Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana)


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      —Tengo motivos para vigilarte. —De hecho, parecía molestarle que el inspector siguiera allí.

      Adamat dio un suspiro sufrido y vio que el otro apretaba los dientes. Palagyi odiaba que no se lo tomara en serio. Casi no había cambiado desde sus días de usurero ebrio.

      —Me quedan dos meses para saldar mi deuda.

      —Es absolutamente imposible que juntes setenta mil kranas en dos meses. Entonces, cuando me entero de que tu familia se va de la ciudad en medio de la noche, mi conclusión es que quizás tomaste el camino más cobarde y decidiste huir.

      —Ten cuidado de a quién llamas cobarde —dijo y apuntó con el bastón hacia ellos.

      Palagyi se estremeció.

      —Me diste la última paliza hace mucho tiempo —dijo—, y ya no tienes la protección de la policía. Ahora eres uno de nosotros, una ordinaria rata de alcantarilla. No deberías haberme pedido un préstamo. —Se rio. Su risa era un ruido metálico que puso nervioso a Adamat.

      Esta vez le tocó a él apretar los dientes. No había tomado un préstamo con Palagyi, sino con el banco que pertenecía a un amigo. Uno que no resultó ser no tan buen amigo cuando le vendió el saldo a Palagyi por casi un ciento cincuenta por ciento de su valor. Palagyi había triplicado los intereses de inmediato y se había sentado a esperar que la nueva editorial de Adamat quebrara. Que era lo que había sucedido.

      Palagyi se limpió una lágrima de risa y resopló.

      —Cuando me entero de que un deudor envió a su familia fuera de la ciudad a pocos meses de que venza su préstamo, me involucro personalmente.

      —¿Y tratas de entrar a su casa por la fuerza? —dijo Adamat—. No puedes quitarme todo y echarnos a la calle hasta después de vencido el período acordado.

      —Quizás me he vuelto ambicioso. —Palagyi sonrió levemente—. Ahora bien, necesitaré que me digas dónde está tu familia, así puedo ir a ver si siguen ahí.

      Adamat habló con los dientes apretados.

      —Están en la casa de mi primo. Al este de Nafolk. Ve a ver todo lo que quieras.

      —Bien. Lo haré —dijo Palagyi. Se volvió para irse, pero se detuvo bruscamente—. ¿Cómo se llama tu hija? La menor. Creo que haré que uno de mis muchachos la traiga de regreso, por si intentas escabullirte en uno de esos nuevos barcos de vapor y escapar hacia Fatrasta.

      El hombre apenas tuvo tiempo de moverse antes de que el bastón de Adamat lo golpeara en el hombro. Lanzó un grito y cayó hacia el jardín. El paleador de carbón le dio un puñetazo a Adamat en el estómago.

      El inspector se dobló por el dolor. No había contado con que aquel hombre fuera a golpearlo tan rápido ni tan fuerte. Casi soltó el bastón, y apenas pudo mantenerse en pie.

      —¡Te denunciaré a la policía! —gimoteó Palagyi.

      —Inténtalo —resopló Adamat—. Todavía tengo amigos en la fuerza. Te sacarán a la calle a risotadas. —Recuperó la compostura y retrocedió lo suficiente para poder dar un portazo—. ¡Vuelve dentro de dos meses! —Cerró la puerta con llave y echó el cerrojo.

      Adamat se sostuvo el estómago y caminó con dificultad al estudio. A causa del golpe, tendría indigestión por una semana. Rogó que no estuviera sangrando.

      Pasó unos minutos recuperándose antes de juntar las cartas y salir a las calles. Percibía la creciente tensión a su alrededor. Quería atribuirlo al conflicto que él sabía que vendría; la revolución que atravesaría la ciudad cuando se declarara muerto a Manhouch, y el caos que le seguiría. Rezó por que Tamas pudiera mantener a raya los disturbios. Una tarea que bien podría resultar imposible. Pero no, la tensión probablemente era producto de su incipiente jaqueca y del dolor que sentía en la boca del estómago.

      Le faltaba poco para llegar a lo del administrador del correo, cuando se detuvo en una esquina a recuperar el aliento. Sin darse cuenta, había caminado demasiado rápido, respirando con dificultad y con una sensación de peligro acechándolo en el fondo de su mente.

      Apareció corriendo un muchacho de no más de diez años, de esos que gritaban las noticias. Se detuvo en la esquina junto a Adamat y tomó una buena bocanada de aire antes de echar la cabeza hacia atrás y gritar:

      —¡Cayó Manhouch! ¡Cayó el rey! ¡Manhouch irá a la guillotina al mediodía! —Luego se fue hacia la siguiente esquina.

      Adamat se quedó en silencio, anonadado, pero se sobrepuso y se volvió para mirar a los demás, que a su vez iban sobreponiéndose de su propia sorpresa. Él sabía que Manhouch había caído. Había visto la sangre de la camarilla real en la chaqueta de Tamas. Aun así, oírlo decir en voz alta en una calle pública hizo que le temblaran las manos. El rey había caído. Se había forzado un cambio en el país y la gente se vería obligada a elegir cómo reaccionar.

      La conmoción inicial de la noticia pasó. La confusión tomó su lugar, a medida que los peatones cambiaban sus planes en el momento. En la calle, un carruaje dio la vuelta bruscamente. El cochero no vio a la niñita que vendía flores. Adamat corrió, la tomó del brazo y la apartó del camino antes de que los caballos la atropellaran. Sus flores se desparramaron por la calle. Al salir corriendo un hombre empujó a otro y como respuesta fue arrojado al suelo. Comenzó una pelea de puños, que fue interrumpida rápidamente por un policía con su porra.

      Adamat ayudó a la niña a recoger sus flores y luego ella se fue a toda prisa. Él lanzó un suspiro. “Ya comenzó”. Bajó la cabeza y siguió caminando hacia la administración del correo.

      Tamas se encontraba en el balcón del sexto piso, frente a la enorme plaza de la ciudad llamada el Jardín del Rey. Sentía el viento en el rostro mientras veía cómo se iba juntando una multitud. Sus dos sabuesos dormían a sus pies, ajenos a la importancia de ese día. El mariscal llevaba puesto su uniforme de gala recién planchado; azul oscuro con hombreras de oro, y botones de oro con forma de un pequeño barril de pólvora. Los puños, la solapa y el cuello eran de terciopelo rojo; el cinturón, de cuero negro. Ante la insistencia de sus ayudantes, se había puesto las medallas: estrellas doradas, plateadas y violetas, de varias formas y tamaños, otorgadas por media docena de sahs gurlos y reyes de los Nueve. Tenía su sombrero bicornio bajo el brazo.

      El sol apenas asomaba por encima de los techos de Adopest, pero él calculó que ya habría unas mil quinientas personas allí abajo, mirando cómo se construía la hilera de guillotinas. Se decía que el Jardín podía albergar a cuatrocientas mil personas, la mitad de la población de Adopest.

      Lo averiguarían esa misma mañana.

      Su mirada atravesó el Jardín y se posó sobre la torre que se elevaba como una espina contra el cielo matutino. Diente Negro había sido construido por el padre de Manhouch, el Rey de Hierro, como una prisión para sus enemigos más peligrosos, y como una advertencia para todos los demás. Su edificación había llevado casi la mitad de los sesenta años que duró su reinado, y el color de la torre era lo que le había dado su apodo al Rey de Hierro. Era el triple de alto que cualquier otro edificio de Adopest, y era horrible: un clavo de basalto que parecía arrancado de las páginas de una leyenda anterior a la Era de Kresimir.

      En ese momento, Diente Negro estaba lleno a su máxima capacidad con casi seiscientos nobles y muchas de sus esposas e hijos mayores, junto con otros quinientos cortesanos y dignatarios reales que no eran confiables. Cuando Tamas cerraba los ojos, le parecía oír lamentos de angustia, y se preguntaba si era su imaginación. La nobleza sabía lo que se le venía encima. Lo sabía desde hacía un siglo.

      La puerta emitió un chasquido detrás de él, y se volvió. Un soldado salió al balcón. Su uniforme azul con cuello plateado combinaba con el de Tamas. Tenía un triángulo de oro de sargento en la solapa, y las tiras de servicio sujetas en el pecho indicaban diez años. Parecía tener más de treinta. Llevaba una barba color café perfectamente recortada, a pesar de que