Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana)


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contó las hileras de estantes y avanzó por una de ellas con paso firme. Tomó una escalerilla deslizable y la fue empujando frente a él. Su voz resonó en el espacio vacío que tenían encima.

      —Antiguamente, la universidad que conseguía las mejores subvenciones bibliotecarias era la de Jileman. De hecho, la colección de los Archivos Públicos de Adopest tiene el doble de tamaño que la nuestra. ¿Por qué no fuiste allí primero?

      Adamat se detuvo para pasar los dedos por el lomo de un libro encuadernado en cuero. Le gustaban las bibliotecas. No tenían humedad y estaban llenas de polvo y de olor a papel, el aroma más asociado con el conocimiento. Para un inspector, el conocimiento era algo primordial.

      —Porque el centro de la ciudad es un zoológico en este momento. ¿Recuerdas la ejecución?

      Uskan se volvió y se lo quedó mirando, perplejo.

      —Ah, cierto. —Siguió empujando la escalerilla—. Si no tenemos suerte aquí, ve a los Archivos. Están bastante bien organizados. Tienen unos bibliotecarios muy talentosos. Haz una referencia cruzada entre “teología” e “historia”. Al menos, eso es lo que yo voy a hacer primero. —Detuvo la escalerilla y subió por ella. La estructura metálica traqueteó bajo su peso, y Adamat la sostuvo para mantenerla estable.

      —Trato de evitar toda referencia a la teología.

      La risa irónica de Uskan le llegó desde tres metros más arriba.

      —¿Quién no, hoy en día? —Hizo una pausa—. Bien, esto sí que es raro.

      —¿Qué?

      La escalerilla volvió a traquetear mientras Uskan bajaba.

      —Faltan los libros. Alguien debe de haberlos retirado. Solo los miembros del personal pueden retirar libros de la biblioteca, y en este momento nuestra escuela de teología está en ruinas. Consiste en tres hermanos que pasan la mitad del año de licencia en climas más cálidos. Ya casi nadie estudia teología. Todo pasa por las matemáticas y las ciencias. Por Kresimir, nuestros departamentos de física y química cuadruplicaron su tamaño desde que comencé a trabajar aquí—. Levantó la mirada hacia los espacios vacíos de la estantería—. Recuerdo claramente que… No importa, busquemos en otro lado.

      Adamat siguió a su amigo hasta el tercer piso. Los libros que supuestamente iban a encontrar allí también faltaban. Buscaron en dos lugares más, hasta que Uskan se apoyó contra una estantería y se secó la frente.

      —Alguien debe de estar preparando una disertación teológica —comentó—. Los condenados estudiantes de teología siempre se llevan los libros. Hoy en día no vienen muchos, pero cuando aparece alguno, se cree dueño del lugar porque sus abuelos hicieron alguna donación en su momento.

      Adamat se preguntó si le convendría decirle a Uskan acerca de su investigación. Las palabras representaban un peligro casi nulo en sí mismas, pero cuantas menos personas supieran sobre la naturaleza de su investigación, mejor. No tenía sentido arriesgarse a ser considerado un traidor antes de que Tamas asumiera por completo el poder.

      —¿Tienes algún libro de la era de la Desolación? Tengo entendido que durante esa época se escribió bastante sobre Kresimir.

      —¿Dónde has oído eso?

      —En un periódico que leí hace tres años, a principios de la primavera.

      —Bah, los periódicos imprimen cualquier basura. Era una época muy religiosa, por cierto, pero la Desolación fue una era de oscurantismo desprovista de conocimiento. Kresimir y sus hermanos habían desaparecido. Las nuevas monarquías estaban trabadas en un conflicto con los Predeii, una casta antigua de Privilegiados poderosos. No ha quedado gran cosa de ese período. Una vez el vicerrector me dijo que si tuviéramos la mitad de los conocimientos de hechicería y ciencia de los que teníamos en los tiempos de Kresimir (la mayoría de los cuales se perdieron durante la Desolación), estaríamos viviendo en una edad dorada, tanto para el noble como para el campesino.

      —Bueno, trata de cruzar las referencias sobre teología, historia y hechicería.

      —Acabaré convirtiéndote en bibliotecario —comentó Uskan.

      —¿Qué sabes de la hechicería? —preguntó Adamat.

      —La filosofía de los hechizos es un pequeño pasatiempo que tengo, aunque yo carezco de talento para la hechicería. Mi abuelo era un Privilegiado. Un sanador, de hecho. —Hizo una pausa y le dirigió a Adamat una mirada expectante.

      —¿Qué?

      Uskan frunció el ceño.

      —Un sanador. Son los Privilegiados más excepcionales. Eso lo saben hasta los escolares que han recibido una clase de introducción a la hechicería. Se dice que el cuerpo humano es tan complejo que solo uno de cada cien Privilegiados tiene algo más que las capacidades sanadoras más rudimentarias.

      —¿Son poco frecuentes, entonces?

      —Muy poco frecuentes, Adamat. Dios, con tu predilección por los detalles, uno pensaría que conoces de estas cosas. ¿No sabes nada sobre hechicería?

      —No realmente —admitió. Él vivía en un mundo de calles urbanas, ciudadanos y criminales. No tenía tiempo para la hechicería y, francamente, le era algo foráneo. Se cruzaba con algún que otro Dotado aquí y allá, pero cualquier cosa más poderosa ya caía en el territorio de las camarillas, y un inspector no tenía nada que ver con todo eso. Todo lo que sabía provenía de algunas horas de clases de cuando era niño.

      —Tú eres un Dotado —dijo Uskan—, así que tienes el tercer ojo, ¿correcto?

      —Sí, pero no sé qué tiene que ver…

      —¿Entonces puedes ver el aura de todas las cosas cuando abres tu vista y miras lo que los Privilegiados llaman el “Otro Lado”?

      Hoy en día Adamat casi no abría su tercer ojo. En la mejor de las circunstancias, era una sensación desagradable, pero recordaba el brillo que rodeaba a todas las cosas ante aquella vista, como si el mundo hubiera sido pintado con vibrantes tonos pastel.

      —Sí.

      —Un Privilegiado manipula el Otro Lado —dijo Uskan—. Cada dedo de un Privilegiado está unido a uno de los elementos: Fuego, Tierra, Agua, Aire y Éter.

      —Pero el fuego no es un elemento —repuso Adamat—. Es el resultado de la combustión.

      Uskan tomó aire.

      —Ten paciencia. Está reconocido que esta explicación es imperfecta a la luz de los descubrimientos de los últimos cien años, pero es lo mejor que tenemos. Ahora bien, cada dedo corresponde a un elemento y al poder que tiene el Privilegiado respecto de ese elemento, siendo el pulgar el dígito más poderoso. Un Privilegiado usa su mano fuerte (usualmente la derecha) para conjurar las auras de aquello que quiere manipular en el Otro Lado. Y con su mano débil dirige esas auras una vez que han sido traídas a nuestro mundo.

      —Entonces, ¿cómo funciona la magia de los magos de la pólvora?

      —Ojalá lo supiera. Los Privilegiados odian a los magos de la pólvora, y las camarillas siempre han desanimado que se los estudie.

      —¿Por qué los odian tanto? —Adamat había oído decir que la mayoría de los Privilegiados eran alérgicos a la pólvora.

      —Por miedo —dijo Uskan—. La mayoría de los hechizos de los Privilegiados tienen un alcance de menos de un kilómetro. Los magos de la pólvora pueden disparar al doble de distancia. A las camarillas nunca les ha gustado estar en desventaja. También me han contado que si bien todas las cosas (vivas, muertas o elementales) tienen auras en el Otro Lado, no es el caso de la pólvora, y eso pone nerviosos a los Privilegiados. Ah, aquí estamos. —Se detuvo frente a una estantería. Pasó el dedo por el lomo de varios libros, los extrajo y los fue apilando sobre los brazos de Adamat. El golpeteo de los libros unos sobre otros hizo que se levantara polvo—. Solo falta uno, y sé dónde está. En la oficina