Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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los retratos sobre un bando edificado en torno a una fuerza principal: el rechazo a la expresidenta. No fue un plan de ese tipo, pero el golpe resultó certero y alcanzó para tirar abajo –en menos de dos meses– las ínfulas del reformismo permanente. En el reencuentro de la expresidenta con el exjefe de Gabinete que la había abandonado, en la excusa para la unidad del peronismo, estaba la llave maestra para vencer al gobierno de la recesión interminable, la inflación récord, el derrumbe del poder adquisitivo y la deuda gigantesca.

      Las encuestas construían un escenario claro que pocos se animaban a desautorizar. El mismo ensayo que se decía invencible y venía a dar vuelta la página de la historia argentina, que pensaba reeducar en el ajuste a la mayoría de sus víctimas, llegaba competitivo al umbral de los comicios, pese al desastre prolongado de la gestión económica y al incendio de todas las promesas. Cambiemos era el futuro y la gente podía tolerar cualquier padecimiento, salvo el de volver a verle la cara al pasado. Lo guionaban en el primer piso de la Casa Rosada, lo decía la tele, lo escribían los más vivos del Círculo Rojo y lo confirmaba la historia reciente de 2015 y 2017.

      Pero Cristina golpeó justo cuando, se suponía, le tocaba el turno al peronismo poskirchnerista. Apenas seis días atrás, Juan Schiaretti había arrasado en las elecciones provinciales de Córdoba y todas las expectativas del establishment estaban en ver al PJ de centro tonificarse con esa victoria. Aliado estratégico de Macri, el gobernador dejó desierto el sillón de macho alfa del peronismo, a la deriva a un club de empresarios dispuestos a apostar y desorientada a la mesa de los galanes que se reunían en el piso 21 de una torre de Retiro con el objetivo de adivinar, detrás del Sheraton, las costas del poscristinismo. No pudo ser.

      Aunque esté prohibida la palabra “autocrítica” en el diccionario de su relato, Cristina Fernández de Kirchner aprendió de la derrota. Sacó lecciones del aislamiento y de los malos resultados; hizo lo que decían que no iba a hacer jamás: correrse del centro y no ser candidata a presidenta. Pero lo hizo a su modo, sin resignar el poder ni regalárselo a los que conspiraron en su contra. Decidió empoderar a un porteño sin carisma y sin votos, pero con una serie de virtudes que ninguno de los leales le había podido ofrecer en diez años de prueba, ensayo y error. Fernández exhibía una incansable voluntad de lobby, un mapa amplio de relaciones y una capacidad de liderazgo considerable, pero era, sobre todo, el dueño de un activo único: una voz que Cristina respetaba.

      Aunque haya tomado el ejemplo de Lula con Dilma y haya revisado la historia reciente, al factor sorpresa la expresidenta le incorporó una novedad. Se presentó como garante del respaldo electoral para el profesor de Derecho Penal de la UBA y se blindó a sí misma con un espacio propio para una convivencia tan difícil como necesaria. Buscó un socio más que un delegado.

      Por mérito propio o por deficiencias ajenas, la mujer política a la que le adosaban todos los defectos y ninguna virtud superó la prueba ácida de un peronismo que se apuró a jubilarla en un pacto explícito con Macri y, llegado el momento, fue ella la que formateó a su antojo la amalgama de la oposición. Se protegió, ganó la iniciativa, armó a dedo la fórmula presidencial de la unidad y recuperó con un movimiento imprevisto a los aliados que había perdido durante sus años de equivocaciones en la Rosada.

      Lo había anunciado el 14 de septiembre de 2017, antes de perder con el macrismo en la provincia, en una entrevista con Luis Novaresio para Infobae, el house organ de La Embajada que de repente le abría las puertas. El pluralista Daniel Hadad, aquel de las entrevistas amables con el almirante Massera, daba muestras una vez más de su piel de camaleón. Apenas seis meses después de aparecer en televisión y declararse extorsionado por el kirchnerismo para vender C5N y su pool de radios, el dueño del portal más leído sonreía junto a Cristina en la recorrida por los pasillos de su fuerte. Visto desde el futuro, lo novedoso no fue eso, sino la declaración de la entonces candidata de Unidad Ciudadana, que contemplaba con claridad la posibilidad de una derrota inminente en las legislativas. “Te voy a dar una primicia maravillosa. Si en 2019 yo soy un obstáculo para lograr la unidad del peronismo y ganar las elecciones, no voy a ser ningún obstáculo. Al contrario, voy a hacer todo lo posible para que el peronismo, en un frente amplio, pueda ofrecerle a la ciudadanía algo mejor de lo que hoy está teniendo”.

      Con una precisión quirúrgica, solo posible en quien controla el tablero y las decisiones, la figura más popular y cuestionada de la oposición anunciaba, con dos años de anticipación, su principal proyecto. Con una disciplina digna de mejores causas, el peronismo colaboracionista, los medios aliados al macrismo y, tal vez, hasta sus propios feligreses decidieron no creerle. Fue un error más, producto de la ceguera y la lógica refractaria; una oportunidad desperdiciada de manera imperdonable, porque los otros dos movimientos que Cristina tenía pensado ejecutar no iban a ser anunciados frente a las cámaras, ante cientos de miles de personas.

      Casi sin darse cuenta, la expresidenta se convirtió con los años en una figura bisagra del sistema político argentino. Pesaron, en un orden discutible, un cúmulo de factores entre los que podría destacarse su potente liderazgo pero también su rol de sobreviviente en el doble tiempo de la historia y la coyuntura; la sobreactuación en una batalla cultural de resultado incierto, la reacción de actores de poder que entraban en pánico ante los ademanes incesantes del populismo, la cerrazón política y personal de la doctora, el temor del peronismo conservador, los intereses en juego; todo eso había dejado a CFK en el borde de un tablero que soñaba con resetearse en clave de moderación, con partidos políticos clonados que creían posible prescindir de la adhesión popular.

      Por haber quedado viuda de Néstor Kirchner, por haber vivido en la Casa Rosada los estertores de un proceso irrepetible en más de un sentido, por haberse retirado del gobierno con una economía estrangulada pero muy lejos de una crisis terminal, Cristina regresó a la oposición en una condición extraña. Contaba con una popularidad inigualable pero, sin embargo, se había revelado estéril para prolongarse en el poder y encontrar un delegado fiel. Excepcionalidad pura, como heredera de un tiempo único y muestra viviente de que ese período –que sus rivales del PJ querían sepultar en un trámite express– no solo había existido sino que seguía vigente en múltiples formas: memoria, fuente de una alternativa posible y, sobre todo, reverso principal del macrismo. Entre el llamado a la resistencia y el riesgo de la nostalgia, Cristina era el reservorio de expectativas de una mayoría opositora que estaba subrepresentada en la escena mediática y no entraba en el casillero de figura marginal donde la quería ubicar un combinado de dirigentes que rondaba el 2% en intención de voto.

      El peronismo poskirchnerista se apresuró a sentarse a la mesa del futuro pero no tenía crédito social y solo podía trascender como socio menor de la gobernabilidad macrista. Dependía del éxito de un político de cuna empresaria para jubilar a esa jefa que lo había destratado desde el poder en una ecuación que no favoreció a nadie en el tinglado del ex Frente para la Victoria y alumbró a Macri como único ganador.

      Para la iglesia kirchnerista, Cristina era la garantía de que ni todo estaba perdido ni todo había sido errado. Para el sistema político que la negaba, era algo todavía más importante: el dique de contención de sectores que se aferraban a su estampita para seguir creyendo en la partidocracia y de una militancia con pasado radical que había sido reabsorbida por la burocracia estatal y las instituciones en forma vertiginosa, después del estallido de 2001. Creyéndolo más o menos, un número indeterminado del activismo había concluido en que la eclosión que terminó con el gobierno de Fernando de la Rúa había sido un abismo peligroso al que lo mejor era no asomarse más. Al igual que la política de la que los Kirchner eran parte, las nuevas generaciones habían asumido una lectura institucionalista del desborde social: lo que ayer había sido vitalidad, muestra de dignidad e inventiva popular, era ahora una amenaza que la política estaba obligada a conjurar. Esa función encarnaron primero Néstor y después Cristina, aunque sus adversarios –entre mezquinos y suicidas– no pudieran reconocerlo. Políticos tradicionales que asumían el rol excepcional de figuras fronterizas. Gracias a ellos y al espacio que edificaron a su alrededor, el sistema de partidos accedía a un grado de legitimidad sorprendente, tanto en relación con el pico de la crisis en 2001 como con una realidad