estructural y los conflictos territoriales eran y siguen siendo una condición desestabilizante en la vida cotidiana de la Colombia rural, además, transforman los sedimentos materiales y las memorias encarnadas que albergan y expresan las ecologías regionales, a pesar de no ser siempre de manera explícita el centro de atención de mis interlocutores.
Notas
1 Para un detallado recuento histórico del origen de la política de fumigaciones aéreas en Colombia, véase María Mercedes Moreno (2015).
2 Se calcula que la mezcla de glifosato utilizada en la aspersión aérea es un 110 % más concentrada que la versión comercial producida por Monsanto, Roundup Ultra. Al igual que en otras aplicaciones industriales del glifosato en el mundo, al herbicida se le agregan otros químicos con el fin de aumentar su potencia y su adherencia a las plantas en un clima húmedo tropical, concretamente dos surfactantes: el polioxietil amina (POEA) y el Cosmo Flux 411 (Vargas Meza 1999).
3 La Dirección Antinarcóticos de la Policía Nacional suministró estas estadísticas oficiales el 18 de agosto de 2015.
4 A pesar de alto número de cultivos fumigados, las mediciones nacionales de cultivos de coca reportan un aumento sostenido. El número de hectáreas regresó al mismo nivel de 1999, año en que se intensificó la política de fumigaciones, e incluso llegó a superarlo (UNODC 2005). La Resolución 006 fue aprobada el 29 de mayo de 2016. Véase Asociación Interamericana para la Defensa del Ambiente (2015).
5 Un buen ejemplo de esto es la discusión metodológica de Juno Salazar Parreñas (2015) sobre la etnografía multiespecie.
De los espacios aéreos a la hojarasca
Apartándome del grupo por un momento, me detuve en silencio entre las hileras de enredaderas, árboles frutales, tubérculos y arbustos. Los girasoles que tenía a mi lado se recostaban levemente. Una brisa casi imperceptible ponía a temblar las enredaderas. Desde el suelo se elevaba el olor de cáscaras de fruta en descomposición. A lo lejos se sentía un batir de alas. Más cerca se oían el mordisqueo de las larvas en las hojas de granadilla y el zumbido de los insectos sobre los arrumes de palos y ramas y los pétalos de las flores. Aquí se sentía mucho más fresco. Segundos más tarde, el zumbido se hizo más intenso. Mis únicas palabras para describirlo: cientos de dedos índices húmedos deslizándose por los bordes de vasos con agua. La vida y sus pulsaciones, la vida marchitándose, la vida que toma su próximo aliento que también puede ser el último. Este era el sonido —o, mejor, la fuerza— que impregnaba el aire cuando me bajé por primera vez del bus en San Miguel, Putumayo, en la finca-escuela La Hojarasca, palabra que se refiere a las hojas en descomposición que se suelen usar como compostaje. Miré a mi alrededor pensando erróneamente que así podría encontrar el origen discernible del zumbido. Grupos de campesinos conversaban al lado de una mesa de madera llena de semillas, unas tan grandes como puños, otras tan pequeñas como granitos de arena. Las gallinas y los pavos merodeaban a tropiezos por los matorrales. Una familia de patos corriendo y graznando a viva voz por su almuerzo de caña picada. Los pasos humanos crujían al pisar las capas de hojas y tallos secos, un sonido bien distinto del chapoteo de las botas cuando se deslizan por el barro desnudo y arcilloso. Se oía un corte de machete, el golpe pesado de la caída de un copoazú, risas, más zumbidos, la fricción de una piedra machacando hojas de bore. Los árboles estaban llenos de nidos de mochilero, y de vez en cuando lograba escuchar el llamado de estos pájaros: el sonido del agua, la percusión de una gota de agua, ese sonido casi eléctrico en el momento exacto en que golpea una superficie y se transmuta en formas disímiles. Estaba tan cautivada por todo lo que pasaba a mi alrededor y por todo lo que esto hacía y deshacía en mi interior que no sentí otra presencia humana hasta que oí una voz a mis espaldas: “¿Cierto que la vida hace más feliz a la vida?”, preguntó la persona mientras se acercaba adonde yo estaba, en medio de la huerta que nos envolvía.
Figura 1.1. Nidos de mochilero en San Miguel, Putumayo, agosto de 2007
Foto de la autora
Una pregunta nada sencilla. Este fue mi primer encuentro con Heraldo Vallejo y con la poderosa, pero vulnerable, fuerza de una propuesta colectiva como La Hojarasca.
“Arrimarse al árbol que más sombra da”
Una cruz de madera incandescente
Un tablero salpicado de agujeros de bala
Una mano callosa acuna una piña medio podrida…
El día en que conocí a Heraldo acababa de pasar la semana en una delegación de la organización no gubernamental (ONG) Acción Permanente por la Paz, conformada por estudiantes universitarios, asesores legislativos, abogados y activistas de Estados Unidos. Como lo indica el nombre en inglés de la organización (Witness for Peace), el propósito de nuestro viaje al Putumayo en aquel agosto de 2007 era servir como “testigos” presenciales de los efectos negativos del Plan Colombia en las comunidades y los paisajes locales. También debíamos recolectar evidencia testimonial y de otros tipos para apoyar los esfuerzos ciudadanos en oposición a la política antidroga estadounidense.1 La violencia producida por la guerra crea su propio régimen humanitario, una sombra dialéctica y denunciadora que, irónicamente, varias veces me dio la impresión de ser la otra cara de la misma moneda militarizada. El día antes de nuestra visita a La Hojarasca nos acompañaba una mujer campesina en un cacaotal moribundo, parte de un acuerdo de sustitución de cultivos ilícitos que los campesinos habían firmado con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), el cual había sido fumigado con glifosato hacía dos semanas. “No hay manera de contar esto”, nos dijo. Nos quedamos en silencio por un largo rato en su cultivo. Un grupo de vecinos indignados fue formándose frente a la casa, mostrando plátanos deformes, piñas podridas, cáscaras marchitas y más hojas de cacao llenas de huecos y manchas. Expresaban sus inquietudes sobre el largo tiempo que el herbicida glifosato puede permanecer en el torrente sanguíneo, en los suelos y en las cuencas de los ríos. Hablaron de las gallinas que les habían robado, de las cercas que les habían tumbado y de los abusos verbales y físicos que habían sufrido cuando erradicadores manuales acompañados de militares y policías pasaron a arrancar las tercas matas de coca que habían sido rescatadas de las avionetas aspersoras por campesinos igualmente tercos e ingeniosos. Los erradicadores fueron dejando hileras de huecos en el suelo, así como desempleo, hambre y violaciones de derechos humanos.
Figura 1.2. Plátanos fumigados con glifosato en el Valle del Guamuez, Putumayo, agosto de 2007
Foto de la autora
Las familias rurales, tanto aquellas con arraigo antes del auge comercial de la coca como las que migraron a la región y terminaron trabajando en distintas labores que las vincularon a la economía de la coca, tenían serias dudas sobre la posibilidad de seguir viviendo de la agricultura en el Putumayo, ya fuera por medio de la coca o de otros cultivos. Un silencio escalofriante asolaba gran parte del campo. Mucha gente, incluyendo un agrónomo empleado por la Secretaría Departamental de Agricultura, nos dijo que ya no seguiría sembrando alimentos ni cultivos comerciales hasta que el Estado o la Embajada de Estados Unidos abolieran definitivamente las fumigaciones aéreas. La política antidrogas “está acabando con la vida”, nos decían. La toxicidad era inevitable. En cualquier momento podrían ser arrebatados los recursos que hacen posible