Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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candidato a algo, ya convocaban al periodismo en Puerto Madero, ya empezaban a ejercitarse en la gimnasia de la derrota.

      En mayo de 2018, Juan Manuel Olmos fue a visitar a un encuestador de los que trabajan de manera permanente para el peronismo. La corrida al dólar comenzaba a mostrar con claridad los límites del ensayo de poder de Macri, los mercados dejaban de financiar el gradualismo amarillo y el Círculo Rojo entraba en pánico. Se activaron de repente los bordes irregulares del PJ, que hasta unos meses antes preveían un Macri reelecto y aplazaban la gran disputa interna hacia 2023. Cristina seguía siendo la única candidata con capacidad para ir a pelear contra el egresado del Cardenal Newman, pero venía de morder el polvo con el vidalismo en la provincia de Buenos Aires y permanecía en un segundo plano. A la oposición de origen pejotista le sobraban postulantes que no superaban el 5% de la intención de votos. Sin embargo, Olmos no era cualquier peronista. Peso pesado del PJ porteño, exlegislador, exdirector de la Corporación Antiguo Puerto Madero y expresidente del Consejo de la Magistratura, Olmos asentaba su poder en cuatro patas: una base territorial en un distrito esquivo, un bloque en la legislatura, influencia decisiva en la justicia y relación intensa con el mundo de los negocios. Con esos pergaminos, un nivel de vida envidiable y un vínculo de lo más estrecho con el macrismo en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), el dirigente que hacía muy poco se había reconciliado con Fernández en un restaurante de Puerto Madero le pidió al encuestador que midiera en distintos escenarios a un amplio abanico de dirigentes que corrían en busca de posicionarse hacia 2019. En un mapa opositor que Cristina gobernaba a manera de eclipse sobre cualquier pretendiente, todos partirían en el estudio de opinión de un supuesto fundamental: cada uno de ellos tendría el imaginario aval de la expresidenta, la dueña del mayor capital electoral que, de manera milagrosa, se retiraría de la contienda y donaría sus acciones, en forma desinteresada.

      La lista era de lo más chata y previsible. Figuraban Agustín Rossi, Felipe Solá, Sergio Massa, Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti, Alberto Rodríguez Saá y alguno más. Era un trabajo de rutina más, de los tantos que se encargan para matar la ansiedad mientras la pelota está en el aire y la escena no termina de configurarse. Hasta que Olmos sorprendió al encuestador amigo con cuatro palabras que sonaron a chiste.

      –Ponelo a Alberto Fernández –pidió el peso pesado del PJ.

      –¿A Alberto? ¿Para qué? –respondió el consultor, entre enojado y sorprendido.

      –Ponelo, que es amigo.

      –Ok –le dijo el contratado a su interlocutor habitual, con la resignación de un profesional.

      Se entendía. No había lógica política en el pedido. Apenas la amistad entre un cliente y un político sin votos que podía pasar inadvertido en una lista de dirigentes pretenciosos y con recursos propios. El peronismo de la ciudad, eterna fuerza vapuleada en la zona franca que había criado a Macri como político, era su principal promotor. Señalado como mariscal de la derrota por miembros del viejo gabinete de Kirchner como Julio de Vido, Fernández se había cansado de perder elecciones ante el PRO como jefe de campaña de Rafael Bielsa y Daniel Filmus. Para la carrera electoral que estaba empezando, no tenía ninguna ventaja. Salvo lo más importante: su cercanía, renovada y decisiva, con Cristina.

      Con un razonamiento difícil de discutir, en busca de reconciliarse con el poder, Fernández era el nuevo visitante que tocaba timbre en el Instituto Patria. El exjefe de Gabinete reconocía el liderazgo de la expresidenta como el único fuerte dentro del peronismo y en la oposición. Repetía que la polarización planteaba un escenario inicial de paridad en el que Cristina sola era capaz de reunir un piso de adhesiones del 35% y se enfrentaba a un continente similar, el de los treinta y cinco puntos que para Fernández “siempre tuvo” el antiperonismo. De acuerdo con las matemáticas que ensayaba en su departamento alquilado de Puerto Madero, fuera de los convencidos, quedaban poco más de veinte puntos para dividir entre los dos polos dominantes. “Lo que estamos discutiendo es quién tiene esos veinte puntos y ocho son de Massa”, repetía.

      Después de años de vapulear al deplorable cristinismo final, el exjefe de Gabinete había hecho un viraje sorprendente, a fuerza de frustraciones y convencido de que Macri representaba un daño enorme para el peronismo y para la sociedad. En julio de 2018, un año antes de ser candidato a presidente, Fernández le decía a cada dirigente que visitaba: “Hagan cualquier alquimia, pero ella está en treinta y cinco o cuarenta puntos y sacando mucha ventaja sobre el segundo. Después, no sé si ella querrá”.

      El propio Fernández me lo dijo en alguna de las charlas que tuvimos, en un ejercicio que desafiaba a díscolos e indecisos dentro del peronismo: “Si vos admitís que hay una sociedad partida en dos, tenés que elegir en qué mitad querés estar”.

      El año 2019 fue el de la confirmación. En su rol de operador y vocero, Alberto comenzó a recorrer el país en nombre de CFK. Alejado durante una década de los actos multitudinarios, apartado de la gran disputa, el exjefe de Gabinete volvía a conectar con la línea de alta tensión del poder real. Ya en abril, el recuperado amigo de Cristina no salía de su asombro. “En el interior, vienen en malón. La gente ya eligió quién es el opositor a Macri y la votan a Cristina. Escondida, procesada, cagada a palos, allanada cuarenta veces, ella es la única que en el último año crece y el crecimiento es mucho más acelerado. La unidad la está generando la gente”, le dijo a un gobernador patagónico en una visita a su provincia. Su relato descarnado le daba cero chances a la ronda infinita de dirigentes que pretendían colgarse el traje de candidato, con visitas a programas de televisión, entrevistas en diarios y despliegue de pauta publicitaria. Para Fernández, eran perros que se mordían la cola. “¿Qué tienen? Nada. Es todo un invento de los medios. Cristina se caga de risa”, decía.

      El actual presidente estaba convencido de que el techo de la entonces senadora se había derrumbado gracias a la obra de Macri y que la polarización iba a beneficiar, como en 2015, al opositor de turno. Era un mérito que no le asignaba a CFK sino al fracaso económico del esposo de Juliana Awada. La crisis social, un índice de inflación que duplicaba al de los años kirchneristas, un ajuste interminable que no hacía más que profundizar la recesión, el derrumbe del poder adquisitivo, el aumento de la pobreza hacia el 40%, la cifra del desempleo otra vez por encima de los dos dígitos, el cierre de pequeñas y medianas empresas; la lista de perdedores era inagotable. De acuerdo con su cálculo electoral, Macri iba camino a una derrota inapelable ante cualquier opositor que terminara como candidato. “Cualquiera que lo enfrente le gana”, repetía. Su razonamiento estaba en las antípodas del que traficaban, desde el corazón del poder, las usinas de Marcos Peña y Jaime Durán Barba. Para Fernández, Macri y su círculo de incondicionales no lograban advertir que, después de cuatro años, el candidato-presidente estaba exactamente en el lugar opuesto al que había ocupado cuando le ganó a Daniel Scioli. El escenario había girado ciento ochenta grados y el papel del villano ya no le tocaba a Cristina sino al propio Macri. Por eso, Alberto lo repetía, lo mejor que le podía pasar a la doctora era enfrentar al ingeniero en un mano a mano. Su confianza en el triunfo opositor era altísima y ni siquiera le preocupaba la candidatura de María Eugenia Vidal, el “Plan V” que el Círculo Rojo y la mitad de Cambiemos impulsaban para jubilar a Macri. “Me imagino un debate Vidal-Cristina –decía Fernández–. La primera pregunta de Cristina debería ser: ‘Perdóneme Vidal, ¿por qué está hoy usted acá? ¿Por qué no reelige Macri?’. Si el presidente no renueva pudiendo renovar, quiere decir que fracasó. Y cualquiera que lo reemplace está ahí para explicar el fracaso”, decía. De acuerdo con su interpretación, la gobernadora bonaerense estaba destinada a ocupar el sitio que le tocó a Eduardo Angeloz en 1989, después del final traumático de Alfonsín, y no tenía chance de salir airosa. Distinta le parecía la propuesta de su amigo Martín Lousteau para ir a un esquema más amplio del espacio antikirchnerista, que reuniera en una gran interna a la dirigencia de Cambiemos con Roberto Lavagna, Juan Manuel Urtubey y el peronismo anticristinista. Esa variante, que el exministro de Duhalde y Kirchner solo contemplaba si Macri salía de escena, estuvo lejos de prosperar. Sin embargo, Lousteau lo habló en más de una oportunidad, por separado, con el propio Macri y con Lavagna. Los dos se mostraron