Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana)


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palideció; parecía estar a punto de desmayarse.

      Nila sintió que el estómago se le tensaba. Traición. Acusaciones de esa índole podían hacer que se cuestionara la lealtad de todo el personal. No había escapatoria. Había oído la historia sobre un archiduque, el primo del propio Rey de Hierro, que había complotado contra el trono. Su familia y todo su personal fueron enviados a la guillotina.

      —Puedes irte —dijo el sargento—. Estamos aquí solo por el duque y su familia. —Avanzó hacia la cubeta frunciendo el ceño—. Te convendría buscar un nuevo trabajo. De hecho, si puedes, deberías dejar la ciudad al menos durante unos días—. Se puso el cigarrillo en la boca y levantó un par de pantalones de la pila.

      —¡Olem!

      El sargento giró la cabeza cuando otro soldado entró en la habitación.

      —¿Encontraron al niño? —preguntó el sargento y pareció olvidarse de la cubeta.

      —No, pero lo mandaron a llamar. El mariscal de campo.

      —¿A mí? —Pareció dudar.

      —Tiene que reportarse inmediatamente ante el comandante Sabon.

      —Muy bien —dijo y apagó el cigarrillo sobre la mesa de la cocina—. Vigila a Heathlo. No dejes que los muchachos maltraten a ninguna de las mujeres. Si tienes que dejarlos saquear un poco para mantenerlos ocupados, hazlo.

      —Pero nuestras órdenes…

      —Los muchachos incumplirán algunas de nuestras órdenes de una u otra manera. Prefiero que incumplan las que no los lleven a la horca.

      —Bien.

      Olem echó una última mirada al lugar.

      —Tomen todos los objetos de valor que tengan aquí y váyanse —dijo—. El duque tampoco volverá por sus cosas… —Hizo un gesto de saludo hacia Ganny y Nila antes de salir.

      “Así que llévense lo que quieran”, pensó Nila.

      Ganny le echó una mirada rápida y salió corriendo hacia el vestíbulo. Un momento después, Nila la oyó subir por la escalera de los sirvientes.

      Nila tomó la llave del mayordomo del escondite sobre la chimenea y abrió el armario de la platería. Lo que tenía oculto bajo el colchón de su cama no valía ni una fracción de los cubiertos de plata que ahora estaba metiendo en un saco de arpillera.

      Esperó hasta que no se oyera a ninguno de los soldados en el vestíbulo y levantó a Jakob de la cubeta. Lo ayudó a quitarse la ropa de dormir y le dio unos pantalones sucios y la camisa de uno de los niños de la servidumbre. Eran demasiado grandes, pero servirían.

      —¿Qué estamos haciendo? —preguntó Jakob.

      —Lo llevaré a un lugar seguro.

      —¿Y la señorita Ganny?

      —Creo que no volverá.

      —¿Y mis padres?

      —No lo sé. Creo que querrían que venga conmigo. —Recogió un poco de ceniza fría del rincón de la chimenea y la mezcló con agua—. Quédese quieto —le dijo, mientras le untaba el rostro y el cabello con las cenizas. Lo tomó de la mano, y con el saco lleno de platería robada sobre el hombro, se dirigió a la puerta trasera.

      Había dos soldados vigilando el callejón que había detrás de la vivienda. Nila caminó hacia ellos con la cabeza baja.

      —Ey, tú —dijo uno de los hombres—. ¿De quién es el niño?

      —Mío —respondió Nila.

      El soldado levantó la barbilla de Jakob.

      —No parece el hijo de un duque.

      —¿No deberíamos retenerlo hasta que encontremos al niño? —preguntó el otro.

      —El sargento Olem dijo que podíamos irnos —indicó Nila.

      —Bien —dijo el soldado—. Pues, entonces, márchate. Será una noche muy larga.

      Adamat partió del Horizonte y se dirigió directamente a su casa en un carruaje conducido por uno de los soldados de Tamas. Fue un viaje largo, acompañado solo por sus preocupaciones y su desconfianza en sí mismo, a medida que el conductor atravesaba las calles de Adro en el silencio de la noche. Adamat deseó que pudieran ir más rápido. Pero eso no ayudó. El cielo del este había comenzado a aclarar cuando se bajó del carruaje, empujó el viejo portón, atravesó su pequeño jardín y llegó a la puerta principal. Tomó las llaves con torpeza, que se le cayeron de las manos, y luego se detuvo un momento e inhaló profundo.

      Había visto cosas peores, se recordó a sí mismo. No sería peor que los disturbios de Oktersehn. Metió con fuerza la llave en la cerradura y la giró; el metal oxidado chilló cuando abrió la puerta, medio de un empujón, medio de una patada.

      Subió al primer piso saltando escalones de dos en dos y golpeó cada puerta que iba pasando a medida que avanzaba por el corredor. Llegó a su habitación y abrió la puerta.

      —Faye —dijo.

      Su esposa levantó la cabeza de la almohada y lo miró a la luz de la lámpara, que ardía con una llama baja. Las sombras bailaron sobre su rostro, oscurecido por un halo de cabello negro y ondulado.

      —¿Qué hora es? —preguntó ella.

      —Pasadas las cinco —dijo. Elevó la llama de la lámpara y retiró las mantas—. Levántate. Se irán a la casa de Offendale.

      Faye tomó las mantas y se las llevó al pecho.

      —¿Qué te sucede? ¿Qué casa de Offendale?

      —La que compramos apenas ingresé en la fuerza. Por si tú y los niños llegaban a estar en peligro.

      Faye se incorporó.

      —Pensé que la habíamos vendido. Yo… Adamat. ¿Qué sucedió? —Un dejo de preocupación resonó en su voz—. ¿Es por lo de la familia Lourent? ¿O por un caso nuevo?

      La familia Lourent lo había contratado para que investigara el escabroso pasado del pretendiente de su hija menor. Todo el asunto terminó mal cuando Adamat se vio forzado a exponer al joven como un farsante.

      —No, no es el caso Lourent. Es algo mucho más grande. —Se volvió al oír unas pisadas suaves en el corredor—. Astrit —dijo con suavidad. Su hija menor llevaba un perro de peluche deshilachado bajo el brazo. Tenía puesto el camisón y un par de pantuflas viejas de Faye que le quedaban demasiado grandes. En la penumbra parecía una versión diminuta de su madre. Inclinó la cabeza con curiosidad—. Ve por tu abrigo de viaje, querida. Te irás de paseo —le dijo Adamat.

      —¿Tendré que usar vestido? —preguntó ella.

      Él forzó una sonrisa.

      —No, amor, solo ponte el abrigo encima del camisón. Te irás muy pronto. No olvides los zapatos.

      Ella le sonrió y se fue dando brincos por el vestíbulo, con el viejo perro de peluche colgado de una mano. Sus hermanos mayores la miraron con extrañeza a medida que fueron saliendo de las habitaciones.

      —Josep —le dijo Adamat a su hijo mayor—. Haz que tus hermanos estén listos para partir. Rápido. Que empaquen una maleta para algunas semanas.

      El muchacho era un joven serio, acababa de cumplir dieciséis años y estaba de vacaciones escolares. Frotó nervioso el anillo que tenía en el dedo; era un regalo que le hizo el padre de Adamat antes de morir, y el joven rara vez se lo quitaba. Esperó un momento por una explicación. Cuando entendió que no obtendría ninguna, asintió con la cabeza y llevó a sus hermanos de vuelta a las habitaciones.

      “Buen muchacho”. Adamat se volvió hacia Faye, que ahora estaba sentada en la cama. Ella se pasó una mano por el cabello y se desenredó algunos nudos.