Para nadie era un secreto que su fuente de vida había sido extirpada para permitir que la vida en otra parte, así como en el propio suelo herido, pudiera decirse segura, sana, protegida y próspera.
Las comunidades que aceptaron erradicar ellas mismas la coca como requisito para participar en los programas de desarrollo alternativo de la Usaid siempre estaban a la espera de la siguiente ronda de nuevos subcontratistas, tristemente célebres por su mal manejo de los presupuestos para los proyectos. Las organizaciones comunitarias improvisadas que se formaban para asegurar la asignación de fondos casi siempre se derrumbaban tan pronto como terminaban los ciclos de proyectos. La preocupación principal de la gente tenía que ver con cómo inscribirse en el siguiente programa de ayuda estatal o, en palabras de un campesino, “cómo arrimarse al árbol que más sombra da”. En mis entrevistas en la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en Bogotá, la cual alberga el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), los funcionarios expresaron sus dudas sobre por qué el Estado debería verse obligado a desarrollar zonas remotas del territorio que la gente penetró —es más, deforestó— para involucrarse en actividades ilícitas de manera clandestina. Las familias del campo, por su parte, afirman que se vieron obligadas a migrar a zonas marginales debido a los ciclos de violencia y despojo en el interior del país, la falta estructural de acceso a mercados viables y a servicios estatales, la implementación de políticas neoliberales que han empeorado la pobreza urbana y rural y finalmente la naturaleza represiva e indiscriminada de la política antidrogas. En las fases I y II del Plan Colombia (aproximadamente, entre 1999 y 2010), los paradigmas del desarrollo alternativo hicieron una transición de un enfoque inicial en pactos sociales y sustitución de cultivos hacia la creación de una “cultura de la legalidad” basada en proyectos de orientación agroindustrial y alianzas con el sector privado. Las intervenciones asistencialistas, condicionadas a un imperativo de “cero tolerancia, cero coca”, relegaron a las comunidades a un papel de beneficiarias. El desarrollo alternativo ha seguido la misma lógica de mercado de los cultivos comerciales de coca, una lógica que busca remplazar cultivos ilícitos para la exportación por cultivos comerciales legales también para el mercado internacional, como la pimienta negra, el café, la vainilla, los palmitos, las heliconias y el cacao.
En mis entrevistas con la Usaid, el personal de esa entidad se refirió al fracaso de los proyectos de desarrollo en el Putumayo a lo largo de más de una década y a un costo de más de 80 millones de dólares como “una curva de aprendizaje desafortunada, pero instructiva”. Los costos de producción en zonas lejanas con poca infraestructura fueron mucho más altos de lo anticipado. No se llevaron a cabo estudios de mercado para garantizar la existencia de oportunidades para nuevos productos agroindustriales. La ayuda dirigida únicamente a las familias cultivadoras de coca tan solo estimuló el aumento de los cultivos y dejó sin apoyo a quienes no tenían cultivos, pero dependían para su sustento de otros eslabones de la cadena de valor de la coca. Los cultivos comerciales se vieron afectados por problemas de “control de calidad”, como hongos y plagas tropicales. La expectativa de que la gente delataría a sus vecinos y ayudaría a arrancar sus matas de coca por la fuerza lo único que hizo fue fracturar las relaciones comunitarias y empeorar los conflictos sociales. Este listado de problemas no incluye otros fiascos de la Usaid que han señalado las comunidades: gallinas sin pico traídas de Estados Unidos, las cuales resultaron tan inútiles que fueron a parar directo a la olla del almuerzo; vacas entregadas a familias sin potreros, que terminaron vendiéndose a narcotraficantes; una planta de procesamiento de carne que se tuvo que cerrar indefinidamente, luego de que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) voló la planta de energía regional; una fábrica de palmitos quebrada tres veces por la corrupción administrativa; cultivadores de pimienta que no podían pagar sus préstamos, porque esta resultó demorarse en madurar seis meses más de lo que habían previsto los agrónomos; heliconias destinadas a supermercados en Bogotá que se convirtieron en hogares para un gusano que ahora ataca las variedades locales de plátano de pancoger.3 La lista sigue y el panorama tan absurdo como trágico de incompetencia generalizada y de despilfarro económico empieza a parecer hasta conspirativo.
Figura 1.3. Resultado de la fumigación aérea con glifosato en el Bajo Putumayo, agosto de 2007
Foto de la autora
Nuestra delegación visitó la finca-escuela de La Hojarasca después de presenciar varios de estos proyectos fallidos de la Usaid. A la vuelta de un campo donde una gran cruz de madera se erguía solemne detrás de una casa abandonada sin ventanas: ahí funcionaba la escuela. La casa había funcionado como un centro de interrogación donde los paramilitares habían torturado y desaparecido a sus víctimas entre 1998 y 2006. Durante este tiempo, la coalición paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ocupó los centros urbanos de la subregión conocida como Bajo Putumayo y se disputó con la guerrilla de las FARC-EP el control de la población local, el territorio y la tributación del comercio de cocaína.4 La cruz se instaló en el campo para marcar la presencia de una fosa común que no podía revelarse oficialmente a las autoridades locales, por la complicidad del Estado en la violencia paramilitar y porque la guerra aún seguía presente. Una línea de árboles sobrevivía a los enfrentamientos entre los grupos armados y hacía las veces de barrera “natural” entre las FARC, relegadas a los corredores rurales, y las AUC, que tomaron el control del pueblo.
Don Pedro, un alumno de La Hojarasca que vivía cerca de allí con su hijo mayor y sus dos nietos, nos acompañó en nuestra caminata por la trocha empantanada que los pobladores rurales, con ayuda de las FARC-EP, abrieron en el bosque en los años ochenta para brindar una infraestructura más o menos transitable hacia la cabecera municipal. Todo el Putumayo carece de acceso al agua potable, y la comunidad de don Pedro, al igual que tantas otras zonas rurales del país, no dispone de electricidad ni saneamiento básico. Pasamos una enorme ceiba que había sido bañada en glifosato justo al lado de su predio. Con una extraña precisión, el árbol parecía haberse dividido en dos. Una parte se desintegraba lentamente, mientras que la otra parecía resistirse a la muerte y se mantenía verde y llena de vida. La ceiba había estado ahí desde que don Pedro tenía memoria, y su esperanza era que la mitad que se mantenía con vida pudiera aguantar lo suficiente como para atraer murciélagos polinizadores y repartir semillas con la brisa. La Hojarasca, nos explicaba, era parte de un proyecto más grande de desarrollo sostenible llamado San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo, coordinado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), una ONG jesuita de Bogotá. Durante los dos años en que funcionó como escuela, antes de que finalizara su ciclo de financiación y el Cinep retirara sus proyectos del Putumayo, alrededor de 200 campesinos de tres de los trece municipios del departamento se diplomaron en agricultura amazónica sostenible.5 Heraldo Vallejo, quien tenía 50 años cuando nos conocimos, fue uno de los socios intelectuales del diseño y la fundación conceptual de la finca-escuela. En particular, su propuesta seguía una metodología “campesino a campesino”, “indígena a indígena”, que buscaba multiplicar las agriculturas que luego oiría llamar de formas heterogéneas: agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas, místicas y de selva.
Lo que más me impactó cuando llegué por primera vez a La Hojarasca fueron las pulsaciones que generaba la escuela, su resonancia literal a fuerza de existir en medio de una ecología criminalizada. Eran manojos de vida en constante pulsación —entreverados densos de plantas diversas, hojas y raíces en descomposición, zumbidos de insectos, sonidos de animales pequeños y pájaros arropados por la selva y los quehaceres humanos— que le permitían forjar un espacio transformativo para sí misma, por más precario que fuera. Este no era un espacio donde la vida simplemente aguantaba en medio del sufrimiento social, el abandono y la contaminación; era un lugar donde se ponían en marcha otros modos de comer, de sembrar, de ver, de caminar, de intercambiar, de cultivar, de componer y, así mismo, de descomponer. La finca-escuela era una especie de estática, como lo plantea