entre “estudiar hacia arriba”, en el sentido ya clásico de Laura Nader (1972), para entender el funcionamiento del poder entre expertos e instituciones, y “estudiar hacia abajo”, para analizar la capacidad del común de la gente para transformar y resistir a aquellas estructuras.5 Resultó imposible plantear una oposición simple entre “ciencia” y “no ciencia” o asumir dinámicas jerárquicas y situaciones fijas de subyugación y potencial subversivo. En este libro no ubico en una esquina a la “ciencia del suelo clásica”, incluyendo la concepción del suelo como un reservorio para la nutrición de cultivos, y en otra los enfoques integrales de las redes comunitarias agroecológicas. Tampoco asumo que la agricultura alternativa adopta siempre una postura homogénea en contra de la tecnología o las interacciones de mercado. Por el contrario, rastreo cómo la comunidad científica y las comunidades rurales negocian las fronteras de la ciencia e impulsan sus saberes y prácticas hacia la vida política —en la medida en que pueden hacerlo— con el fin de transformar las condiciones materiales de diferentes seres y elementos que comparten las contingencias de la vida y la muerte en el marco de una guerra de larga duración y construcciones de paz emergentes.
Una creciente literatura de orientación feminista y poscolonial en estudios de la ciencia y la antropología ha hecho importantes aportes a nuestra comprensión de la intensificación de la apropiación capitalista de los mundos materiales e inmateriales —lo que algunas autoras han llamado la mercantilización de la “vida misma” (Sunder Rajan 2006; Rose 2007; Povinelli 2011; Vora 2015)—. Este libro toma esta literatura como punto de partida, a la vez que se desmarca de ella, al poner en primer plano el surgimiento de procesos socioecológicos que luchan por existir y persistir como alternativas políticas, económicas y éticas a una captura reductiva de la vida centrada en el mercado. Estas luchas están en el centro del proceso de justicia transicional que Colombia atraviesa actualmente y son parte fundamental de la persistencia del entrelazamiento entre violencias y conflictos socioambientales y territoriales. Dichos procesos también son de gran importancia para los esfuerzos colectivos e individuales para renovar y transformar formas de vida orgánicas y sucesionales en una era humanista y capitalista marcada por los discursos universalizantes del Antropoceno y estrategias de mitigación del cambio climático dependientes del manejo tecnocientífico del “medio ambiente”.
En el capítulo 1 presento mi encuentro con Heraldo Vallejo en el marco de la guerra contra las drogas colombo-estadounidense y sitúo históricamente las estructuras extractivistas que dan forma a las relaciones territoriales en (y con) el Amazonas occidental colombiano. Empiezo a hacer más familiar la urgencia expresada por las comunidades rurales para cultivar procesos agroambientales alternativos, a los que llamo procesos de agrovida de selva. También delineo los métodos etnográficos que pongo en práctica para tratar las relaciones entre seres humanos y el suelo. Además, presento a algunos de los actores individuales y colectivos que me enseñaron a prestar atención a la hojarasca.
El capítulo 2 se enfoca en la campaña del “Año de los suelos”, llevada a cabo por el IGAC en 2009. Allí abordo las implicaciones ético-políticas que tiene el valor cambiante de los suelos como mundos vivos para los destinos entrelazados de estos y los científicos de suelos vinculados al Estado. Tomando como inspiración la noción creativa de los suelos como el teatro de la vida del doctor Abdón Cortés, científico colombiano, imagino de manera especulativa aquello que llamo la poética de la política de la salud del suelo, generando alianzas entre conceptualizaciones científicas y formas poéticas de sentir y percibir el suelo.
Por medio de acercamientos etnográficos en laboratorios, en fincas y en viajes para hacer levantamientos de suelos del Estado, el capítulo 3 pone en conversación las prácticas científicas y las campesinas. Despliego un concepto que tomo prestado de Heraldo: el cultivo de ojos para ella (la selva), a efectos de demostrar las relaciones parcialmente coincidentes, divergentes e inconmensurables que emergen entre el cuidado del suelo por un interés científico o siguiendo imperativos económicos y el cuidado de un mundo lleno de seres que se alimentan entre sí.
En el capítulo 4 acompaño las diversas prácticas materiales y sus correspondientes filosofías de vida de una red dispersa de familias rurales e iniciativas agrarias alternativas en todo el piedemonte y la planicie andino-amazónica. En lugar de la productividad —uno de los elementos centrales del crecimiento capitalista moderno—, exploro cómo la capacidad regenerativa de la selva se basa en la descomposición, la impermanencia, e incluso la fragilidad, todo lo cual pone en cuestión las bifurcaciones modernistas de orientación biopolítica entre vivir y morir.
En el capítulo 5 adopto el término agroecológico de los espacios vitales de la agrónoma brasileña Ana Primavesi como herramienta de pensamiento, conceptual y política para imaginar cómo se vería y sonaría un territorio andinoamazónico de lo que llamo fincas resonantes. Este capítulo se enfoca en las lecciones aprendidas en mis conversaciones con Heraldo Vallejo, concretamente en las formas de personaje conceptual y de pensamiento propio (grupal o colectivo) que constituyen los procesos de agrovida de selva. El capítulo 6 ahonda en las potencialidades y los límites que germinan de diferentes conjuntos de relaciones entre seres humanos y suelo, relaciones que pueden desarmar o desestabilizar conceptos de lo humano, del suelo y de la conjunción humano-suelo. Regreso aquí a la fecundidad material y conceptual de la hojarasca para reflexionar sobre lo que podemos aprender de los estados transicionales —a diferencia de entes estables— y de aquellos “suelos” que nunca se han convertido en ese suelo industrializado o químico que se han vuelto el centro de atención en las preocupaciones globales sobre el cambio climático antropogénico.
Aprendí de los campesinos y de las comunidades rurales a tratar la selva como un concepto, un conjunto relacional de prácticas y una fuerza existente o viviente, en vez de un ente que puede dividirse en unidades o reducirse a un descriptor representacional de un paisaje determinado. Estas familias campesinas me explicaron que la palabra bosque no necesariamente comunica una biodiversidad conspicua y compleja, ya que puede referirse a un sistema de monocultivo de árboles o a un conjunto de variedades comerciales destinadas a la extracción maderera. La selva también resignifica al monte (tierra montañosa llena de vegetación) y al rastrojo (forraje animal o pasto crecido), términos que se pueden usar de manera despectiva para describir un paisaje desordenado o deshabitado que debería limpiarse, temerse o domesticarse.
El trabajo conceptual, a la vez creativo y políticamente inspirado de las comunidades rurales a quienes acompañé y con quienes pensé, me llevó a preguntar qué formas de escritura son necesarias para articular una analítica de la selva. Me refiero a una analítica que aspira no solo a escribir sobre la selva o como una selva, sino más bien a seguir y transmitir de modo performativo las relaciones, las temporalidades, las texturas y las densidades materiales e inmateriales cambiantes que componen y descomponen la vida y la muerte de la selva. La relación, la constitución y la transmisión entre las formas de escritura y distintos seres, especies y elementos no humanos han venido recibiendo cada vez más atención en el trabajo de McLean (2009) sobre la poética y la materialidad; la discusión de Choy (2011) sobre las “cuatro formas de aire”; la etnografía de Kohn (2013) sobre la semiosis forestal, y las respectivas exploraciones de Myers (2015b) y Hartigan (2017) sobre el sensorio y la inteligencia de las plantas, entre otros. Concibo el acto de escribir la selva no como un modo romántico de “dar voz” a la ecología de los bosques tropicales, sino como un intento de atender y transmitir los modos de expresión y condiciones de existencia de la selva mediante géneros literarios y poéticos que mantienen las temporalidades geológicas, humanas y microbianas en tensión y simultaneidad con el lenguaje analítico de las ciencias sociales y naturales. Utilizo viñetas y formas poéticas de escritura en diferentes momentos para interrumpir la narrativa, la cual se concentra principalmente en el cultivo de la vida en medio de la muerte. Estas interrupciones responden a los actos y a las amenazas latentes de violencia que estallan en lo