Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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partidarias, una candidatura de Lavagna al margen de una gran PASO solo podía robarle votos al presidente y hacerle un “enorme favor” a Cristina.

      La aritmética impiadosa que Fernández dibujaba en el pizarrón del PJ apuntaba, sobre todo, a los caballeros sin votos de la mesa rectangular que habían hecho su lanzamiento desde el piso 21, en las oficinas del empresario Guillermo Seita. Para él, Massa, Urtubey, Schiaretti y Pichetto contaban con cero chance de prosperar de manera individual o colectiva en la confrontación con Macri y con CFK. “No tienen destino”, llegó a pronosticar. De acuerdo con un pensamiento que finalmente se confirmaría, la gran coartada del jefe de senadores del PJ, el supuesto respaldo de los gobernadores a su espacio, era una gran impostura que solo podía ser digerida en los almuerzos de un establishment que no quería volver atrás. Ese Fernández que había recuperado la confianza de su amiga apenas coincidía en un punto con los analistas del Círculo Rojo que militaban por la consigna de un macrismo competitivo: en la provincia de Buenos Aires estaba la mayor fortaleza de la senadora. Ahí, CFK medía como candidata a presidenta nada menos que cuarenta puntos y duplicaba a Macri, que apenas cosechaba veinte. Quedaban diez puntos que las encuestas de Roberto Bacman y Hugo Haime le marcaban en rojo: los que reunía el zigzagueante Massa, aun debilitado y sin salida. El exintendente de Tigre era la obsesión del profesor de Derecho Penal, el único al que consideraba valioso de cara a una hipotética construcción en torno a la expresidenta. Sin embargo, Fernández iba a una negociación asimétrica con el ambicioso dirigente, que había sido su jefe en el Frente Renovador pero ahora padecía un éxodo permanente dentro de sus propias filas. Veía a Massa desorientado, en busca de consolidarse en un “no lugar”, a la espera de dar el salto que la mayor parte de sus partidarios ya había dado en la provincia de Buenos Aires. En sus conversaciones, el mensaje del enviado de CFK era siempre el mismo: “Ya hay una definición social. A mí me excede por completo. Es lo que ocurre, simplemente”, le decía. A esa constatación, Fernández le sumaba una ventaja que un intendente del PJ me graficó en la antesala de la incorporación de Massa al Frente de Todos: “Sergio está debilitado y le toca negociar con alguien que lo conoce como nadie y que sabe qué precio ponerle. No tiene chance de salir del esquema que le ofrecen. Lo va a tener que aceptar”.

      Acostumbrado a darle forma a su rol de operador en el terreno de los medios, Alberto había alumbrado una fórmula para explicar la disyuntiva de la gran oposición: “Con Cristina no alcanza, sin Cristina no se puede”. Su planteo era sencillo. La tarea del peronismo que tenía como prioridad la derrota de Macri pasaba por ver de qué modo era posible acercarse a la expresidenta, pero a partir de un diagnóstico claro, que admitía su centralidad. Había que reconocer que, a tres años largos del inicio del gobierno amarillo, CFK estaba en la posición más cómoda y tenía el tablero de control en sus manos. “Si decide ser, tenemos que ver cómo la acompañamos y, si decide no ser, tenemos que encontrar la mejor forma para competir con el candidato de ella”, afirmaba Fernández, sin imaginar todavía que ese candidato iba a ser él y que la ilusión de una interna se iba a venir abajo en el instante mismo en que su amiga lo eligiera a dedo, con un movimiento que iba a alterar las coordenadas de la polarización y dejar sin reacción al oficialismo.

      A la vuelta de sus frustraciones, Alberto exhibía un mérito que en el Instituto Patria se valoraba. Nunca había renunciado a la política para dirimir las diferencias y, en contraste con otros –que también se reciclarían en el Frente de Todos–, no había apostado a la mafia de Comodoro Py para condicionar la negociación con Cristina. En el albertismo, destacaban otra cualidad que terminaba de armar el cuadro de la unidad, confirmaba su vocación de poder y lo ponía a tono con la época. Me lo dijo en pocas palabras uno de sus amigos íntimos, de los que lo iniciaron en la política y que ahora es funcionario: “Tiene el grado de locura que hace falta para ponerse al frente de lo que viene”.

      La confluencia del ancho peronismo se iba a dar finalmente sobre el filo de la inscripción de listas. La designación de Fernández, un golpe de una audacia solo comparable a las mejores jugadas de Kirchner, era el primer paso y desataría una avalancha de reacomodamientos. Primero, en el mundo de los gobernadores, que saltaron en masa hacia el nuevo polo de poder. Después, en los inquilinos de la Casa Rosada, que aceptaron la propuesta de Rogelio Frigerio y Ernesto Sanz para abrirle el juego al voluntarista Miguel Ángel Pichetto, siempre dispuesto a actuar el rol de oficialista. Y, finalmente, en el pretencioso Massa y los sobrevivientes del massismo residual. Larguísimas conversaciones de Fernández, Máximo Kirchner y Eduardo “Wado” de Pedro con el exintendente de Tigre y su mano derecha, el bonaerense Raúl Pérez, terminaron de cerrar el pase. Massa había llegado al final de una travesía interminable en la que no le quedó puerto con el cual no haya negociado, ni en el oficialismo ni en la oposición. Sin embargo, su propia dirigencia había resuelto la disyuntiva y había dado el salto, sin esperar su decisión. No solo Fernández, Solá, Arroyo y el menor de los Moyano habían abandonado el Frente Renovador. También los massistas bonaerenses, como el manodurista Jorge D’Onofrio, que habían virado del antikirchnerismo visceral al pragmatismo puro. Asesorado por el catalán Antoni Gutiérrez-Rubí, Massa no tenía otra opción más que sumarse al Frente de Todos, pero se esforzaba por conseguir una rendición digna y exhibía una prioridad: presentar el acuerdo de manera tal que no se tratara de un regreso al kirchnerismo. Vital para asimilar la nueva etapa, la idea de una nueva mayoría en un armado más amplio para vestir el tránsito de regreso al peronismo cristinista fue respetada por Fernández y aceptada por el espacio.

      Massista de la primera hora, después de poner todo durante seis años para construir la avenida del medio, el bonaerense Juan José Amondarain no compró la operación unidad. Con un mensaje en Twitter, entre la decepción y la ironía, el exsenador bonaerense que ya militaba junto a Lavagna destripó el movimiento de su exjefe: “Hoy me quedó claro que el massismo fue el camino más largo para ir del kirchnerismo al kirchnerismo”, escribió. Primero en responder con otra metáfora impiadosa, desde Twitter, el Coronel Gonorrea agregó: “La ancha rotonda del medio”.

      Como sea, el peronismo había logrado una reunificación de lo más trabajosa después de seis años y se encaminaba a recuperar el poder en una alianza heterogénea. Extremos de una polarización que se vendía como inmutable, Macri y Cristina habían desencadenado el proceso de convergencia que las encuestas de la Casa Rosada y los analistas del establishment ignoraban o minimizaban. El presidente, con un gobierno que hermanaba en el espanto a una legión de perdedores y presionaba sobre la dirigencia del PJ. Su antecesora, con una decisión fulminante que ofrecía un puente hacia la unidad y preservaba para ella una cuota de poder esencial. Fernández, el vértice de la coalición que comenzaba a edificarse, estaba destinado a ver cumplida gran parte de sus profecías. Por un lado, la preeminencia de CFK en cualquier armado opositor que tuviera chances de ganarle las elecciones a Cambiemos. Por el otro, la unidad que, según decía el futuro presidente, se iba a dar de manera irremediable. ¿Cuándo? “Cuando el último caprichoso deje de lado el enojo y se resigne a que no tiene destino”. Finalmente, el aspecto menos pensado: el “quilombo” que Cristina le había presentado a Felipe como objeción, la crisis que Macri había incubado de manera irresponsable, le iba a estallar al profesor de Derecho Penal y lo iba a poner ante la prueba más difícil de su vida.

      3. El liberado

      El presidente Macri en una reunión de Gabinete ampliado, con el senador Miguel Ángel Pichetto y la gobernadora María Eugenia Vidal, el 4 de noviembre de 2019.

      Ramón Hernández miró a Miguel Ángel Pichetto y le dio una noticia de esas que duelen en el alma. “Miguel, el presidente es peronista. No te va a acompañar”, le dijo. El jefe del bloque de senadores del PJ había ido a visitar al secretario privado de Carlos Menem para convencerlo de la necesidad de dar el salto hacia las filas de Cambiemos. Pero la respuesta no fue la esperada.

      Más de dos décadas después del eclipse menemista, Hernández era el operador todoterreno que acompañaba al expresidente a sol y sombra. No solo se movía con sigilo en el edificio del Congreso y les encargaba a los senadores del PJ que cuidaran