Kristina M Lyons

Descomposición vital


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por la presencia de cultivos ilícitos y de grupos armados paralegales de derecha y de izquierda (conocidos como “paracos” o “narcoguerrillas”), me enseñaron que la violencia no era la única historia para contar. Me llevaron a redirigir mi sensibilidad etnográfica de aquello que caía de los aviones aspersores desde las alturas hacia los procesos proposicionales de creación de vida que se hacían realidad en medio de ecologías químicamente deterioradas. Esto no quiere decir que la muerte violenta, el desplazamiento y el despojo fueran de alguna manera menos determinantes, sino que la muerte se estaba transformando mediante el cultivo de bosques, huertas y aquellas áreas ancestrales de cultivo llamadas chagras. La sintonía de los campesinos con los ciclos de la hojarasca —las capas de hojas y tallos en descomposición que con frecuencia se utilizan como composta— me llevó a repensar las relaciones entre vida y muerte, entre la materialidad y la política, en condiciones cotidianas de conflicto. El potencial de la hojarasca para “forzar el pensamiento” en las comunidades rurales amazónicas se convirtió en el foco de mi trabajo de campo.

      Así, en lugar de preguntar qué significa para las comunidades vivir en las regiones cocaleras que han sido los epicentros de la violencia perpetrada —y perpetuada— en Colombia por fuerzas geopolíticas, el libro que sigue a esta introducción se inspira en las prácticas que hacen posible la vida en medio de mundos criminalizados y químicamente asediados. ¿Cómo hace la gente para seguir, para aprender a cultivar una huerta, cuidar un bosque o cultivar alimentos cuando en cualquier momento un avión aspersor puede pasar por encima empapando ecologías enteras con herbicidas tóxicos? Más allá de los imperativos de las políticas antidrogas oficiales que exigen “erradicar la coca o ser erradicado”, ¿qué otras potencialidades emergen en comunidades rurales que responden a la guerra cultivando vida, una vida que nunca está del todo separada de la muerte? Fue durante uno de mis viajes iniciales al Putumayo cuando conocí al zootecnista y campesino Heraldo Vallejo. Conocido en la región como el “Hombre Amazónico”, Heraldo influyó profundamente en mis preguntas de investigación y en mis compromisos ético-políticos. A lo largo de la década siguiente, con Heraldo y con una red dispersa de organizaciones campesinas y agrarias alternativas construí algo parecido a lo que Kim Tallbear (2014) llama un “terreno conceptual compartido”. Con este último me refiero a nuestro intento por articular proyectos conceptuales y éticos sobrepuestos sin dejar de reconocer nuestras respectivas posiciones y comprensiones situadas. Además de nuestras diferencias como interlocutores y potenciales colaboradores.

      Como Heraldo me explicaba la situación, “el problema en el Putumayo es que no sabemos dónde estamos parados. Y no tiene que ver con el conocimiento sino con la aptitud y la actitud. Contrario a lo que dice el Estado, nuestro problema no es la coca. Nuestra urgencia tiene que ver con la agricultura amazónica, el desplazamiento y empobrecimiento de las familias rurales”. Las redes campesinas y de comunidades indígenas que acompañé me enseñaron que “saber dónde uno está parado” no se refiere a conocer el suelo mediante un análisis de laboratorio de su fertilidad química, su pH o su taxonomía científica; ni siquiera se trata necesariamente de conocer algún tipo de ente estable. Por el contrario, tiene que ver con la alienación producida por operar durante décadas dentro de un sistema agrícola de monocultivos para la exportación, en el cual la coca ilegal es tan solo el caso más reciente de las actividades económicas de imposición colonial y basadas en la extracción que han dominado las relaciones territoriales modernas con la Amazonía occidental del país. Curiosamente, cuando volví a Colombia en 2008 para comenzar mi trabajo de campo de largo plazo, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi (IGAC) lanzó una campaña sobre recursos naturales en Bogotá llamada el “Año de los suelos en Colombia”. La campaña buscaba visibilizar los suelos como mundos vivos con servicios ecosistémicos además de funciones sociales y no solo como objetos explotables o recursos de la economía política nacional. “Pon tus pies en el suelo” fue el eslogan con el que cerró esta campaña en 2009.

      Esta llamativa coincidencia me llevó a preguntar: ¿qué tanto pueden resonar o divergir estos llamados tecnocientíficos para “poner los pies en el suelo” con la invitación de Heraldo y otros campesinos a que uno aprenda “dónde está parado”? ¿De qué manera las relaciones entre el ser humano y el suelo adquieren importancia política en el complejo entramado de la política antidrogas, las agendas de desarrollo, las ciencias agroambientales y la vida cotidiana en un entorno militarizado? ¿Qué pueden enseñarnos la fecundidad conceptual y material de los suelos en conjunto —o en divergencia— con conceptos más dominantes de la tierra y el territorio? ¿Cómo guardan los suelos —esos que pueden ser o no ser vistos como un objeto llamado el “suelo”— las heridas y las huellas irreparables de la violencia, así como, las germinaciones de propuestas transformadoras y sueños alternativos desde y para los mundos rurales del país?

      Este libro se escribió en un momento de transición incierta en Colombia. Algunos aspectos del conflicto social y armado de más de medio siglo llegaron a su fin con un acuerdo de paz firmado en 2016 entre el Estado y las FARC-EP. Colombia se encuentra inmersa en un proceso de justicia transicional marcado por todos los riesgos, expectativas, esperanzas, frustraciones e incertidumbres que implica todo escenario de implementación de un acuerdo de paz. Los capítulos que siguen indagan cómo las prácticas con los “suelos”, tanto aquellas que se basan en conocimientos científicos como las prácticas no científicas y las no solo científicas (como insiste De la Cadena 2015a), están profundamente enraizadas en luchas entre campesinos, funcionarios, personal de cooperación internacional, movimientos agrarios populares y científicos. Se trata de luchas sobre los significados, los imaginarios y las materializaciones de la “productividad”, el “desarrollo rural”, la “sostenibilidad”, la “paz” y lo que implica una “vida digna y justa”.

      Mi trabajo etnográfico de largo plazo se llevó a cabo durante tres años entre 2008 y 2011; otros diez meses consecutivos entre 2013 y 2014, y una serie de viajes de investigación antes y después de ese tiempo. Transité por laboratorios, oficinas gubernamentales, viveros, huertas, bosques, talleres de educación popular y movilizaciones rurales, acompañando a un grupo heterogéneo de científicos del suelo y tecnócratas en la ciudad capital de Bogotá, redes de movimientos sociales rurales y familias campesinas que participaban en la construcción e implementación de propuestas agrarias alternativas en el Putumayo y sus alrededores. Además de asistir a los eventos y seminarios del “Año de los suelos” del IGAC, entrevisté a varios científicos: agrólogos, agrónomos, biólogos y microbiólogos de suelos, químicos, mineralogistas y ecólogos. También hice trabajo de campo en el Laboratorio Nacional de Suelos del IGAC y trabajé como asistente de investigación voluntaria en el Laboratorio de Microbiología Agrícola del Instituto de Biotecnología de la Universidad Nacional de Colombia (IBUN) en Bogotá. En el Laboratorio de Suelos y en el IBUN fui asistente en experimentos de laboratorio y en viveros, tomé clases informales de microbiología de suelos y participé en inoculaciones de campo y levantamiento de suelos. Pude aprender así las prácticas y los conceptos fundamentales de la ciencia de suelos practicada por el Estado y prestar atención a las relaciones —muchas veces implícitas, pero siempre políticamente cargadas— entre suelos, concentración de tierras, conservación ambiental, conflictos territoriales y las raíces agrarias de la guerra colombiana. Además de asistir a conferencias nacionales de ciencia de suelos en las ciudades de Bogotá, Ibagué y Pereira, participé en el XVIII Congreso Latinoamericano de la Ciencia del Suelo en Costa Rica, en noviembre de 2009. Esto me permitió situar las prioridades de investigación colombianas, la legislación ambiental y los conflictos socioambientales y territoriales en el marco de debates científicos e iniciativas de política pública de escala continental.

      A pesar de las preocupaciones conceptuales y ético-políticas potencialmente compartidas entre campesinos y científicos, existen también diferencias considerables. Las prácticas de los científicos del suelo suelen estar situadas en laboratorios y dependen de los ciclos de financiación de investigaciones del Estado, de alianzas con gremios industriales y de muestras de suelos transportadas desde la violencia rural a la relativa seguridad urbana. Las prácticas de las comunidades rurales se sitúan en medio de la militarización de la vida cotidiana y dependen de distintos modos de laboriosidad y experimentación en huertas, bosques y potreros frecuentemente invadidos por minas antipersonal. Las relaciones directas entre estos grupos