humildes. Un vendedor ambulante de pie en una esquina voceaba diciendo que el nuevo fusil Hrusch podía proteger cualquier hogar. Los armeros estaban vendiendo fusiles tan rápido como podían fabricarlos.

      Adamat hojeó el periódico del día. Decía que Taniel “Dos Tiros” estaba en la ciudad, y que había regresado como un héroe de la guerra por la independencia de Fatrasta. Ahora estaba persiguiendo a una Privilegiada prófuga. Algunos decían que se trataba de una superviviente de la camarilla real. Otros decían que era una espía de Kez que vigilaba a la camarilla de la pólvora de Tamas. De cualquier manera, ya había sido arrasada toda una manzana, y decenas de personas habían muerto o resultado heridas. Adamat esperaba que la Privilegiada fuera capturada o dejara la ciudad antes de que corriera más sangre. Ya habría suficiente de eso en el inminente enfrentamiento entre Westeven y Tamas.

      Los realistas habían construido barricadas alrededor de Centestershire, por casi todo el centro de Adopest. Habían lanzado un ataque preventivo contra las fuerzas de Tamas, pero habían sido rechazados. Ahora parecía que la gente contenía la respiración. El general Westeven, de casi ochenta años, había reunido a los realistas de la ciudad, los había juntado a todos en un lugar y había hecho levantar suficientes barricadas para detener a un condenado ejército. Todo en una noche, o eso parecía. El mariscal de campo había respondido trayendo a la ciudad dos legiones completas de la compañía de mercenarios denominada Alas de Adom y había rodeado Centestershire con cañones de campaña y artillería. Todavía no se había disparado una sola bala. Ambos hombres tenían